El Sol (Madrid), 23 de octubre de 1932
Hay una singular enfermedad del ánimo público —que especialmente obra sobre la imaginación y contra ella— y que podríamos llamar el sentimiento catastrófico de la vida pública. Que es otra cosa que aquel sentimiento trágico de la vida de que largamente diserté años hace. Que catástrofe no es propiamente tragedia, ya que ésta no se da más que en lo humano y aquella en lo natural. Un terremoto, vaya por caso, es una catástrofe, pero no es una tragedia.
Y bueno, ¿qué es catástrofe? Acudamos a la palabra misma, de donde sale la idea. Catástrofe, del verbo griego “catastrefo”, revolver, es propiamente una revolución, pero en el sentido primitivo y directo de este tan abusado término, es decir, la vuelta de algo de arriba abajo. Lo que se dice entre nosotros volver la tortilla. No es el cambio íntimo y entrañado del contenido de algo; terreno, sociedad, institución, creencia, ideología, etc., sino la revuelta de ello, el que suban a sobrehaz las capas profundas y se hundan las de la sobrehaz. Este sentido catastrófico lo expresaba muy bien aquella conocida copla corriente en una parte de Andalucía y que rezaba así: “Cuando querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman... hierba.” (Era otra la palabra, y no “hierba”; pero no la pongo por un resto de repulgos estilísticos que me parecen ociosos.) Es también lo que se llama cambiar de postura. Lo que cuenta la leyenda eclesiástica que hacía San Lorenzo, mártir, cuando le estaban tostando a muerte en la parrilla de su martirio. ¿Es que del otro lado estaría mejor?
Nace y se desarrolla en los pueblos en ciertos momentos históricos de su vida —de su vida histórica— un sentimiento catastrófico —llamadle, si queréis, revolucionario— que suele ir acompañado de una visión fantasmagórica del porvenir de su destino. Es una dolencia con raíces económicas y con raíces religiosas. Bien entendido, que entre éstas, entre las raíces religiosas, entran la de la irreligiosidad y la del ateísmo, que no es la indiferencia. Cuando la imaginación popular se caldea a la hoguera —muchas veces no más que recoldo— del sentimiento catastrófico, los pobres contagiados se pasan los días esperando el gran advenimiento. O sea el apocalipsis. “¡Ya viene! ¡Ya viene!” ¿Qué es lo que viene? ¿Qué es esa revolución, que, como los espíritus medievales del milenio, aguardan con tan congojosa ansia? ¿Qué es ese gran advenimiento, ese apocalipsis? Pues es... la serpiente de mar, la fiera corrupia, la aurora boreal, el diluvio universal, el juicio final, la Intemerata, la de San Quintín, el disloque, el caos..., la caraba. Y este último término: la caraba, por su falta de precisión conceptual, por no querer decir nada concreto, por su mera sentimentalidad, es el que acaso mejor determina la catástrofe esperada, el caos de que ha de salir un mundo nuevo en cuyas parrillas se nos tueste el otro lado de las costillas. Y es curiosa esta otra palabra: caos, que etimológicamente quiere decir, como la latina “hiatus”, bostezo. Pues bostezo es la sima que se abre en la tierra en un temblor de ella, en una catástrofe o revolución térrea. Y en una catástrofe económico-social se acaba en que los antes pobres coman pan —aunque sea de munición—y los antes ricos coman... hierba, o lo que sea, y trocados los papeles las cosas siguen lo mismo. Que no es que desaparezcan las clases sino que se revuelvan, que se inviertan.
¡Y qué efectos tan extraños produce el sentimiento catastrófico! Vengo dándome a cavilar a qué íntimos instintos del alma colectiva popular puedan obedecer esas quemas de iglesias rurales o ese emprender a tiros con una tradicional procesión aldeana que nada tiene que ver con las luchas de clase. Las explicaciones corrientes y molientes, las del tópico del clericalismo y el anti-clericalismo, no pueden satisfacernos. Ni tampoco las que lo atribuyen meramente a barbarie. Y aunque no se me escapa que la que voy a sugerir se atribuirá a sobrada sutileza y a preocupaciones muy privativamente individuales, voy a exponerla. He llegado a creer que esos fanáticos de la revolución —el fanatismo es cosa de fantasía—, que esos enfermos de imaginación catastrófica, a la espera del gran advenimiento —o de la caraba—, de lo que sufren en el fondo de sus almas es de una envidia que engendra odio. De una envidia inconciente, oscura, instintiva, como la que hizo brotar del hondo del alma popular española, después de la Reconquista, la Inquisición, que fue popularísima. La Inquisición respondía a la envidia que el pueblo sentía hacia los que se distinguían, hacia los que discrepaban, hacia los herejes. Y estos otros fanáticos, ¿en qué envidia se encienden? ¿Y qué les lleva a incendiar iglesias? Es acaso que envidian a los pobres sencillos aldeanos que hallan en la iglesia —o en la procesión— un contento y un consuelo que ellos, los incendiarios, no logran hallar fuera de ella. Y aquí tenemos tal vez, claro es que sin que ellos, los afectados de esa dolencia, se den clara cuenta de ella ni mucho menos, aquí tenemos aquello de Lenin, hombre de imaginación catastrófica, de que la religión es el opio del pueblo. Y contra ella, contra la religión, se revuelven los que están en vano buscando otro opio, o sea otra religión. Y para los cuales la revolución no es sino un opio, un opio para adormecer una imaginación enferma.
El primer revolucionario, el primer catastrófico de nuestra leyenda judeo-cristiana fue Caín, cuya casta fundó, dicen, la primera ciudad. Y Caín no hizo sino vengarse de su destino. Y nos dejó la “cainidad”. Cainidad que es el vivero del sentimiento catastrófico de la vida pública.