jueves, 31 de agosto de 2017

El sentimiento catastrófico

El Sol (Madrid), 23 de octubre de 1932

Hay una singular enfermedad del ánimo público —que especialmente obra sobre la imaginación y contra ella— y que podríamos llamar el sentimiento catastrófico de la vida pública. Que es otra cosa que aquel sentimiento trágico de la vida de que largamente diserté años hace. Que catástrofe no es propiamente tragedia, ya que ésta no se da más que en lo humano y aquella en lo natural. Un terremoto, vaya por caso, es una catástrofe, pero no es una tragedia.

Y bueno, ¿qué es catástrofe? Acudamos a la palabra misma, de donde sale la idea. Catástrofe, del verbo griego “catastrefo”, revolver, es propiamente una revolución, pero en el sentido primitivo y directo de este tan abusado término, es decir, la vuelta de algo de arriba abajo. Lo que se dice entre nosotros volver la tortilla. No es el cambio íntimo y entrañado del contenido de algo; terreno, sociedad, institución, creencia, ideología, etc., sino la revuelta de ello, el que suban a sobrehaz las capas profundas y se hundan las de la sobrehaz. Este sentido catastrófico lo expresaba muy bien aquella conocida copla corriente en una parte de Andalucía y que rezaba así: “Cuando querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman... hierba.” (Era otra la palabra, y no “hierba”; pero no la pongo por un resto de repulgos estilísticos que me parecen ociosos.) Es también lo que se llama cambiar de postura. Lo que cuenta la leyenda eclesiástica que hacía San Lorenzo, mártir, cuando le estaban tostando a muerte en la parrilla de su martirio. ¿Es que del otro lado estaría mejor?

Nace y se desarrolla en los pueblos en ciertos momentos históricos de su vida —de su vida histórica— un sentimiento catastrófico —llamadle, si queréis, revolucionario— que suele ir acompañado de una visión fantasmagórica del porvenir de su destino. Es una dolencia con raíces económicas y con raíces religiosas. Bien entendido, que entre éstas, entre las raíces religiosas, entran la de la irreligiosidad y la del ateísmo, que no es la indiferencia. Cuando la imaginación popular se caldea a la hoguera —muchas veces no más que recoldo— del sentimiento catastrófico, los pobres contagiados se pasan los días esperando el gran advenimiento. O sea el apocalipsis. “¡Ya viene! ¡Ya viene!” ¿Qué es lo que viene? ¿Qué es esa revolución, que, como los espíritus medievales del milenio, aguardan con tan congojosa ansia? ¿Qué es ese gran advenimiento, ese apocalipsis? Pues es... la serpiente de mar, la fiera corrupia, la aurora boreal, el diluvio universal, el juicio final, la Intemerata, la de San Quintín, el disloque, el caos..., la caraba. Y este último término: la caraba, por su falta de precisión conceptual, por no querer decir nada concreto, por su mera sentimentalidad, es el que acaso mejor determina la catástrofe esperada, el caos de que ha de salir un mundo nuevo en cuyas parrillas se nos tueste el otro lado de las costillas. Y es curiosa esta otra palabra: caos, que etimológicamente quiere decir, como la latina “hiatus”, bostezo. Pues bostezo es la sima que se abre en la tierra en un temblor de ella, en una catástrofe o revolución térrea. Y en una catástrofe económico-social se acaba en que los antes pobres coman pan —aunque sea de munición—y los antes ricos coman... hierba, o lo que sea, y trocados los papeles las cosas siguen lo mismo. Que no es que desaparezcan las clases sino que se revuelvan, que se inviertan.

¡Y qué efectos tan extraños produce el sentimiento catastrófico! Vengo dándome a cavilar a qué íntimos instintos del alma colectiva popular puedan obedecer esas quemas de iglesias rurales o ese emprender a tiros con una tradicional procesión aldeana que nada tiene que ver con las luchas de clase. Las explicaciones corrientes y molientes, las del tópico del clericalismo y el anti-clericalismo, no pueden satisfacernos. Ni tampoco las que lo atribuyen meramente a barbarie. Y aunque no se me escapa que la que voy a sugerir se atribuirá a sobrada sutileza y a preocupaciones muy privativamente individuales, voy a exponerla. He llegado a creer que esos fanáticos de la revolución —el fanatismo es cosa de fantasía—, que esos enfermos de imaginación catastrófica, a la espera del gran advenimiento —o de la caraba—, de lo que sufren en el fondo de sus almas es de una envidia que engendra odio. De una envidia inconciente, oscura, instintiva, como la que hizo brotar del hondo del alma popular española, después de la Reconquista, la Inquisición, que fue popularísima. La Inquisición respondía a la envidia que el pueblo sentía hacia los que se distinguían, hacia los que discrepaban, hacia los herejes. Y estos otros fanáticos, ¿en qué envidia se encienden? ¿Y qué les lleva a incendiar iglesias? Es acaso que envidian a los pobres sencillos aldeanos que hallan en la iglesia —o en la procesión— un contento y un consuelo que ellos, los incendiarios, no logran hallar fuera de ella. Y aquí tenemos tal vez, claro es que sin que ellos, los afectados de esa dolencia, se den clara cuenta de ella ni mucho menos, aquí tenemos aquello de Lenin, hombre de imaginación catastrófica, de que la religión es el opio del pueblo. Y contra ella, contra la religión, se revuelven los que están en vano buscando otro opio, o sea otra religión. Y para los cuales la revolución no es sino un opio, un opio para adormecer una imaginación enferma.

El primer revolucionario, el primer catastrófico de nuestra leyenda judeo-cristiana fue Caín, cuya casta fundó, dicen, la primera ciudad. Y Caín no hizo sino vengarse de su destino. Y nos dejó la “cainidad”. Cainidad que es el vivero del sentimiento catastrófico de la vida pública.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Vicios propios de los españoles

El Sol (Madrid), 16 de octubre de 1932

“¿Qué quiere usted? —me dijo encogiéndose de hombros—; éste es un país imposible, de niños gastados y donde la gente se muere de sueño”, y al oírle le miré a los ojos y sentí escozor en el meollo del espinazo. ¡Morirse de sueño! —pensé—, no de de hambre, ni de sed, ni de asco, ni de dolor, ni de aburrimiento, ni de cansancio, sino de sueño, y de sueño de dormir, ¡no de sueño de soñar! ¡Que la vida, y con ella la muerte, sea sueño, pase!, ¡pero que sea dormida!... Y en seguida me acordé de aquel pasaje del libro de la Agonía del tránsito de la muerte, publicado en 1544, del casticísimo escritor toledano Alejo Venegas, donde nos dice que los que están a la puerta de poder ver a Dios, en trance de morir, “no es razón que se duerma”. Por lo que aconseja que para curar “este sueño profundo, que los médicos llaman Jubet”, se le ate al moribundo “fuertemente con unas vendas los muslos y donde a poco abajar las ataduras a las pantorrillas y fregarle las piernas con sal y vinagre y ponerle a las narices ruda y mostaza molida”... y “echarle a cucharadas por la boca euforbio trociscado, que tienen los boticarios, e por no dejar remedio alguno, travarán un lechón de la oreja para que gruña a los oídos del flemático soñoliento”... Basta.

Pero... Vicente Medina, siglos después, cantó: “No te canses, que no me remuevo; / anda tú, si quieres, y éjame que duerma, / ¡a ver si es pa siempre!... ¡Si no me espertara!… / Tengo una cansera!…” Y el pueblo, anónimamente, había cantado: “Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.” ¡Morir de sueño!

Y el mismo Venegas, en el mismo libro, tratando de “los vicios propios de España, de los cuales tienta el diablo a los españoles, ni han de pasar del monte Pireneo adelante, ni del estrecho de Gibraltar”; es decir, de nuestros vicios, “demás de los otros que son generales a todos los hombres”, decía que son cuatro. ¡Y menos mal al menos  “El primero es el exceso de los trajes...” “El segundo vicio es que en sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay abundancia de holgazanes y malas mujeres... los cuales, si no tuviesen por deshonra el oficio mecánico, allende que represarían el dinero en su tierra que para comprar las industrias de las otras naciones se saca, se excusarían muchos pecados.” “El tercero vicio nasce de las alcuñas de los linajes”... “El cuarto vicio es que la gente española ni sabe ni quiere saber... Deste vicio nasció un refrán castellano, que en ninguna lengua del mundo se halla si no en la española, en donde solamente se usa, que dice : Dadme dinero y no consejo.”

¡Vaya con Alejo de Venegas, uno de aquellos a quienes leyó Santa Teresa seguramente, el toledano del XVI, y cómo acuñó tópicos que habían de correr los siglos posteriores! No debió de haber salido mucho ni despacio de su tierra. No debió de haberse preguntado si el tener por deshonra el oficio mecánico no provendría de que este oficio no daba, “no podía dar” de comer a todos los que paría España y que sería inútil represar un dinero que no valdría en las naciones industriosas; si la holganza no provendría de una pobreza radical de la tierra y no la pobreza de la holganza. Y en tiempo de Venegas y después de él, ¿no ha sido muy nuestro el dormirnos en la suerte que es dormirse a morir? Ni se preguntó el toledano, el que tanto sabía, si el no saber ni querer saber más sus coterráneos y contemporáneos no sería porque sentían de antemano la vaciedad de todo saber que no les diese una última finalidad de vida. Que aquí, en el sentido del “para qué” está el toque.

Pues este mismo Alejo Venegas, en la Breve declaración de las sentencias y vocablos oscuros que en el Libro del tránsito de la muerte se hallan, nos dice: “Acuerdóme aquí de lo que dijo un día Atanasio, el menor de los hijos de casa. Diole un dolor de ijada, y él, como era tan niño, no sabía qué cosa era ijada, y después de haberse hartado de llorar y de decir: “¡ay que me duele, ay que me duele”, dijo con un gran descuido a su madre: “Señora, ¿adónde me duele que me duele mucho?” Y bien con haberle dicho su señora madre que en la ijada, no le habría dicho nada. Como no remedian los médicos una enfermedad con sólo ponerle un nombre. No cuando el pueblo dice que adonde le duele que le duele mucho, se arregla el dolor con hablarle de la holganza y de la ignorancia.

“¿Es que se arregla más —se nos preguntará— con declararle la raíz última de sus males y cómo ha de acomodarse a ellos?” En aquellos tiempos de Alejo Venegas, en que los pobres españoles —¡ pobres, pobres, pobres !— sentían que el entregarse a oficios mecánicos les era como sacar agua del pozo con un cedazo y que no represarían un dinero que no valdría nada fuera de España —ni dentro de ella— y sentían que los consejos que les daban no aclaraban el sentido y fin de sus vidas; en aquellos tiempos el ansia de vivir, o mejor, el ansia de sobrevivir, les dio un ensueño, les dio un consuelo de haber nacido a morirse. Y holgazanes e ignorantes se dieron a soñar una patria última y definitiva. Y este ensueño, por maravilla, les hizo trabajar en él, en el ensueño, y estudiarlo. Y así, si es que se murieron de ensueño, de soñar, no se murieron de sueño, de dormir. A pesar, siglo después, de Miguel de Molinos, el de nuestra castiza nada, el del quietismo, el del silencio de pensamiento, el aragonés tan nuestro.

