lunes, 22 de enero de 2018

Y después ¿qué?

Ahora (Madrid), 3 de octubre de 1934

Hace uno esfuerzos por arrancarse de las presiones de la actualidad pública nacional, de sus agobios y hasta congojas, mas no es hacedero. En el momento en que escribo esto me ha llegado la noticia de que se declara en toda España el estado oficial de alarma. De “¡al arma!”; hay que fijarse. Pero en alarma, no ya alarmados, sino armados, hace tiempo que se van poniendo mucha parte de los españoles. Y lo peor es que los más alarmados son los no armados, los inermes. Y ello acabará por obligarles a armarse de un modo o de otro. Cuando el Estado se alarma, ¿qué van a hacer los ciudadanos?

Se sabe de muchos que tienen en suspenso las más graves y vitales resoluciones para su porvivir. O, si se quiere, porvenir. No ya atañaderas a negocios, sino a cosas más íntimas de vida privada y familiar. Se sabe de gentes que estiman que no hay porqué ahorrar, sino vivir al día y aturdiéndose. “¿Quién sabe —nos decía un amigo— si mañana no me quita de este mundo un tiro perdido y aunque yo no me meta en nada? Porque en casa no voy a estarme metido...” Y en otro aspecto, ¡quién sabe de qué puede acusársele mañana!...

Estamos viviendo en una guerra civil incivil. Se habla de desencadenamiento de pasiones. ¿Pasión? Más bien insensatez. Y hasta locura. Una verdadera epidemia. Y más que de locura, de demencia. De deficiencia mental. Tengo que repetirlo, una vez más: la gente físicamente, corporalmente joven, está volviéndose psíquicamente, espiritualmente, pueril. Pero de la peor puerilidad; de una puerilidad morbosa. Un mozo que a los diez y ocho años no ha salido, o vuelve a su mentalidad de los seis, no tiene la frescura, la espontaneidad, la sencillez, la sinceridad de los seis años. Es un monstruo. Y a esta monstruosidad estamos asistiendo. Esos párvulos de veinte años que extienden el brazo en una u otra actitud, con mano abierta o con puño cerrado, se uniforman y se dedican a unas u otras pantomimas, son sencillamente enfermos mentales. Y sus pasiones las peores pasiones de la niñez retrasada. Muchas veces esa terrible pelusa —que así se la llama— que a muchos pobres niños les impide hasta crecer. Algo que se da en la tristísima crisis que suele preceder a la pubertad.

En cuanto a los mayores... Los mayores están asustados. No saben cómo reaccionar a la insurrección de la chiquillería dementalizada y que les falta al respeto. Los ciudadanos mayores, los de mayor edad mental, los que aún conservan alguna conciencia de responsabilidad civil y social, se reparten entre lo que llamamos, mal o peor llamado, posiciones de derecha y de izquierda. Y hasta, si se quiere, revolucionarios y reaccionarios. Y se tienen miedo los de un grupo a los del otro, y se tienen miedo a sí mismos los de cada grupo. Unos y otros tienen miedo a encargarse del poder. Y es porque saben que el poder es la impotencia, y con ella el fracaso, cuando los cuitados ciudadanos alarmados esperan que el Estado, con el estado de alarma, les saque de sus agobios y congojas y apuros pero sin tener ellos, los cuitados, que armarse. Lo que se llamó antaño la asistencia ciudadana asusta a unos y a otros. Y sin embargo, tendrán un día, si esto sigue como va, que acudir al arma. Y agréguese otro miedo. El miedo de ciertos presuntos caudillos a que se les tache de miedosos. La chiquillería les desborda y arrolla, no saben contenerla y menos saben ponerse a su cabeza. Se acostaron con chiquillos y ensangrentados se levantan.

