Ahora (Madrid), 19 de septiembre de 1934
Hablemos de teatro. Del teatro de la vida y de la vida del teatro. He asistido a las representaciones que los jóvenes estudiantes de la Barraca, dirigidos por el de veras joven García Lorca, van dando por lugares chicos y grandes, como había asistido a las de las Misiones pedagógicas. Hondo movimiento, no sólo pedagógico, sino en el derecho sentido de la palabra —no en el pervertido— demagógico, esto es: político. Y el modo de recibir el pueblo, el hondo pueblo, esas representaciones me ha corroborado en mis convicciones respecto al alma popular.
Primero, que el pueblo no necesita de decoraciones embusteramente realistas. Tiene imaginación, bastante viva, para figurarse el ámbito material de la acción. Le bastan unas cortinas. Como no necesita que se le justifiquen con cierta lógica artificiosa, de abogacía, las entradas y salidas de los personajes. Y esto, como veremos, es aplicable al teatro político, cuyas decoraciones, no siendo para señoritos, sobran.
Mas lo que sobre todo resulta más interesante es percatarse de que al pueblo ni le importa la originalidad o novedad —aunque originalidad y novedad no sean lo mismo ni mucho menos— del argumento, ni que éste se proponga desarrollar lo que se llama una tesis, ni menos la moraleja. Le interesa la vida misma. Y de aquí la irremediable mezquindad de eso que llaman arte proletario. A los proletarios de verdad, no de credo político, les conmueve más una persona de veras, de carne y hueso y sangre y pasión, sea cual fuere su índole —hasta un tirano—, que no un ridículo predicador de doctrinas sociológicas. Y sobre todo las figuras, los símbolos, ya tradicionales, los que se sabe de memoria. Aquí, en España, Segismundo, el alcalde de Zalamea, don Juan Tenorio… y, desde luego, las simbólicas figuras religiosas. Rambal llena los teatros con hombres del pueblo, de los campos, con verdaderos proletarios, representando la Pasión de Jesús. Van a verla, como en ciertos lugares asisten a las procesiones de Viernes Santo, los obreros socialistas y comunistas. Y es que no se trata de creencias, sean católicas o anticatólicas. Preguntándole García Lorca a una anciana de pueblo qué le había parecido de cierto pasaje, respondió: “No; lo que me ha gustado es lo de Adán y Eva.”
El pueblo es como el niño: quiere que le cuenten el cuento que ya se sabe de memoria, que le reciten el romance conocido. Y goza en corregir al cuentista o al recitador cuando se sale de su papel. Y así es la vida. En la escena cuarta del acto tercero de El rey Lear, de Shakespeare, dice el delfín de Francia “que la vida es tan hastiosa como un cuento contado dos veces y que molesta al oído torpe de un hombre amodorrado”. Pero a un pueblo que no esté amodorrado ni tenga el oído torpe, ni le molesta que se le repita el cuento de cada día ni le da hastío la vida. Pide a Dios que le dé hoy la palabra de cada día. La repetición es la sustancia de su dicha. La milagrosa novedad que no hay nada nuevo bajo el sol. Y es que el pueblo, como el niño, no es delfín de Francia. Los delfines ésos, los príncipes de la sangre, nunca han sido niños. Ni, por lo tanto, pueblo.
Los señoritos —esos delfines, o más bien, atunes—, sean de la profesión política que fueren —pues hay señoritos fajistas y señoritos comunistas, proletarios de profesión y no de prole—, los señoritos se aburren si no se está revolviendo o renovando cada día el cuento. Y por eso piden revolución o renovación. Y es que, en el fondo, están amodorrados y tienen torpe el oído. Tan torpe que no se percatan de que la vieja palabra es nueva cada día. No tenemos sino observar cómo están hablando a diario de futuros grandes cambios, de catástrofes, de crisis, de revoluciones o renovaciones. Y con qué ansia esperan la apertura de la temporada parlamentaria, del teatro nacional político. Mientras el pueblo sabe que no habrá cambios. ¿Cambios? ¡Bah! A lo sumo, distintos perros con los mismos collares. Collares que en los más de los que los llevan son carlancas de mastines de pastor de corderos.
Me decía un frecuentador de patios de butacas de teatros que cuando una obra dura mucho tiempo en escenarios de una gran ciudad, cuando alcanza muchas representaciones, no quiere decir eso que se renueve mucho el público que la va a ver, sino que hay una gran parte de él que repite su asistencia, que hay muchos que concurren uno y otro día hasta que saben de memoria la obra. Y ya no les importa ésta, sino el observar cómo la representan los actores. Y darse el gusto de criticarlos. Hay aficionado que se jacta de haber visto hacer el mismo papel a veinte actores diferentes. Y así en el otro teatro, en el de la vida pública política.
¡La repetición! Hay quien no se da cuenta de un cuento hasta que no lo ha oído cien veces o más. ¿Y esos que día tras días y año tras año echan a diario su partida de tresillo? Que es la misma partida siempre. (“Como este tu articulo —se dirá aquí algún lector— es tu artículo de siempre.” Y no se lo niego; pues ¡no faltaba más!) Per troppo variare natura é bella, por demasiado varia es hermosa la Naturaleza, dice el proverbio italiano. Pero es más bien verdad lo contrario. Así lo he pensado contemplando la mar. Y el páramo. Aquel pobre Nietzsche, que de su flaqueza hizo fortaleza —la fingió—, soñó, como consuelo a su desesperación, la vuelta eterna, el eterno repetirse de la misma vida universal. Y los más extrañados creyentes en una vida perdurable de ultratumba sólo lograrán representársela como la repetición eterna de un momento de visión beatífica.
Y he aquí por qué cuando uno está ya harto de señoritos —delfines o atunes— de derecha o de izquierda, de uno o de otro extremo o de centro, revolucionarios o renoveros, comunistas o fajistas, o como se llamen (que ser es llamarse), cuando está harto de ello, se vuelve a oír el cuento de siempre y pide diciendo: “La palabra nuestra de cada día dánosla hoy. Señor.” Y luego sea lo que Él quiera. Que cuando calle la palabra no quedará ya nada. Ni visión alguna.
Y ahora esperamos que la experiencia que del verdadero pueblo, de la prole de verdad, están adquiriendo los de la Barraca y los de las Misiones pedagógicas pueda redundar al teatro de Empresa artística, y de ahí al teatro todo, comprendido, ¡claro está!, el político. Que de esas Misiones pedagógicas y, en el originario sentido de la palabra demagogia, demagógicas, surja una misión a los pedagogos y a los demagogos. Y que tanto pedagogos como demagogos, guiadores de niños y de pueblos, aprendiendo de aquellos a quienes tratan de enseñar, aprendan el cuento que hay que contar a diario y dejen el hastío de la vida, que pasa al quedarse —se queda al pasar—, que se renueva al repetirse —se repite al renovarse—; se lo dejen a los delfines, a los señoritos de la llamada grandeza y a los del populacho, que no pueblo. Señoritos hastiados, aburridos, unos y otros, y que buscan cómo matar su hastío, aunque sea a pistoletazos o a porrazos.
Y aquí tiene el lector —“mi” lector— otra vez mi articulito, mi comentario perpetuo.
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