Sí, ya lo sé, ya lo sé; ya sé que a algún lector se le encabritará el ánimo ante semejantes crudas revelaciones y hasta me echará en cara, en reproche, el que las largo deteniéndome en un desmesurado saboreo de ellas y de su picor; pero es que, lector, me está desazonando el observar cómo se hinchan ilusiones de un porvenir de riqueza y de sabiduría y de bienestar, en una España renovada por arte mágica. ¿Que mejoraremos?, ¿quién lo duda? Pero hay que poner tope a las ilusiones. Y sobre todo hay que pensar para qué; esto es: en el para qué del para qué; para qué fin —esa mejoría—. Y si no es mejor el opio —que dijo Lenin— de morir dormido.

martes, 29 de agosto de 2017

La raza es la lengua

El Día Gráfico (Barcelona), 13 de octubre de 1932

¡La fiesta de la Raza! ¿Pero qué es eso de la raza? ¿La de los llamados racistas o nacionalistas ciento por ciento? O es el concepto que pertenece a eso que se suele llamar antropología y no es sino zoología más o menos humana? ¿Qué es eso de la raza ―raza latina, raza ibérica, etc.― que tan palabreramente se encarece y pondera? Empecemos, pues, por la palabra misma: raza.

La palabra raza ―ya lo hemos dicho otras veces y habrá que repetirlo otras más― es una  palabra que del romance castellano pasó a otros idiomas. La palabra raza es melliza de raya, como bazo lo es de bayo y otros casos así, y deriva del latín radia. Raza es raya o línea. y así se habla en Castilla de una raza de sol, y se le llama raza a la hebra de un tejido. Y se aplicó luego a la línea,  no  en espacio sino en tiempo, a lo que se llamó también linaje, que de línea deriva. Raza, linaje, casta es lo mismo. Y por otra parte tenemos abolengo, que viene de abuelo. “Viene ―decimos de uno― en línea directa de...” tal o cual antepasado. Podríamos decir “en raza directa”. Aunque esto de lo directo… ¿Es que uno procede de aquel tatarabuelo cuyo apellido lleva más que de los otros quince, pues que fueron dieciséis?

Pero este sentido corporal, zoológico, de la raza, no es el que en la historia humana, en la verdadera historia, tiene valor y validez y valía. La raza es aquí algo espiritual, y el espíritu es, ante todo y sobre todo palabra. La línea, la raza que une y aúna en la historia a las generaciones, la que hace la continuidad y la comunidad de ellas, es el lenguaje en su sentido más íntimo. Que aunque cambie es continuo y es el mismo. Aunque una palabra que hoy usemos no quiera decir lo mismo que decía en el Quijote o en el Poema del Cid, es la misma, como el río es el mismo, aunque las aguas cambien. La raza espiritual, histórica, humanamente nos la da el habla, el lenguaje. Es lo que nos une, lo que nos hace comunidad, lo que nos da comunión en el espacio y en el tiempo. Lo que nos hace de la misma raza, del mismo linaje, de la misma línea, de la misma comunidad de los que con Colón exclamaron: “¡tierra!” a la vista de América recién nacida a la historia, es nuestro lenguaje.

Una vez en París le oímos a un negro haitiano, tan negro como el betún, a un compatriota de aquel heroico Toussaint-Louverture, decir: “nosotros los latinos...” y otro latino, este blanco y español, me dio con el codo, y yo le dije: “¿por qué? ¿Es que no piensa ―y por lo tanto siente― de nacimiento, de nación, en francés, que es una lengua latina? ¿Es que el espíritu no está tejido con palabras? Ese negro es mucho más latino que un hijo corporal de latinos que no piense sino en sueco, o en ruso, o en árabe...” Porque así es. Y si uno de esos excelentes poetas negros de los Estados Unidos de la América del Norte se pretendiera no ya americano sino anglo-sajón o inglés, tendría razón pues que al englishspeaking folk, al pueblo de habla inglesa, pertenece. Como a la razón de lengua española, a la raza latina española, castellana, pertenece Nicolás Guillén, el gran poeta cubano de hoy. Que cultiva el especial dialecto castellano negro de los negros de Cuba. ¿O es que no era latino hispánico, español, aquel indio mejicano ―acaso de pura sangre corporal indiana― que fue Benito Juárez, uno de los padres de la República de Méjico? ¿Y no fue latino y español, hondamente español, aquel José Rizal que en castellano despidió, antes de sufrir muerte de martirio, a su Filipinas, y no en tagalo? Y acaso tampoco tuvo gota de sangre corporal europea, aunque sí china.

La fiesta, pues, de la raza debería ser una fiesta de la lengua. Y así como en el sentido corporal, material, físico, no todos los hombres nacidos contribuyen a la continuidad de su especie, pues muchos se mueren sin dejar descendencia ―y si la deja suele ser, muchas veces, peor― así en sentido espiritual, psíquico, muchos, acaso los más, no dejan rastro ni reguero, pues ni enriquecen, ni conservan, ni fijan el lenguaje común. Y hay quienes no trasmitiendo su sangre corporal, la trasmiten deparada y enriquecida. Y esta trasmisión es la tradición, tradición en progreso. Y tradición que corresponde a la apetencia de la conciencia común que pide perpetuidad, que pide perpetuación. Y es a la vez el modo como un pueblo, una nación, se conserva y se perpetúa. ¿Qué nos importa que una parte de nuestra comunidad espiritual, de nuestra raza espiritual, se separe políticamente de nosotros si sigue pensando ―y por lo tanto sintiendo, lo repito― con nuestra misma sangre espiritual, con nuestro mismo lenguaje? Y por otra parte se puede hablar de una raza norteamericana, pues los nativos todos de los Estados Unidos ―que es una verdadera Federación, esto es, una verdadera Unión, una unidad―, sea cual fuere el origen de su sangre material, piensan y siente en inglés. Y no se puede hablar de una raza suiza ni de una raza belga.

¿Fiesta de la Raza? En Italia, antes de su unificación, en 1861, siendo en Turín ministro de Instrucción Pública del Reino del Piamonte y la Cerdeña aquel excelso espíritu que fue Francesco de Sanchis, inició la que luego fue la Sociedad Dante Alighieri para difundir la lengua, o sea la cultura, italiana en América, en Túnez, en Alejandría, en Egipto, en Trento, en Córcega, en Malta, en el Tesino y… en la Italia misma. Y en el mismo Piamonte dialectal. Celebró su primer Congreso en Roma en 1890, y fueron presidentes de ella Ruggiero Bonghi, Ernesto Nathan, Pasquale Villari…

Si aquí se formara una Sociedad Cervantes ―o Quevedo― no tendría más que hacer fuera de las tierras de romance castellano, que en estas mismas. Porque conciencia de raza es conciencia de lengua y lo más de los que piensen y sienten hoy en castellano, dentro y fuera de España, lo hacen inconscientemente. Les falta la conciencia, la reflexión, y con ella la religiosidad de la lengua, de la raza. Porque hay una religiosidad lingüística. Y esta religiosidad es el hecho integral de la gran raza hispánica de Ambos Mundos.

lunes, 28 de agosto de 2017

En confidencia

El Sol (Madrid), 9 de octubre de 1932

¿Por que no hemos de poder tratar alguna vez, lector amigo ―o enemigo, que es igual―, de nuestras relaciones mutuas, de nuestro modo de entendernos recíprocamente? No ya del contenido. Sino del continente. Que esto por ser periódico, es ya costumbre. Y más que recibo de vez en cuando cartas con avisos y amonestaciones, y que diga de esto o de lo otro, o que no diga de ello, o que de otra manera. Alguno, que en lenguaje liso y llano. ¿Liso y llano? ¿Qué es eso? ¿Y para qué? ¿Para no tener que mirar al suelo por miedo de tropezar? ¡Quia, no! ¿Empavimentar el artículo con lugares comunes, tópicos y frases hechas de modo que la atención pueda dormirse? ¿Que no encuentre el lector más que lo que esperaba encontrar?

Y luego, para entre nosotros, estoy harto de conferencias y desearía poder no dejarme arrastrar a hablar en público. Porque ¡me es tan penoso tener que ir al paso de la atención del oyente o repetir y alargar lo dicho! ¿Del oyente? Del oyente, no, sino de los oyentes, del auditorio, que es lo malo. Que no se habla a cada uno de ellos, sino a la masa. Y una masa de hombres se compone de hombres de masa, macizos, aunque luego, separados ya, vuelvan a ser cada cual el que por sí mismo se es. En cambio, aquí nos las hemos, lector —no lectores—, entre nosotros dos solos, y si no me entendieres, déjalo, déjame, que no me quedaré solo. Y sé que el dejarme provendrá en ti, no de dejamiento —¡cuánto lo ponderaban nuestros ascéticos!—, sino de dejadez.

Y puesto a confidencias, ¿sabes lo que me pasa ya cuando tengo que hablar —tener que, ¡terrible cosa!— en público? Pues que me quito las gafas —lo que empezó para poder leer el guión de notas— para no ver sino una masa confusa, una verdadera masa, para que no me distraiga ni desvíe la cara personal de uno cualquiera de los que me oyen, y poder así dar un tono impersonal, oratorio, lo menos lírico, lo menos confidencial, a lo que diga. Y entonces me quedo fuera de mi elemento propio, en eso que llaman lo objetivo. Un predicador que yo conocía solía decir que el que se dedica al púlpito tiene que dejar el confesonario —y a la vez, el que se dedique a éste no servirá para aquél, supongo—, y esto, lo que vengo haciendo aquí, es confesonario. Es a cada uno de vosotros, lectores amigos —y alguno enemigo—, a quien me dirijo. Y si tanto de mí mismo —aunque alguna vez me llame “uno”, en vez de “yo”― hablo es porque a ti mismo, lector, y no a otro me dirijo. Y así contesto a cartas privadas vuestras, a avisos, a amonestaciones, a preguntas, a objeciones. Y me evito el contestarlas también por mi parte privadamente. Como tampoco a entrevisteros o entremetidos, pues no quiero que se entremeta nadie entre tú y yo, ni que haga de truchimán. No, nada de que me traduzcan. ¿Que no me entienden bien? Pues aprende mi lengua, nuestra lengua, o déjalo. Y si la aprendes, si la aprendemos de consuno, deja que así, al desgaire, desencadenemos —esto es, libertemos— lugares comunes para hacérnoslos propios. Y propio el sentido común.

