Ahora (Madrid), 27 de junio de 1934
Se suceden los sucesos públicos de tal modo, que quien quiera comentarlos ha de soslayarlos de respabilón, resbalando sobre ellos. Y más si no son sino sucesos y no hechos, ni quepa verlos desde el porvenir. Por esto es mejor comentar los comentarios que de ellos se hagan, y más si vienen del extranjero. Es hacer historia en segundo o tercer grado. Y hoy España se está poniendo de moda fuera de ella —lo que no es peligro—, donde se fragua más que aquí la venidera leyenda negra, blanca o gris. Desde que se han puesto los de fuera a descubrirnos... Y no siempre con desacierto.
Aquí tenemos un libro que acaba de publicarse en Milán, en italiano. Se titula Spagna cattolica e rivoluzionaria, y es un cuadro y comentario —en su mayor parte históricos— a nuestro desarrollo político y cultural. Su autor, Niccolo Cuneo. Libro que tiene —lo declara Cuneo— una premisa y una conclusión filosóficas. “Una premisa de pensamiento en la primera parte, o sea en la Dogmática de la Revolución, y una conclusión especulativa en la última, o sea en la Vida Imperial.” “La segunda parte expone la política de España, y la tercera su vida constitucional. Termina con una conclusión” —“La vida imperial”— y el autor declara al final del breve prefacio, firmado en marzo de este mismo año, que presume haber escrito un libro de pensamiento y haber sostenido una tesis.
¿Qué tesis? Me es difícil analizarla, y menos de paso, pues la primera parte del libro, “La dogmática de la Revolución”, que se abre con una revista de la consabida generación del 98 —volvió a salir—, en que no incluye más que a Costa, a Ganivet, a José Ortega y Gasset y al que esto escribe, está dedicada casi por entero a la exposición del pensamiento histórico de Ortega y del mío. Sus tres capítulos: “El castillo de Castilla”, “La vida ascendente” y “El sentimiento catastrófico”. No estimo que sea coyuntura de comentar lo que Cuneo comenta de mi constante comentario a la vida histórica espiritual de mi patria. Baste decir que su resumen de las doctrinas nuestras —las de Ortega y las mías— me parece en general bien y fielmente hecho, si bien con el peligro de resumir lo que ya muchas veces fue resumen. ¡Es tan trabajoso y tan expuesto a deformaciones el condensar lo que a menudo —y más en españoles que propendemos a cierto conceptismo— es de suyo condensado
La parte segunda y la tercera son un resumen también muy sintético y abreviado de la historia política de España desde Fernando VII —que, dicho sea de paso, era, contra lo que afirma el autor, mucho menos estúpido que Fernando VI— y de la vida constitucional a partir de las Cortes de Cádiz. Resumen rápido, sobrado conciso, fundado en fuentes españolas sobre todo —aprovecha a Madariaga, Romanones, Azaña, Fernández Almagro, Albornoz... y otros más—, y en que apenas hay deslices. Como no sea aquella inaudita especie de que la marquesa de Argüelles, “hija de Blasco Ibáñez” —¡así!—, asistió a éste en Mentón y “prestó los últimos oficios de piedad al que hizo morir a su padre en destierro”, es decir: a Primo de Rivera. Bien que tal especie viene entrecomillada y como de fuente... italiana. Y otra fantasía, y es que Azaña pidió a los oficiales que quisieran quedar en el Ejército juramento de fidelidad al nuevo régimen.
Muy de fijarse lo que dice del krausismo y del religiosismo y anticlericalismo en España. Y cómo entrevé que España fue el hogar del liberalismo, donde nació —lo ha recordado Croce— este término. Mas de esto del krausismo y de sus derivaciones últimas y presentes... alguna otra vez.
¿Y ahora qué puede querer decir eso de España católica y revolucionaria y cuál es la premisa y la tesis de Cuneo? ¿Qué puede querer decir el juntar lo de católico y revolucionario, lo de una catolicidad —no catolicismo— revolucionaria o una revolución católica, o sea universal? Acaba el libro diciendo que la revolución española “es imperialista solamente para sí, en cuanto casta y en el ámbito del territorio de España. No marcha por el mundo, por la grandeza de España a la conquista del mundo, como otras modernas revoluciones. No hay en ella la virilidad y la embriaguez de Fausto; no hay el entusiasmo y la locura del Quijote. Ortega y Gasset y Unamuno no pueden estar contentos.”
En cuanto a Unamuno, tiene éste que declarar —fiel a su tema— que no concibe un imperialismo espiritual o cultural sino a base de la lengua, y que ante esa amonestación... fajista tiene que decir que en el libro, tan bien intencionado y tan hispanófilo, de Cuneo le choca que se citen pasajes de Ortega y suyos o en traducción francesa o traducidos de traducción francesa. Y hay un al parecer nimio detalle, que es significativo. He citado más de una vez en mis escritos una expresión de Carducci cuando hablaba de “i contorcimenti dell'affannosa grandiosità spagnola”, traduciéndola, ¡claro está!, “las contorsiones de la afanosa grandiosidad española”. No recuerdo cómo me lo han traducido al francés, pero al volverlo Cuneo al italiano otra vez, en tercera traducción, no acude al texto primitivo, sino retraduce “grandiosa attrivitá spagnola”. Que es muy otra cosa, y al dejar por ahora para más detenido escudriño la diferencia que va de “afanosa grandiosidad” a “grandiosa actividad”, es de hacer señalar que lo más extrañado, lo más arraigado y castizo, y propio y original, de un pensamiento es en realidad intraducible. Y que arraiga en el íntimo ánimo de la lengua, que es la que piensa y saca a luz su tradición —su historia—, fraguada y pensada a siglos. Y he de añadir, ladeando falsas y estériles modestias, que si Ortega y yo hemos hecho algo por esa conquista del mundo a que el italiano Niccolo Cuneo nos azuza a los españoles, por esa revolución católica o catolicidad revolucionaria, sea fáustica, sea quijotesca, ha sido, sobre todo, atrayendo a extranjeros curiosos, como él, a que nos lean en nuestro propio lenguaje —en nuestros sendos dialectos personales de nuestro común romance castellano—, y acaso moviendo a algunos a que lo estudien para mejor oírnos. Y no es ello poco; lo podemos decir. ¡Y ojo con las traducciones! ¿No es, acaso, nuestra actual Constitución republicana —más yacente que vigente— traducción, en su mayor parte, a diferencia de aquella, más castiza, de Cádiz, la de 1812?
Ahora, de eso de que hagamos que la revolución española —pues así dan en llamarla— marche “como otras modernas revoluciones”, a la conquista del mundo, de eso... otra vez. Otra vez de nuestra afanosa grandiosidad —¡qué hermosa expresión inventó Carducci!— quijotesca o fáustica, y que ya Nietzsche nos la encaró. Y otra vez de la catolicidad —a no confundirla con el catolicismo ni con el fajismo romanos— y de la revolución —a no confundirla con el revolucionario nacionalista de cualquier nacionalidad que sea y oral en lo más.
Nos deja Cuneo, nuestro querido amigo —que resulta serlo, y de España—, tela cortada. A hilvanarla, por lo menos. Y falta repulgar su visión de la historia política y constitucional de la España actual, católica y revolucionaria.
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