Y en tanto los chiquillos dementes de uno y de otro bando están jugando —y con fuego— a lo que algunos atolondrados llaman la revolución permanente. O sea el deporte revolucionario. Porque hay, sí, una verdadera revolución permanente. De que el más claro ejemplo conocido es el de la revolución de los astros en derredor del Sol: la revolución copernicana. Que es silenciosa. Como no sea para esos pitagóricos que creen oír la música de las esferas celestiales. La otra, la revolución deportista, aspira a la estridencia y aún al estruendo. El general Prim, aquel tan característico y castizo revolucionario, dijo en un manifiesto que había que derrocar “en medio del estruendo” la dinastía —“espuria” la llamaron— de los Borbones de España. “En medio del estruendo.” ¡Sí que era estruendoso Don Juan Prim y Prast! Entre el estruendo de unos trabucazos perdió la vida. Y vino Amadeo de Saboya, Prim de cuerpo presente, y luego la primera república y con ella el cantonalismo —que ahora revive— y luego otro general, Pavía, y aquella su entrada, no ya estruendosa, en el Congreso el 3 de enero de 1874, y después... el grito, tampoco estruendoso, de Martínez Campos en Sagunto.

Se nos dirá que lo de ahora no tiene mucho que ver con aquéllo, que ahora se trata de revolución social. ¡Bah! estruendo deportivo también. Una chiquillería que no quiere pasar sin meter bulla en la historia, sin romper un plato o hasta toda una cacharrería de ellos. No pocos, y no precisamente de los más jóvenes, revolucionarios de cabaret.

Y luego ese que podríamos llamar fenómeno de polarización. Se pierde el sentido dialéctico. O marxistas o fajistas. Y lo fatídico es que ni unos ni otros tienen idea ni del marxismo ni del fajismo. Porque... voy a remachar… toda esta demencia polarizada se apoya en la más cruda ignorancia. Y de tal modo se ponen las cosas, que los que queremos mantener el sentido histórico, que es sentido dialéctico, sentido liberal, prevemos con tristeza que lleguen tiempos en que predominando uno u otro polo —pues da lo mismo el uno que el otro— de esta polarización tengamos que emigrar de nuestra España. Al que esto os dice, que ya otra vez tuvo que emigrar de su patria, le estruja el cogollo del corazón el pensar que tenga que volver a hacerlo y... después de haber pasado de sus setenta años! ¿Que no habrá por qué tener que emigrar, domine uno u otro polo? Tampoco entonces creyeron muchos —los más— que había que emigrar. Porque no es que me echaron, sino hice yo que me echaran. Y ello por no querer callarme, por no plegarme a la censura, por mantener la libertad de la verdad, la libertad de expresión del propio pensamiento. Y preveo que, venzan los unos o los otros, no se podrá hablar y escribir con verdadera libertad. Se perseguirá unos u otros gritos, unos a otros emblemas, hasta unos u otros ademanes. Aun loa inocentes. Pueden llegar tiempos en que los dementes de un polo o los dementes del otro saquen afuera la honda pasión que les mueve y no es otra que el odio a la inteligencia. Odio que le llaman disciplina. Los que presumen de hombres de acción —o de reacción, que es igual—no suelen ser sino dementes resentidos. Dementes resentidos que sienten la necesidad de delegar su pensamiento, de renunciar al libre examen individual —principio del liberalismo—, de someterse. A eso le llaman disciplina. Y en el fondo es el origen del sentimiento inquisitorial en esta tierra que creemos individualista. Cuando no hay nada más rebañego, más gregario, que su anarquismo. Este tan cacareado individualismo celtibérico, donde lo que más se acusa es el odio a la individualidad. Comunismo libertario o fajismo, lo mismo da. Con uno o con otro, el que quiera mostrar a luz y a aire libre su pensamiento y su sentimiento íntimo tendrá que emigrar. Porque decir su verdad será ofender a los que manden, sean unos u otros.

Es lo que se me ocurre responder al que me pregunta: “Y después, ¿qué?”

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