Y a éste último propósito, alguno de vosotros me ha preguntado que si lo que más me propongo es hacer lengua y más buscar la expresión que lo expresado. ¡Pues claro! Pero es que lo expresado es la expresión misma. Y así, busco por mis esfuerzos para expresarme el que tú, lector, te esfuerces por expresarte, acaso en contradicción conmigo. Y expresarse es exprimirse. Que te exprimas, pues. Y hacernos lengua común es hacernos comunidad y comunión. Y trabajando uno en hacerse lengua para otros, se hace a sí mismo y se enriquece y acrece para enriquecer y acrecer a otros, a los que le oigan. Que la lengua es caudal común, y quien la mejora mejora a la comunidad. Y ¡si supieras, lector amigo, lo que es este empeño y menester de aclarar, fijar y acrecentar el modo de entendernos! ¡Si supieras bien lo que es este oficio de escritor público cuando es algo más que ganapanería? Oye uno para poder hablar, lee para poder escribir, esto es, consume para poder producir. O, mejor, se consume para poder producirse, y se produce para recobrarse a sí mismo de la propia consunción. Y cuenta que producirse es reproducirse, reproducirse en otros, y siempre con el hipo de poder dejar en la vida común de este mundo, en su historia, rastro y reguero. ¿Y cuál mejor modo de ir haciendo y rehaciendo este nuestro bien común que es la lengua con que nos entendemos? Créeme que los que hagamos lengua haremos pensamiento y sentido comunes.

¿O es que quieres que venga acá a ofrecerte soluciones? ¡Dios me libre y Dios te libre de ello! ¿Soluciones, y sobre todo eso que llaman soluciones concretas? No es mi menester ni mi empeño el ofrecértelas. Yo no vengo a proponerte soluciones, sino a ayudarte a que pongas claridad y densidad en tus propias cavilaciones, si es que las tienes. Y si no las tienes, peor para ti. Yo vengo a presentarte visiones, y previsiones, y expectaciones, y a que, merced a mi obra, trabajes en ellas. ¿A que te dé ideas? Nadie da a otro ideas, sino, a lo sumo, le ayuda a que se las dé él a sí mismo. ¿Y cómo? Estimulándole a que se exprese. Y si Sócrates se llamaba a sí mismo partero —hijo de partera fue—, es que con sus exámenes obligaba a sus oyentes a que parieran, es decir, a que expresaran, sus propias ideas, las que, de sus propias sensaciones se les cuajaban. Fue partero y escultor, que es lo mismo. ¿Crees, por ejemplo, lector amigo, que te voy yo a dar la idea de República? Que no la tienen los más de los que se dicen, por decirse algo, republicanos. No; él contenido expresivo de esa palabra, república, en general, sin más que un valor sentimental, y aún menos, ritual, tienes que buscártelo tú mismo. Como no quieras que sea el santo y seña de una clientela.

Y todo esto, al fin de cuenta, es que conversando así —y conversar es convertirse, como expresar es exprimirse— nos hagamos del lenguaje común, que es la verdadera patria de nuestros espíritus, algo vivo, en creación y re-creación continua. ¿Te parece poco, lector amigo? Y basta de confidencia.

domingo, 27 de agosto de 2017

Clérigos y tercios

El Sol (Madrid), 2 de octubre de 1932

Viene uno… —aunque es ya vez de dejar este socorrido truco de estilo eufemístico y de volver al natural e ingenuo yo, al que dicen satánico...—, vengo bajo la impresión del alud de muchachos y muchachas que está cayendo sobre los centros de enseñanza a la espera de una futura República española de empleados públicos —no propiamente trabajadores—, y de bachilleres desde luego, y vengo de una región castellana que empieza a estar sacudida por el vendaval de la reforma agraria y donde el campo ceñudo espurría almas a las villas y ciudades. Y ello me ha hecho volver de nuevo a la visión de aquella vieja España a que queremos y creemos renovar. ¡Renovación nos dé Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética —más que mística—, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias —tejedores, ferrones, curtidores...— se arruinaban y se despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber.

¿Es que a aquellos picaros eclesiásticos o castrenses les llevaban al convento o al cuartel vocación religiosa o vocación belicosa? Nada de eso. Era un proceso económico que ilustrarían más tarde Malthus y Carlos Marx, eran el ejército de reserva del proletariado de que hablaría éste, eran el excedente de población pobladora, los que no podían emparejar ni fundar hogares. El genio de la especie de que decía Schopenhauer, el que para propagarse ayunta varón y hembra, ese mismo genio se enfrena, se contiene —en cierto modo se castra—, y a las veces llega a suicidios parciales. ¡En cuántas guerras el resorte íntimo, inconciente para los que le obedecen, no es más que una cura quirúrgica de la sobrepoblación! Y en este caso, tanto la recluta monástica —o eclesiástica en general— como la militar, no eran más que casos de leva malthusiana de poda. Y luego la sangría a las Américas, a poblarlas de criollos y de mestizos. ¡Triste casta aquella de segundones! Los clérigos eran los verdaderos maestros del pueblo, los sucesores de los pedagogos de la decadencia romana, como aquel Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo —inmortal gracias a clérigos así—, y en cuanto a los pobres mercenarios de las armas, el ejército español fue siempre un ejército de indigentes, casi de mendigos, sin que apenas los llamados grandes de España lo comandaran, que aquí no hubo propiamente feudalismo ni muchos ricos hombres de muchos calderones, sino menesterosos soldados que por mezquino sueldo se iban a servir al rey.

Uno de éstos, Cervantes. Y en él nació el alma inmortal del pobre hidalgo lugareño, de Alonso Quijano el Bueno, el de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, aquel cuyas tres partes de hacienda consumía una menguada dieta, ocioso lo más del año y soñando imperios. Todo menos un burgués, que en España no ha habido —por maldición del sino— verdadera burguesía. Para burgueses, aquellos orondos mercaderes de los Países Bajos que se nos presentan, satisfechos de la vida, en los cuadros flamencos. ¿Pero en España?, ¡en España, no! No tuvimos burguesía. No lo era aquella cuitada clase media que armó el tumulto de las Comunidades de Castilla. ¿Clase media? Pero ¿entre qué?

¿Y hoy? Hoy los que entonces se habrían recogido al claustro, a la colegiata, al beneficio canónico o al real del campamento, hoy asaltan la matrícula de la bachillería. Clérigos laicos y tercios paisanos. Siguen los tiempos. ¿Qué importa que no se alisten bajo la cruz o bajo la bandera, que no vistan sayal eclesiástico o uniforme militar? ¿Y a dónde si no se van a ir? La adusta tierra ni alimenta ni viste —ni entretiene y divierte, que es acaso peor—a ese sobrante de sus hijos. La industria en estas mesetas, en estas cuencas de los grandes ríos centrales, no puede medrar.

Esta es la verdad verdadera. Y el cultivo del campo... Ah, dejémonos del señorío; los pequeños propietarios, casi pegujareros, los colonos, los arrendatarios huyen de una masa campesina sobre que sopla un viento no de locura, sino de insensatez, y pronto veremos una lucha como la de los kulakes moscovitas contra las comunidades agrarias. Digan lo que dijeren los señoritos comunistas. Masas que en ciertas regiones —menos en Castilla— no quieren tierra, sino harto jornal y poco y flojo trabajo. Que ésta es la verdad verdadera, la verdad liberadora, la cruz de la verdad.

¿Que por qué me complazco en estas visiones trágicas? Es que ellas curan de ensueños que llevan a mayor tragedia. Es que ellas llevan a buscar el remedio en otros ideales que los de un arregosto de bienestar engañoso. Que si aquellos clérigos y aquellos soldados trataron de consagrar y santificar el instinto malthusiano que les llevaba al sacrificio con ideales de gloria celestial o terrenal, de fe cristiana o de honor caballeresco, que estos venideros empleados, funcionarios de Estado, se hagan un ideal de sacrificios, que no crean que la nueva España, la republicana, va a ser una próvida Jauja, que no se les antoje tomar en serio aquella candorosa declaración del artículo 45 de la Constitución de la República Española —“República democrática de trabajadores de toda clase”, ¿de toda clase, eh?— de que “asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”. Digna ¿de qué? Que se forjen más bien una religión civil y laica sobre los eternos cimientos de la antigua religión cristiana y caballeresca. ¡Y a sobrevivir!

sábado, 26 de agosto de 2017

Visiones y palillos

El Sol (Madrid), 29 de septiembre de 1932

Preocupado uno con eso de los incendios de templos y otros actos así de salvajería, he aquí que le llegan las revelaciones atribuidas a la Madre María Rafols, fundadora de la Orden de Santa Ana, escritos que se dice, el uno hecho en Villafranca del Panadés, el 19 de abril de 1815, y el otro en Huesca el 1 de julio de 1836. Los edita un jesuita de Zaragoza. Fue hechura de ellos, de los jesuitas, la Madre Rafols. Uno de éstos bendijo el milagroso crucifijo de la visionaria, y le aplicó “muchas indulgencias”, lo que nos hace recordar la causa ocasional del estallido de la Reforma luterana. A la Madre María Rafols se le aparecía de cuando en cuando Cristo; pero no el Jesús de Santa Teresa, que era de visión intelectual y no visible y era mudo. Este otro es, como el de Margarita María de Alacoque, un Cristo parlanchín, que larga parlamentos untuosos y almibarados. Y en ellos le revelaba a la M. Rafols lo que habría de ocurrir un siglo después, ahora, de 1931 en adelante. Le anunció el Cristo que sus revelaciones aparecerían en estos nuestros tiempos. Que Pío XI —¡así!— establecería la fiesta de Cristo-Rey. Que el escrito de su sierva oyente sería encontrado en enero de 1932. Que la época de persecución empezaría abiertamente en el año 1931, cuando habría de empezar su Reinado en España. No el reinado del Cristo, cuyo reino no es de este mundo, sino del Sagrado Corazón de la Compañía. Que las mujeres habrían de usar vestidos impúdicos. Que se habría de quitar “de la vista de sus pequeñuelos su imagen” y se prohibiría enseñarles su “doctrina divina”. Y además, ¡es claro!, le revelaba ese Cristo a la M. Rafols que quería que no hubiese en España ni provincia, ni pueblo, ni aldea, ni individuo en que no reinara el consabido Corazón S. J., consagrado en cátedras y oficinas, y representada su insignia “hasta en la bandera de mi amada España” —le dijo—, pues “Él es el que me está dictando todo lo que escribo”, se lee en el escrito que por inspiración divina había de encontrarlo en el Archivo del Hospital de Zaragoza una de las hijas de la Orden de Santa Ana el 29 de enero de este año. Y basta de referencias.

El Jesús invisible de Santa Teresa de Jesús no se entretenía con ésta en tales parlamentos, ni le hacía vaticinios agoreros. Verdad es que en aquella época, que era la de los alumbrados y visionarios, la Inquisición andaba muy despierta para ahogar materializaciones y milagrerías mágicas. Fue mucho más tarde, hace cosa de un siglo, cuando se le quiso hacer de agorero al corazón de la santa, que se ofrece a la veneración de sus devotos en el convento de Alba de Tormes, donde ella murió y se conserva su cuerpo. Y fue que en el fondo de la ampolla de cristal donde, montado en unos alambrillos, está ese corazón, apareció, en días de persecución al clero regular, una que dijeron espina, y tiempo después otra, y luego otra, y así unas pocas; no recordamos su número. Y empezó a resonar entre la gente beata el milagro de las espinas del corazón de Santa Teresa. Las vimos muchos y se sacaron fotografías de ellas y se reprodujeron en estampa. En el archivo de esta Universidad de Salamanca se conservaba un divertido escrito de una comisión de doctores que fue a informar sobre semejante milagro, y a la que, ¡claro!, no se le permitió sacar las tales espinas de la ampolla para analizarlas. Aquel naturalista que fue D. Manuel M. José de Galdo, muy mentado un tiempo, salió conque debían de ser unas fungosidades brotadas del poso de polvillo cardíaco. Aquel Francisco Fernández Villegas, “Zeda”, escribió, por su parte, que acaso por falta de fe no logró verlas cuando las vimos todos los que las miramos, entre ellos el que os dice. En los libros que sobre su Santa escribían los carmelitas se encarecía y comentaba el espinoso milagro.

Y quién sabe si ahora no habrían aparecido algunas espinas milagrosas más a no ser por cierto paso que dio la Orden del Carmelo para que se reconociese por Roma el milagro y hasta se hiciese mención de él en el correspondiente rezo canónico. Roma encargó información al ordinario, al prelado de la diócesis de Salamanca, que a la sazón lo era el P. Cámara, agustino. El cual se fue a Alba de Tormes, entró en clausura, reunió a la comunidad conminándola a decir la verdad, y sacó de la ampolla el corazón y con él unos palillos mondadientes. Y entonces las ingenuas monjitas declararon que había sido costumbre de personas devotas de la Santa llevarse objetos de culto ―estampitas, escapularios, medallitas, rosarios...― tocados con el corazón, y como el toque inmediato apenas era hacedero, se tocaba a aquel con un palillo mondadientes, y luego con éste al amuleto para transmitirle la virtud mágica, y que en algunos casos el mágico palillo trasmisor se caería al fondo de la amipolla convirtiéndose así en espina milagrosa y agorera. Hizo el prelado limpiar la ampolla y mondarla de mondadientes, y reponer, ya sin ellos, el corazón y recoger las fotografías y estampas del milagro y publicar en el boletín eclesiástico de la diócesis un muy cuidado documento para dar fin y quito a la superchería y que no se hablase más de ella. No sabemos si de no haber venido la orden de Roma habría hecho lo de aquel otro obispo, éste de Plasencia, e integrista él, que, al enterarse de que había surgido una monja milagrera, exclamó: “¿Cómo?, ¿milagros en mi diócesis y sin mi permiso? Los prohíbo, y si siguen es que son del demonio.” Y no siguió la milagrería monástica.

Dícese que van a reanudarse las visionerías de Ezquioga. ¿Será que los padres de la Compañía, los del fantasma parlanchín de las M. M. Alacoque y Rafols quieren, a fuerza de milagros de magia o tramoya, llegar a que su “insignia” campee en “la bandera de su amada España”?

¿Y qué relación tiene todo esto con mozos petroleros y pistoleros y con estanislaos y luises? Ah, es que con magia milagrera, con supercherías de fetiches y amuletos, a que acaso se apliquen indulgencias, con visiones y audiciones histéricas, con agüeros y hechicerías, no se alumbra, sino que se entierra y entenebrece el misterio de la religiosidad. Ni una religión así, materializada, de ojos y oídos de carne, es tal religión ni cosa que lo valga. Ni tiene que ver con el Cristo espiritual, cuyo reino no es de este mundo de la Compañía.

viernes, 25 de agosto de 2017

Mozalbetes anárquicos

El Sol (Madrid), 25 de septiembre de 1932

Hace unos días, visitando en romería patriótica —no meramente turística— uno de esos lugares en que la vida civil histórica se estanca, en que el espíritu público se arruina, fuimos a dar en el menguado escaparate de una tenducha de artículos de papel con la exposición de unos cuantos números de esos semanarios de portadas pornográficas. Acaso no siempre corresponde el texto a la portada. Y nos invadió una entrañada amargura al ver a qué cebo hay que acudir para atraer lectores. El semanario se llamaba de “biblioteca galante”. Y supimos que en todos los lugarones y villorrios y villas, así como en las ciudades, es lo que más se lee. Sentimos desesperanza por la salud, no ya sólo corporal y espiritual de nuestro pueblo, sobre todo de su mocedad, sino por su salud mental, por la entereza de su entendimiento. “Esto lleva a la estupidización de nuestra juventud” —nos dijimos—. Y a la esterilización de su imaginativa. Porque esos cosquilleos y hurgamientos de la imaginación en pubertad no hacen sino esterilizarla. Esterilizan la imaginación y esterilizan la civilidad. No llevan al supuesto pecado original que prevenía, según el texto bíblico, de la tentación del saber, de haber probado del árbol de la ciencia del bien y del mal, sino que llevan o al tétrico pecado solitario o a perversiones de infecundidad. “¿Qué generación saldrá de aquí?” —nos preguntamos.

Volvimos de la romería, entristecido el ánimo con tristes presentimientos, cuando al llegar a Madrid leímos el relato de la fechoría de aquel grupo de mozalbetes —los consabidos mozalbetes—de catorce a dieciséis años, que, provistos de un montón de esteras, harpilleras y otros trapos que habían antes rociado de gasolina, prendieron fuego a la cancela del templo del Buen Suceso al grito de: “¡Viva la anarquía!” Y al punto relacionamos esta salvaje fechoría de los mozalbetes petroleros con lo de la biblioteca galante y demás literatura pornográfica. Porque esos chiquillos, pollitos a quienes empiezan a apuntar los espolones, ni son anarquistas, ni saben lo que es el anarquismo y menos la anarquía. Su comezón morbosa —su prurito— no es de origen ideal o conceptual. Ni de que vayan a incendiar iglesias se deduce que sean anti-religiosos o ateos. Es que, ante todo, es menos expuesto ir a prender fuego a un templo, casi siempre indefenso, que a una fábrica o a un Banco o a un comercio. No; lo que a esos rapazuelos —los dos a quienes se prendió tienen catorce años cada uno— les lleva a esa más que otra cosa estupidez es lo que se llamaría hoy un complejo sensual. Ha de ser una vacía imaginación púber azuzada por turbias pre-sensaciones. Pre-sensaciones engendradoras de pre-sentimientos. Esos rapazuelos no suelen tener novias al modo romántico. Cuando más, se preparan a tener la que, adultos ya, llamarán su “compañera”. Porque decir: “mi mujer”, a lo hombre, creen que hace presumir rendimiento a la sociedad que hay que destruir. Ni esos rapazuelos sedicentes anarquistas —¡qué saben ellos de anarquía!— tienen novia, a lo romántico, ni saben de hondas inquietudes espirituales. Lo suyo es un juego deportivo y cinematográfico. Han nutrido el ánimo de pornografía estúpida y de truculencias pseudo-revolucionarias. Y el ir a pegar fuego a un templo religioso es, más que otra cosa, un acto de sadismo. No les guía otra sensación —no sentimiento— que la que guió a Nerón a pegar fuego a parte de Roma para declamar, al resplandor de las llamas, unos sonoros hexámetros y culpar luego a los cristianos. En el fondo, esa acción de los mozalbetes petroleros es una acción de lujuria precoz. De lujuria precoz en el sentido en que se habla de demencia precoz. De esa lujuria que se abraza con el hambre, así como el amor se abraza con la muerte. ¡Y cómo lo sentía y lo cantaba Leopardi!

Es como cuando leíamos el relato de las sangrientas refriegas que en nuestra nativa tierra vizcaína ocurren entre la juventud socialista y la nacionalista. Casos en que el socialismo y el nacionalismo ni tienen nada de ideal, de conceptual, ni siquiera de sentimental, sino que son mero achaque para andar a tiros los unos con los otros. El tiroteo, sea por lo que fuere, es la finalidad. Y en ello suelen unirse a alicientes de origen sensual —sexual— excitante de espíritu... de vino. No hay nada más indigente que la ideología de esas juventudes de pistola o de petróleo.

El problema de nuestras juventudes revolucionarias o contra-revolucionarias, de lo que se llama extremos, no es problema de idealidad ni de idealismo. Esta tremenda juventud padece desgana, de perpetuidad, loco apetito de goce de la vida que pasa. Y de goce, de arregosto más bien, de sensaciones fuertes, de picante que les abrase las entrañas. Hay quien de ellos no quiere morirse sin regodearse en la catástrofe caótica. O en el caos catastrófico. Y ello no es cosa doctrinal, conceptual, intelectual. Los que se dicen anarquistas, por ejemplo, no son sino anárquicos.

¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Ha sido cosa de doctrinas de esas que llaman disolventes? Creemos que es otra cosa, que es un morbo de otras raíces. Más bien de falta de doctrinas; de falta, sobre todo, de un sobretemporal “para qué” de vida, de un sentido de eternización histórica y de comunidad universal. A lo que no proveyeron los que educaron aquellos estanislaos —o kotskas— y aquellos luises —o gonzagas— de que los pendencieros de derecha proceden. Los que se recogen en los templos a que van a prender fuego los que se suponen a sí mismos anarquistas, esos adolecen de la misma dolencia que éstos. Mas venimos a encontrarnos en punto que merece aparte.

jueves, 24 de agosto de 2017

Dos lugares, dos ciudades

El Sol (Madrid), 23 de septiembre de 1932

En nuestras andanzas por tierras de España para ir atesorando visiones españolas, otra vez hemos cruzado la soledad fecunda de la Mancha, reposadero y a la par acicate para el ánimo. Llano que nos convida a lanzarnos al horizonte que se nos pierde de vista según se gana, que no se pierde, en el cielo; que nos llama al más allá. Y es que el horizonte terrestre se funde con el celeste y se aúnan. Porque horizonte, la palabra griega, vale por definiente, limitante o lindante, es la línea lindera y lo es de cielo y tierra. Un lindero tanto une como separa dos términos. Y en la Mancha el lindero es común. La tierra sembrada en grandísima parte, de viñas que recogen luz —más que calor— solar para hacer, dulzor que se cuece, el jugo que será consuelo en el sueño de la vida. Uvas, y luego vino, morados, de este color a la moda neo-republicana, color al margen del arco iris, mestizo e impuro, que ni se distingue bien y que pronto se desvae y se vuelve lila y al cabo se destiñe del todo. Y que es muy discutible que sea el color castellano comunero.

De esta tierra, de esta Mancha, de un lugarón manchego, al romper del alba, cuando el sol iba a salir de la tierra, su reino de la noche, para subir al cielo, su reino del día, y cuando iba a brotar del lindero común, salió Don Quijote. Y al romper del alba, también mientras los niños de coro cantaban misa del alba, salió de tierra —¡cómo nos lo cuenta el P. Sigüenza, el jerónimo!— Felipe II en el Escorial. Otro solitario. Que solitario fue Nuestro Señor Don Quijote. Y solitario en el otro sentido, el de soltero. Tío y no padre; tío de su pobre sobrina, huérfana de padres. Sólo y solitario vio en sus mañanas de caza cómo los molinos de viento molían… aire. Y se perdieron sus ensueños en el doble horizonte. Y ahora cruzaba uno esta Mancha, la misma, soñando allendidades españolas. Y soñando también antigüedades prehistóricas, cuando esto acaso fue bosque. Después páramo, estepa. De vastos llanos así, de estepas asiáticas, salieron los conquistadores ante cuyos corceles se ensanchaba la tierra.

Otras veces, al cruzar estas tierras, habíamos pasado a la vista de Chinchilla, y la curiosidad se nos iba hacia aquella fortaleza —el penal—, que es todo lo que desde el tren se ve. Una sola vez la flanqueamos de cerca. Pero ahora entramos en ella, en la noble ciudad de Chinchilla de Monte Aragón, cabeza que fue de extremadura —esto es: de avanzada, de frontera—, y cabeza del marquesado de Villena, cuyo escudo heráldico sella cada uno de los viejos cubos de la muralla sobre que se fabricó, arruinando el castillo, el presidio. Porque Chinchilla se derrumba sin rumbo y más bien se vacía, se despuebla de almas. En sus caserones solariegos, blasonados, tras de las rejas vagan las sombras espirituales de los antiguos hidalgos de alcurnia, madrugadores y amigos de la caza, como Don Quijote, algunos, y los rótulos de algunas calles les recuerdan. Una de éstas lleva el nombre de Emilio Castelar, porque en una de sus casas se albergó, en visita a un amigo, el tribuno. Hay tradición de que también se albergó en Chinchilla San Vicente Ferrer, el apóstol levantino. Hay calles que trepan al morro del castillo, hasta en escalones, y podrían llamarse como una de ellas: calle de Tentetieso. Al pie de castillo, del penal, cuevas socavadas en el suelo y enjalbegadas a la moruna de modo que el encalado alegre la resignada miseria troglodítica.

En la plaza —allí la casa del concejo con la efigie, en piedra, de Carlos III— peso de largos olvidos. Nos acercamos a una pobre tenducha de los soportales, donde se vendía impresos y entre estos unos cuadernos o tomitos de una biblioteca llamada “galante”. Se nos subió al cuello el más agrio gusto quevedesco, lo más triste de nuestra picaresca. No es el trágico abrazo del amor y la muerte, sino el más trágico aún de la rijosidad y la penuria. Publicaciones así se cuelan, o a hurtadillas o a las claras, por nuestras ciudades, villas y villorrios y nos hablan de otro derrumbe. El pobre hidalgüelo venido a menos no se embriaga ya con libros de caballerías. Y aquí, en esta Chinchilla que se deshace, que se despuebla de almas, del barro de que se hicieron sus murallas, sus casas de tapial, del barro de que se hicieron también sus hombres, de esa arcilla, han hecho pucheros, ollas, obra de rústica alfarería, y tejas y ladrillos.

Desde Chinchilla de Monte Aragón a la nueva ciudad de Albacete, de la que sus hijos, más bien sus padres, dicen, no sin cierto orgullo, que no tiene historia, queriendo decir que no tiene arqueología. Los albaceteños hablan de Albacete como de algo que han visto hacerse, que ven cómo se sigue haciendo. Edificios nuevos de una modesta monumentalidad barroca y bancaria. En el de un Banco, gárgolas de erudición arquitectónica, sacadas de algún grabado, y que parecen reírse de la clientela. Corona al Colegio notarial una fornida jamona de piedra que representa a la Fe, pero no la de la virtud teologal, sino la de la notarial. Anejo a la ciudad, el Parque, pinar espacioso y bien plantado que alegra cielo, tierra, pecho y vista. En Albacete no hay el polvo de derrumbe de Chinchilla, a pesar de lo cual abundan los limpiabotas, menester tan típicamente español.

La Feria es, y merece serlo, el orgullo de Albacete. De ella ha brotado acaso la ciudad, una ciudad mercadera. Descendientes de aquellos antiguos trajinantes manchegos, de aquellos arrieros que animaban las ventas cervantinas, han hecho del mercado la urbe moderna, gracias, sobre todo, al ferrocarril que hace nacer nueva vida en poblados perdidos en medio del campo, sin río, en tierra a secas. Y en esta nueva ciudad un hasta suntuoso Instituto de segunda enseñanza, junto al fresco verdor del Parque, ahora en que casi todo español aspira, en vista ¡claro! de empleo, a hacerse bachiller. Que siquiera estos venideros Sansones, Carrascos no nutran sus ayunos y sus holganzas con rijosidades de bibliotequilla galante. Esperemos que se lo impedirán las sobrinas de los ingeniosos hidalgos de hogaño que van también, y en vista también ¡claro! de empleo, para bachilleras diplomadas. Triste sería que del barro tradicional de la fábrica de España tuvieran nuestros nietos que hacer no más que pucheros para el garbanzo y ollas ciegas para roñados ochavos. ¡Y adiós alquimia del Marqués de Villena, el de la leyendaria cueva de Salamanca, en que bordó sueños también Cervantes!

miércoles, 23 de agosto de 2017

En la Plaza Mayor de Salamanca

El Sol (Madrid), 18 de septiembre de 1932

Feria provinciana, en la ciudad después de una buena cosecha en el campo que la circunda. En el ferial, pasado el puente romano sobre el Tormes —ahora en estiaje—, el ganado. Los campesinos invaden la ciudad; van a los toros, a las corridas de feria, a volver a ver los monumentos y la “historia natural” del Instituto. Después de la corrida el gentío se congrega en la plaza Mayor. En sus soportales, donde la muchedumbre adopta —nos solía decir Guerra Junqueiro— movimientos rítmicos, mosconeo y vaho de masa humana endomingada.

¡Esta plaza Mayor de Salamanca! Espacio —no fábrica— monumental anclado en el tiempo histórico, solar de memorias ciudadanas. El viento de la historia moderna —apenas dos siglos—acama en él recuerdos públicos, leyendas ya. Antes en este suelo, en tiempo de los Reyes Católicos y de los Austrias, gran plaza de ferial, de mercado, y en su centro la vieja iglesia románica de San Martín de Tours, la de los francos o franceses. Esta gran plaza de hoy, este vasto espacio monumental, se debió al primer Borbón de España, Felipe V, por quien se puso Salamanca, la del comunero Maldonado, a quien hizo decapitar el primer Austria. En un ángulo de la Plaza y en el arranque de un arco, en letras rojas, sanguíneas, esta fecha agorera: 1788, víspera de la Gran Revolución que decapitó a Luis XVI. Ciñen y coronan el cuadro churrigueresco de la Plazas las pétreas flores de lis borbónicas recortándose, como si hitos, sobre el limpio cielo castellano. Y aquí vivió la ciudad nuestro gran siglo civil, el más henchido de popularidad española, el glorioso y maravilloso siglo XIX, el de la conciencia nacional, merced sobre todo a la guerra de la Independencia —en esta plaza resonaron ecos de Arapiles— y a las guerras civiles, ese siglo en que nació en España el nombre y la cosa de “liberal”. Todas estas plazas así solían llamarse de la Constitución. Aquí, en este monumental espacio, se pasearon Meléndez Valdés y Quintana, y Muñoz Terreros. Aquí también fue muerto, de cornada, el diestro Pedro Romero. Aquí le envolvió a uno en aclamaciones de bienvenida el mocerío estudiantil y obrero cuando volvía del destierro dictatorial, y aquí, a son de campana del concejo, proclamó la segunda república española. Este es el corazón, henchido de sol y de aire, de la ciudad, el templo civil sin otra bóveda que la del cielo. Y el relicario, ¿de qué creencias?

Ahora toda esta muchedumbre provinciana, no ya resignada a vivir, sino contenta de la vida. Cada vez que se sumerge uno en gentío, y sobre todo en gentío de fiesta —toda fiesta es oración—, piensa si no perdemos todos nuestras sendas almas individuales, si no cobramos una como inmortalidad común —comunidad inmortal— en la historia que pasa, gracias a esta sumersión. Un comunismo espiritual. Nadie piensa en mañana, que mañana es hoy, y hoy es ayer. Revivimos. ¿Contento de vivir? De estar viviendo; de estar. Estar viviendo no es simplemente vivir. ¡Estar! Este maravilloso y entrañable verbo estar, intraductible, y casi privativo del romance castellano. “Padre nuestro que estás...”, rezamos. No que es, sino que está. Su esencia existencial es estado; estado eterno. Se está y en Él nos estamos. Sin más que estar; casi sin ser.

Y a esta muchedumbre que se está, a gusto acorralada, en la gran plaza, que está a lo que se está, ¿qué es lo que así la rejunta y aúna?, ¿qué nos une a todos estos racionales mortales?, ¿qué sentimos en común?, ¿cuál nuestro sentido —no opinión— público?, ¿cuál el alma de la ciudad y cuál la de la patria? ¿Es que hay algo que nos religa —religión— a todas estas almas, y por debajo de ellas, y que sube de las entrañas soterrañas del solar? ¿Creemos algo en común?, ¿soñamos en común algo? Todos estos labriegos que se mejen con los menestrales y los burgueses en la plaza ciudadana, y que van a sacudir el señorío territorial, ¿se elevarán a una visión popular y civil más alta y más honda —desde más alto se ve más hondo— de la comunidad? ¿Oirán el vuelo de la alondra sobre los rastrojos, de la paloma sobre los encinares, del águila sobre las peñas? ¿Les hablará el Cristo de Cabrera de la inmortalidad de esta tierra? Todo ello un sueño del cielo. ¿Y después de después, al acabarse los siglos de los siglos? Después de después es antes de antes; es esto: nosotros sumergidos y fundidos en esta comunidad que se está viviendo en la hora, respirándonos las respiraciones, mirándonos a las miradas.

Sobre este lago de conciencias —la de uno una onda de él— flotaban recuerdos públicos, leyendas. Y creía uno oír sobre todo ello el leyendario, el mítico: “decíamos ayer...” de Fray Luis de León, el que creyó poder huir del mundanal ruido y la sombra de cuya alma se acuesta en el Tormes, allí, en las riberas de la Flecha, río arriba del puente romano. Decían ayer nuestros abuelos lo que dirán mañana nuestros nietos, el eterno cuento de nunca acabar. Y es que nietos y abuelos son uno, que ni vive el recuerdo sino en la esperanza ni vive la esperanza sino en el recuerdo, pues esperanzas de recuerdos —ayer—que se hacen recuerdos de esperanzas —mañana— son la vida eterna en el tiempo irrevertible.

En estos casos, cuando el alma se le hunde en pueblo, suele uno —español de raíz a copa—preguntarse: ¿qué cree este pueblo?, ¿qué creemos en él y con él?, ¿qué esperamos? Y al punto se nos llega el Tentador y nos invita a la tercera manera de silencio que dijo aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, al silencio de pensamientos, en que se consigue interior recogimiento. Y con palabras del mismo Molinos nos dice que “el camino para llegar a aquel alto estado del ánimo reformado, por donde inmediatamente se llega al sumo bien, a nuestro primer origen, es la nada”. Mas cuando así nos embiste la tentación ibérica nos la sacudimos diciendo: “¡Señor, sigue soñándonos!” Que después de todo, la eternidad histórica es un “sancti-amén”.

martes, 22 de agosto de 2017

Juventud, milagro y misterio

El Sol (Madrid), 16 de septiembre de 1932

¡Figuraciones que se hace uno al ir a encerrarse en sí para poder recoger en ráfagas del presente que pasa vislumbres del porvenir que pasará! Y no del más cercano, no del porvenir presupuesto —¡con qué endeble presuposición!—, sino del más remoto pasado mañana. Tal vez de ese mañana español que nunca llega. Pongamos de aquí a treinta y cuatro años. ¿Que por qué treinta y cuatro años? Era los que tenía el que os dice cuando aquel ya mítico 98, al que le encasillan. Y han pasado otros treinta y cuatro desde el 98 acá. Y uno, mirándose en los otros —es el sino—, suele preguntarse al verlos: “Estos hombres de esa edad que están contribuyendo a revolver a España, a lo que se llama su revolución, ¿qué sentirán de ella de aquí a treinta y cuatro años, en 1966, si es que llegan?” ¡Pero luego... no! Eso no nos interesa; lo que nos interesa es qué pensarán, cómo sentirán, qué harán cuando lleguen a esa de treinta y cuatro los ahora mocitos. O acaso mejor mozalbetes, que se ha hecho palabra casi técnica. Porque ¿qué piensan? ¿Cómo sienten? ¿Qué hacen ahora? ¿Quién lo sabe? Ni ellos...

Ni ellos. Tanto los petroleros, los que incendian iglesias o conventos, y no por odio a la religión, sino como se ha incendiado la plaza de toros de Almagro, por .salvaje deporte, por holgorio, como los que se lanzan a matricularse en carreras de funcionarios del Estado no saben si no que quieren lo que se dice vivir su vida. ¡Y luego todas esas juventudes!... Juventud católica, juventud nacionalista, juventud tradicionalista, juventud radical, juventud socialista, juventud comunista… Lo que no hemos oído es juventud anarquista. Aunque en rigor todas lo son —más bien que anarquistas anárquicas—, hasta las más disciplinadas. Con disciplina procesional. Porque el principal cometido de las juventudes esas suele ser procesionar, ya ordenada, ya tumultuariamente, agruparse para desfilar, y mejor dando voces. Y tienen, ¡claro!, su liturgia, como la tenía aquella de los exploradores que no exploraban nada —de los boy scouts o “bueyes cautos”—, pero formaban para desfile, con su bandera y todo. Total: ¡deporte! Juegan a hacerse los jóvenes. Y a superar a los mayores. ¿Pero y en el fondo?

En el fondo las más de las revoluciones, y sobre todo las más teatrales, las más callejeras, las más ruidosas, se han resuelto en un mejido de capas sociales, en que unos linajes se hayan hundido para que otros se encumbraran, en que tal vez el nieto del magnate haya tenido que ir a pedir limosna al nieto de su ínfimo criado. O si se quiere en el corrimiento de las escalas y en lo que se llamaba el salto del tapón. Y en ello una lucha —lucha malthusiana— de generaciones.

Observamos con el mayor interés, con ansioso interés, todas las señales que podemos captar del estado de ánimo —no decimos que de conciencia— del mocerío español de hoy, y lo que nos descubren es prisa, no por llegar, sino por colocarse. No quieren dejarse vivir, sino cobrar seguridad para el mañana. ¿Ideal impersonal, colectivo, trascendente? ¿Ideal que trascienda de la vida individual? Será cortedad de vista, pero no lo distinguimos.

Además, el ideal es cosa de ideas, de conceptos, de doctrinas, y a esta juventud parecen moverle otros elementos. Es una juventud de football, de tenis, de auto, de avión acaso, y... de cinema. Cinema quiere decir movimiento. Es la edad del chófer, que dijo nuestro buen amigo Keyserling. El que se regodea con todas las maravillas —milagros— materiales de la electricidad no se siente lo más mínimo inquietado por el misterio ideal de esa electricidad, de lo que ésta sea y signifique para el alma. Como en los viejos creyentes del cristianismo oficial dogmático, en estos jóvenes creyentes del materialismo histórico, del progresismo, el milagro no les deja ver el misterio. ¡Y así suelen llegar a pensar aquello de “hágase el milagro y hágalo el Diablo”!

Presumimos que habrán de desencantarse de esta llamada revolución si es que están encantados de ella. Cae la realeza, cae su corte, cae el Ejército, cae el clero, cae la aristocracia, ¡bien! ¿Y qué sube? ¿Les hacen huecos esas caídas? ¿Empiezan así a vivir su vida más pronto y a vivirla más suya? ¿Su vida? ¿Y cuál es su vida? Y agréguese que en esta marcha forzada al destino—¡al destino!, ¡a la colocación!— van al lado de ellos, de los mozos, sus hermanas, las mozas, las que antes les esperaban para darles su mano, para colocarse ellas así. Y ahora para hacerles competencia en el conseguimiento del destino.

Sí, se está revolucionando, o, mejor, se está revolviendo nuestra España —que no es ya la de toros, procesiones, tresillo y chocolate—, pero se está revolviendo cinematográfica y automovilísticamente. Y los que se eduquen a recorrer pistas a ochenta o cien kilómetros por hora y a ver desfilar cintas de película, no se sentirán hermanos de los que se van al campo a pie, a paso de buey que ara, a ver crecer el trigo. Se pondera la agudeza del entendimiento de uno diciendo de él que es de los que ven crecer la yerba. El ojo que se hace a la película de cine, difícilmente podrá ver crecer la yerba. Y esto se traslada a la visión histórica.

Cuando oímos decir: “¡Cuántas cosas están pasando en esta nuestra edad!”, solemos pensar en las que estén quedando. Que es lo que nos importa. Y cuando una vez le oímos decir a un entusiasta de la revolución que la República, nuestra República, es un milagro, al punto pensamos en su misterio, en su esencia. Porque la relación entre el milagro y el misterio nos obsesiona. El milagro es cosa de magia y nada más; el misterio es cosa de religión y nada menos. ¿Los milagros de la ciencia? ¡Bah! ¡Magia para fetichistas del progreso! Lo que nos hace más que hombres es la sumersión en los misterios de la ciencia. Y en el fondo se encuentra... ¡la cruz de la verdad! Que la verdad es cruz.

De aquí a treinta y cuatro años más... Cuando estas juventudes deportivas ya no lo sean... ¿Qué pensarán entonces de esta milagrosa revolución de ahora? Y en tanto, ¿qué es de la revolución misteriosa, de la íntima? ¿Sentiremos de otro modo España? Comprenderemos lo que es la eternidad histórica, la historia eterna? Y en todo caso esté de Dios que el milagro no nos mate al misterio, que la magia no nos mate a la religión, que la República —u otro régimen cualquiera pasajero como lo son todos— no nos mate a España. Que la juventud temporal no nos mate la juventud eterna. Y en tanto, ¡andando! ¿A dónde? “Nadie va tan lejos —decía Oliverio Cromwell—como el que no sabe a dónde va.”

lunes, 21 de agosto de 2017

El público no opina

El Sol (Madrid), 11 de septiembre de 1932

La obra de James Bryce sobre la República Norteamericana (The american Commonwealth), traducida al castellano por don Adolfo Posada, ha llegado a hacerse clásica en el campo de las ciencias morales y políticas. Y lo merece por su amplia y correctísima información y por el robusto buen sentido inglés de su autor. Que fue embajador de Inglaterra en los Estados Unidos, donde Bryce pasa por la suprema autoridad en su asunto. Y esta obra hemos estado leyendo en parte para distraernos de la actualidad española y en parte para que ésta, por comparación, se nos aclare más.

Una cosa que a todos los que nos preocupamos algo de la vida política de los pueblos civilizados nos ha llamado —o detenido— la atención, es la diferencia que existe entre lo que en los Estados Unidos se llama demócrata y lo que se llama republicano. Porque los nombres éstos son intraductibles de un lenguaje a otro. Jefferson, el verdadero fundador del gran partido demócrata, era lo que aquí se habría llamado un cantonalista, con fuerte propensión al autonomismo anarquista —su declaración de que “una insurrección cada pocos años debe considerarse y hasta desearse para mantener el gobierno en orden” nos recuerda lo de nuestro Romero Alpuente, de que “la guerra civil es un don del cielo”—, y Hamilton, por otra parte, el autor de El federalista, el verdadero fundador del partido republicano federal, después llamado republicano a secas, es todo lo contrario de lo que aquí se llamaba federal, es decir, un genuino federal, un unitario. Su fórmula, la de que “la Unión no es un mero pacto entre repúblicas, disoluble a placer, sino un instrumento alterable al modo que sus propios términos prescriben”, “una indestructible Unión de indestructibles Estados”. En este espíritu hemos visto recientemente a nuestros federales oponerse, como verdaderos federales, a ciertas demandas del autonomismo regional estatutario. Pero, viniendo al caso, en qué se diferencian hoy demócratas de un lado y republicanos de otro. Pues... en el lado.

Dice Bryce que “Ni uno ni otro partido tiene nada definido que decir a estos respectos, ni uno ni otro tienen principios bien recortados, ni doctrinas distintivas. Ambos tienen, ciertamente, gritos de guerra, organizaciones, intereses alistados en su ayuda. Pero estos intereses son, en general, los intereses de lograr o mantener patronazgo del Gobierno”. Es decir, que los partidos han venido a ser, por la inflexible lógica de la historia, partidas, o sea clientelas. La disciplina, como sucede de ordinario, ha ahogado a la doctrina lo mismo que en la Iglesia Católica el derecho canónico ha ahogado al Evangelio. Esos partidos, que son a modo de iglesias —ortodoxas o heterodoxas—, de sectas si se quiere, tienen tradiciones, tendencias, tonos, estilos, pero que no caben en un programa teórica y técnicamente elaborado. Su programa es más bien un metagrama; no un prólogo, sino un epílogo. Y es que los ha hecho la historia y no la especulación histórica. Y lo que en rigor hace a un partido así, a un partido histórico, vivo, es un hombre. De donde se deduce que una denominación personal —perezismo, lopezismo, sanchezismo, fulanismo o zutanismo, en fin— es, históricamente, mucho más exacta que una denominación sacada de nombre común y no de nombre propio. Castelarismo quiso decir algo, posibilismo casi nada. Y como sobre esto hemos disertado con alguna holgura en aquel de nuestros Ensayos que dedicamos a esto, a lo que llamamos El fulanismo, no tenemos sino que remitir al lector a ello.

¿Denominaciones de nombres comunes y abstractos? ¿Demócrata, federal, radical, radical-socialista, socialista, y así por el estilo? Ello acaba —y aun empieza— por no querer decir nada. “Un eminente periodista —dice Bryce— me hizo notar en 1908 que los dos grandes partidos eran como dos botellas, cada una con la etiqueta que señalaba la clase de licor que contenía, pero ambas vacías.” Y así es. Y lo tuvo que ver un buen periodista, pues el oficio de éste es, según el mismo Bryce, “descubrir lo que la gente está pensando”. Sólo que ocurre que la gente acude al periodista a que le enseñe qué es lo que ha de pensar. Porque el público —que no es el pueblo— es como aquella señora de que hablaba Courteline y que le decía a éste: “Yo, de ordinario, no pienso; pero cuando pienso no pienso en nada”.

Un hombre, que es el factor esencial histórico, hace un partido y recoge su tradición. “Si no hubiera un leader conspicuo —un caudillo diríamos— la adhesión al partido —escribe Bryce— degeneraría o en mero odio a los antagonistas o en una lucha por puestos y salarios”. (Hoy se les llama enchufes.) Hace años que a un paisano de Bryce, a un inglés que nos preguntaba en qué partidos se divide la… llamémosla opinión de nuestros pequeños pueblos, le contestamos que en dos: los anti-equisistas que siguen a Zeda, y los anti-zedistas que siguen a Equis. Y todos son antis. Y si esto no es doctrina, es vida, y si no es lógica, es historia. La lógica engendra una doctrina, una teología, pero la historia engendra una disciplina, una iglesia.

Y ahora que el lector haga las aplicaciones pertinentes al caso presente. Nosotros nos limitaremos a añadir que no creemos en eso que se llama opinión pública. El público no opina. Y se continuará.

domingo, 20 de agosto de 2017

En el portal del sueño

El Sol (Madrid), 9 de septiembre de 1932

Esto, lector, no va a ser un comentario, sino... ¡Aunque... bien!, sigamos. Todo menos perdernos en una actualidad anecdótica. Y eso que están excluidos los nombres propios. ¡Chismografía..., no! Para librarse de lo cual este comentador suele refugiarse en la lectura y reflexión de obras que traten del mundo de los átomos o del mundo de las estrellas, como, pongamos por caso, la de A. S. Eddington sobre la naturaleza del mundo físico, en que se acerca uno a los dos infinitos de que decía Pascal. Y ¿no es para devanarse los sesos —que es perder la cabeza— leer que 1027 —10 elevado a vigésima sétima potencia— átomos forman el cuerpo humano, y 1028 —10 multiplicado veintiocho veces por sí mismo— cuerpos humanos dan material para una estrella? Después de estos ejercicios intelectuales —espirituales— ve uno a otra luz este mundillo —sobre todo el político— en que, por deber cívico, tiene que moverse. Se lo ve “sub specie aeterni”. Y perdón por el consabido latinajo.

Cuando rendidos los párpados al peso del día empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a esa hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela, es cuando solemos descubrir la hondura ideal del cercano pasado y del remoto. Es el momento de las adivinaciones y de las revelaciones. Es la hora del cinematógrafo íntimo, del teatro de las sábanas blancas, la hora de la magia, la hora de la vida es sueño. ¡Y qué de descubrimientos se hace entonces! Es que la pasión se acalla, y con las informaciones —deformaciones— de los diarios se hace trasformaciones para el porvenir. Constrúyese un mundo con líneas y colores, otro con sonidos y acentos o entonaciones. Pero no, porque esa mundo del portal del sueño no tiene ni líneas ni colores, ni tiene sonidos ni entonaciones, sino que es invisible y silencioso. ¿De veras? Se trasforma en mundo de sombras y de ecos, de sombras vagas y de ecos soterraños. Es la mágica hora sagrada de la puesta de la conciencia en que se oye aquel susurro de Dios de que nos habla la Biblia. El contorno cortante que separa a unas cosas de las otras se disuelve en un nimbo ondulante que las aúna.

Es la hora del llamado examen de conciencia, en que el comentador de oficio se entrega a la revista íntima de lo que ha presenciado durante el día y lo consulta con la almohada. Se ve uno a sí mismo como si fuese otro. ¿Se llega así a un juicio objetivo? ¡Quiá, ni por pienso! Porque eso de juicio objetivo es uno de los desatinos mayores que han logrado inventar las pobres gentes. Un juicio, y un juicio de valores como es el que se refiere a cosas de historia, actual o pasada, es siempre subjetivo. Lo hace el sujeto como tal sujeto. ¿Objetividad de juicio? ¿Imparcialidad de juicio? Vaciedad, y no otra cosa. Pero en la hora mágica del portal del sueño las figuras se barajan en uno, y no es uno quien las baraja. Es un poema inspirado —mejor: respirado—, y no es uno quien lo hace, quien lo crea, sino que es él, el ensueño, el poema, quien se hace en uno. Y así alcanza una subjetividad impersonal.

¡A qué otra luz se ve entonces a todos aquellos pobres hombres con quienes uno —pobre de él— convivió durante el día! ¡Qué concordialidad para con ellos le brota a uno entonces! Especialmente con referencia al mundillo político y a sus luchas y competencias de partido. El que esto os dice le decía una tarde a uno de nuestros más famosos caudillos políticos que las pasiones que dividen a los partidarios de una y de otra política no son sino tortas y pan pintado junto a las que dividen a los literatos, junto a las rivalidades y celos y envidias que separan a los escritores y a los artistas. El ansia de poder no envenena como el ansia de gloria. Y a las veces hemos podido columbrar que bajo una enconada rivalidad política lo que hay es una rivalidad literaria. Cierto es que tenemos conciencia de que se deja más hondo y duradero cuño en el alma del propio pueblo con una obra de arte que con una obra de gobierno. Cuando ésta no es, como suele a las veces serlo, a la vez obra de arte también. Que hay política creativa, o sea poética. Que es la verdadera política, porque lo otro es administración. Y así ha podido hablarse de escultores de pueblos, de forjadores de naciones.

El arte popular, hondamente popular, entre nosotros es el teatro, ¿y hay quien crea que en el pasado siglo XIX hubo una medida cualquiera de gobierno que contribuyó a formar o reformar o trasformar el alma de nuestro pueblo más que algunas de las obras de teatro que formaron época? De aquí que la historia literaria es más interna —ateniéndonos a la consabida división de historia interna y externa— que la historia política. La historia literaria es la historia íntima, es la historia de cómo los hombres se soñaron a sí mismos. Y, sobre todo, en el teatro.

Ved cómo, cuando, rendidos los párpados al peso del día que pasa, con su pasajera actualidad empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a la mágica hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela de la puesta de la conciencia, la de las adivinaciones y revelaciones, se le alza a uno dentro el teatro, el de la vida es sueño, y ve uno a su verdadera luz a sus colaboradores en el mundillo político, y los ve y los siente con la más honda confraternidad, co-humanidad, y se doblega uno al todopoderío del gran Maese Pedro de la Historia, que es el gran Empresario del Universo.

sábado, 19 de agosto de 2017

En San Juan de la Peña

El Sol (Madrid), 4 de septiembre de 1932

Estuvimos en Jaca, envuelta en reciente leyenda republicana, en encumbradas laderas pirenaico-aragonesas. La peña de Oruel, monumento —esto es: amonestamiento— natural, prehumano; por ser prehistórico, domina a la ciudad y como que la ampara. Una ruda catedral, a base románica, montañesa. Y a su sombra los porches donde estalló la última contienda, de que guarda impactos la casa-cuartel de la Guardia civil. Por Jaca fluye el Aragón, el río que dio nombre al reino, y el que ensartaba dos reinos, el de Aragón con el de Navarra, pues en tierras de ésta rinde sus aguas al Ebro, al río ibérico que va de Cantabria a Cataluña.

Nos fuimos, en privada romería, al monasterio de San Juan de la Peña, al que alguien llamó, con dudosa propiedad, la Covadonga aragonesa. Cruzamos arboledas de leño, de madera, no de frutos, donde el acebo hacía brillar sus erizadas hojas, como un arma. Y bajamos al viejo y venerable santuario. En un socavón de las entrañas rocosas de la tierra, en una gran cueva abierta, una argamasa de pedruscos que se corona con cimera de pinos. Y allí, en aquella hendidura, remendado con sucesivos remiendos, el santuario medieval en que se recogieron monjes benedictinos, laya de jabalíes místicos, entre anacoretas y guerreros, que verían pasar, en invierno hollando nieve, jabalíes irracionales, de bosque, osos, lobos y otras alimañas salvajes. Bajo aquel enorme dosel rocoso sentirían que pasaban las tormentas. Los capiteles románicos del destechado claustro —le basta la peña por cobertor— les recordarían el mundo, un mundo no de mármol ni de bronce helénicos o latinos, sino de piedra, un mundo berroqueño, en que la humanidad se muestra pegada a la roca —como entre los egipcios— y no ensenta de ella. En uno de aquellos capiteles, Eva hilando en rueca y su Adán guiando la yunta de bueyes —o toros— de labor, condenados a vestirse y a comer con trabajo. Y allí los monjes escribían en paz hechos de guerra, y al escribir historia la hacían. Que el hecho histórico es espiritual y consiste en lo que a los hombres se les hace creer que queda de lo que pasó, en la leyenda. La leyenda empieza con el documento fehaciente, que hace fe, que hace creencia, y se agranda con la crónica. Como aquella del anónimo monje pinatense a la que Zurita llamó la más antigua historia general del reino de Aragón.

En aquel refugio, casi caverna, bajo la pesadumbre visual de la peña colgada, se le venía a uno encima una argamasa de relatos históricos, de leyendas. Ramiros de Aragón y Sanchos de Navarra, cuando, en reconquista, brotaron mellizos los dos reinos pirenaicos. Y todo ello confusión. Bajo la peña, en la caverna, sepulturas de nobles y de reyes. Y un medallón con la efigie -—característico perfil de carnero— del rey Carlos III, que hizo reparar el viejo santuario. Y entre las tumbas, a su pie, en el suelo, rota la losa, la de aquel Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, recio aragonés de rancio linaje, aquel conde de Aranda que llena el reinado del Borbón. En la rota losa se nos dice que habían de haber sido trasladados sus restos al panteón de hombres ilustres, a Madrid, pero que allá volvieron. Y allí está, en el suelo, no en el muro como su presunto antepasado. Allí el conde de Aranda enciclopedista, gran maestre de la masonería española, amigo de Voltaire, el que primero expulsó a los jesuitas de España y consiguió, con Floridablanca, que el Romano Pontífice disolviera la Compañía de Jesús. Y allí, desterrado en su nativa tierra, rindió su espíritu el último año del siglo XVIII. En el suelo de un claustro cavernoso, al abrigo de una peña, en las faldas del Pirineo que une a España con Francia, descansó el que nos trajo el revolucionario despotismo liberal. Su temple no fue otro que el de los caudillos reconquistadores, ni acaso otro que el de los monjes que para historiar sus leyendas se cobijaron bajo la peña, en la caverna.

Y allí, lejos de la engañosa actualidad que pasa y no queda —y su paso no nos deja verla— se sintió uno envuelto en un nubarrón de visiones que pasaban como las sombras infernales y celestiales del Dante. San Juan de la Peña era la boca de un mundo de roca espiritual revestida de bosque de leyendas. Y empezó uno a meditar en cómo vuelve lo que se fue, y es la repetición el alma de la Historia que se produce, como los vastos mundos estelares, en espiral. Vanse las leyendas, dando paso a lo que creemos historia. ¡Pero esté de Dios que se vaya la Historia, la que creemos tal, dando paso a las leyendas! No nos quede lo que pasó, lo que sucedió, sino lo que los hombres, por haberlo vivido, soñaron que pasaba, que sucedía, y trasmitieron, con sus sueños creadores, a sus sucesores.

Sin detenernos en el monasterio de arriba, el del siglo XVIII, más que a tomar un tente en pie, nos volvimos a Jaca. Y luego, pasado Hecho y aquel rudo monasterio de Siresa —cuna, dicen, de Alfonso el Batallador—, aquel templo sin capiteles ni adornos, especie de caverna hecha a mano de hombre, en el alto valle de Oza, entre hayas y abetos y pinos, al pie de los tajantes picachos de la frontera, que apenas huellan sino los sarrios —y alguna vez los contrabandistas—, oímos a uno de los protagonistas de la última proeza leyendaria, la de la sublevación de Fermín Galán, narrar lo que soñó que hizo mientras lo hacía y soñaba. Y todas las figuras leyendarias, todas las que soñamos para poder vivir historia, se perdieron en el bosque augusto que nos ceñía y que soñaba la Tierra perdida en el cielo.

viernes, 18 de agosto de 2017

Salve en Atocha

El Sol (Madrid), 1 de septiembre de 1932

Un recuerdo le hizo a uno encaminar sus pasos —romero de la historia— al antiguo santuario de Nuestra Señora de Atocha, donde hace ya medio siglo visitó el sepulcro de Prim. En el lugar mismo en que cadáver reciente fue a verle el último día del año 1870, el rey D. Amadeo de Saboya, hijo del que coronó la unidad de Italia. La víspera había éste desembarcado en Cartagena y había sido asesinado el caudillo de la Revolución. ¿Por quién? En rigor, por el entonces embrionario cantonalismo que en Cartagena culminó luego.

Allá enderezó uno sus pasos, al Pacífico; ¡qué nombre! El monumento a Yara del Rey y los héroes del Caney —que no ha olvidado—, y en el pedestal, con letras rojas: “¡Viva Rusia!” Y luego la nueva basílica, que nos era desconocida. Por sugestión, sin duda, del nombre basílica, la han fabricado de un presunto, presumido y presuntuoso estilo bizantino. ¡Bizantino y en un arrabal de Madrid! ¿Y el viejo santuario, el que buscábamos? Lo derribaron en 1901, y ya, ni ruinas. Era de Nuestra Señora de los Atochales o de Atocha, es decir, del Esparto, templo de dominicos, donde éstos dicen que se enterró a fray Bartolomé de las Casas, el apóstol de los indios occidentales. Y donde se guardaban las banderas de los ejércitos que lucharon contra el turco, o en América, o en África, o los de la Independencia.

Entramos en aquel panteón, que dicen ser nacional, de hombres ilustres. De caudillos, de políticos y de víctimas. Allí Palafox y Castaños, los de la Independencia; y Ríos Rosas, y el marqués del Duero, el de nuestra guerra civil; y con Prim, el de África y América, el que cayó a las puertas del Congreso, las otras tres víctimas: Cánovas, asesinado veintisiete años después en vísperas del ya mítico 98, y Canalejas, quince después, en 1912, y nueve más tarde Dato, en 1921. Y allí también Sagasta, que se murió en la cama, y eso habiendo estado, de joven, condenado a muerte. El guardián de ese panteón bizantino recita la retahíla de cajón, sin que falte lo de que los ingleses darían no se sabe cuánto por aquel obrero que figura al pie de la estatua yacente de Sagasta. El sepulcro de Prim es el que es de iglesia española, el que recuerda los de nuestras catedrales.

Al salir del panteón para ir al santuario, columbramos a lo lejos, en la desnuda campiña, el Cerro de los Ángeles, el que pretende ser el ombligo topográfico de España, donde se alza el monumento al Sagrado Corazón de la Compañía de Jesús. El sol, un sol de justicia, le percudía. Y entramos al santuario queriendo recordar el que hace medio siglo habíamos visitado. Sólo queda la imagen de Nuestra Señora, la de Atocha, la del Espartal. Una imagen de Virgen española, castellana, morena, de color de tierra quemada. No sabemos que fuera nunca verdaderamente popular en Madrid, como lo es la Virgen de la Paloma, Virgen de verbena de barrio, de barrio de menestrales y artesanos. Virgen manola, madre del Manolo. La de Atocha, la del espartal, se hizo palaciana, como la de la Almudena, la de las praderas del Manzanares. Hoy la ciñe, no un barrio de menestrales, sino un arrabal de obreros, debido al ensanchamiento de la urbe metropolitana.

A este santuario solía ir la familia real los sábados, a rezar una salve, allá, adonde se reservaba último descanso a las víctimas de la lealtad monárquica. Allá se iba la familia real, bien escoltada a unir sus rezos a los que, en latín cantado, gemían y lloraban en este valle de lágrimas —gementes et flentes in hac lacrimarum valle—, y pedían a Nuestra Señora del Espartal que después de este destierro nos muestre a Jesús. ¿El del Cerro de los Ángeles o el otro? Después, esa visita de salve era al Buen Suceso. Buen Suceso dice otra cosa que Atocha, y el lugar no es tan netamente manchego, tan escuetamente terreno.

Y allí, en la basílica de la litúrgica salve cortesana, pasaron sobre uno las visiones de esa pesadilla de Dios, que es la historia de nuestro siglo XIX, desde la guerra de la Independencia, desde Fernando VII, que tiene en Atocha su recuerdo —Palafox, Castaños—, y luego la Revolución de septiembre —Prim—, y luego la primera carlistada, de que uno fue testigo —niño vio, subido sobre un banco, entrar en Bilbao, a levantar el sitio, al marqués del Duero, que poco después caía muerto en el campo de batalla—, y luego la Restauración —Cánovas y Sagasta—, y luego la Regencia, y después el reinado del último rey de España, con Canalejas y con Dato. En aquel panteón bizantino en que no hay restos de un artista, de un literato, de un hombre de ciencia, de un inventor, de un gran industrial; en aquel panteón de caudillos militares, y sobre todo de víctimas, nos llegaban los ecos de la salve. No del Te Deum, ni del Dies irae, los de la Salve, Salve a la Reina y Madre de Misericordia. ¿Cómo a esos que gritan, sin saber lo que gritan, “¡Viva Cristo Rey!”, no se les ocurre gritar “¡Viva la Virgen Reina!”? Porque esto tendría muy otro sentido. Y muy otro sentimiento.

Nos volvimos al Madrid de la Virgen de la Paloma, de la paloma de paz, de la paloma inmaculada, sin mancha de sangre, pensando en los que esgrimen la cruz como martillo para machacar infieles; pensando en la vida, en la dulzura y en la esperanza; pensando en el culto que el pueblo, eterno niño, rinde a la Madre. Y ya abatido el día mirando a la estrellada de sobre la soledad del campo, se percata uno de que toda aquella pesadilla de Dios se fue en un: ¡Amén! Así pasa la pena del mundo. En un: ¡Así sea!

jueves, 17 de agosto de 2017

Hay que tomar huelgo

El Sol (Madrid), 28 de agosto de 1932

¡Qué de cuidado hay que tener sobre sí mismo en tiempos —¡tristes tiempos!— de trancazo anímico para que éste no se le pegue a uno! ¡Terrible epidemia! Histeria colectiva que puede llegar a pánico, cuando los aterrorizados se hacen aterrorizadores, terroristas. Entonces hay que echarse a temblar por la salud espiritual del pueblo, cuando una muchedumbre —turba, grupo, corporación, secta, partido, casta, clase o lo que sea— está a pique del pánico. Que puede ser retrospectivo, como aquel miedo que le entró en los Alpes a Tartarín, cuando se enteró del peligro que había corrido. En estos casos se desarrolla una infección de delaciones. Pretenden dirigir las actuaciones judiciales los delatores, que es algo parecido a si pretendieran dictar las sentencias los verdugos voluntarios. Y digamos de paso que si nos ha repugnado siempre la pena de muerte no es tanto por respeto a la vida del reo cuanto por creer que es inhumano mantener verdugos. En todo caso, que ejecute la sentencia el que la confirme; que el Poder ejecutivo se convierta en ejecutor. Pero por sí mismo. Que mate el que firma.

Acabamos de leer unas manifestaciones de la U. G. T. y el partido socialista de Sevilla, que nos han hecho temer por la salud espiritual del pueblo español. Piden la destitución de todos los funcionarios judiciales de Sevilla, la revisión de sus actuaciones y cosas así. Era más sencillo que pidiesen que se les entregue a los que ellos reputen culpables. Leyendo lo cual recordamos el aprieto en que nos puso no hace mucho un periodista extranjero al preguntarnos si había en España fervor republicano. A lo que hubimos de contestarle que ni sabemos bien lo que es eso ni conocemos termómetro para medirlo.

¡Cómo meditamos en estos días en fenómenos de la histeria colectiva que es el fajismo italiano! Donde ha resurgido lo de doctrinas ilegales. A tal punto, que hay italiano digno que ha tenido que desterrarse de Italia porque no le obliguen, a palos, a dar vivas a aquello que más quiere.

“Yo huelo a los monárquicos” —nos decía un cuadrillero—. Y le respondimos: “Pues alístese de perro policía, porque son los perros y otros animales así los que se guían por el olfato, que los hombres lo hacen por la vista y por el oído sobre todo.” La vista y el oído, los dos sentidos propiamente intelectuales, son los que nos dan la noción del espacio y del tiempo. O como ahora se enseña, del espacio-tiempo, del espacio temporal. O acaso tiempo espacial.

Y vamos, como descanso de tristes aprensiones, a detenernos en esto. Hoy se habla en física de espacio cuatridimensional. pues a la longitud —que da línea—, a la latitud —que da superficie—y a la profundidad —que da volumen— se une el tiempo, que da movimiento. Y a estas cuatro dimensiones las podemos llamar en castellano largura, anchura, hondura y holgura. Porque la holgura de movimientos supone, más aún que espacio, tiempo. Para moverse bien hay que tomar huelgo. Para resolver bien un asunto, y aunque apriete el caso, hay que ver a lo largo, asentarse a las anchas, valar a lo hondo, y para todo ello tomar huelgo.

“¡Sí, sí —se nos dirá—; vamos a andarnos con esas andróminas y mandangas en tiempos de guerra!” Porque ya hemos convenido —el que esto escribe, uno de los de tal convención— que estamos en estado de guerra. De guerra civil, se entiende. O, mejor que en estado de guerra, en pie de guerra. Pero los pies, si sirven para avanzar —y para retroceder—, no sirven para prender, que es obra de manos. Y en todo caso podemos convenir —convinimos ya—en esa declaración de guerra, pero sin estimar por ello que su consiguiente plan de campaña sea el más acomodado para ganarla. La revisa y la audiencia del caso de guerra actual se ha de resolver por vista y por oído, y éstos exigen holgura. O, como dice la gente, “dar tiempo al tiempo”. Frase de muy hondo sentido.

Ahora querríamos decir algo de eso de la juridicidad, palabreja algo hipócrita, pues no se atreven los que de ella abusan a hablar de justicia. ¡Juridicidad, no! Ni legalidad, sino justicia. Y sin adjetivo. Que la justicia no es republicana ni monárquica. Qué daño ha hecho aquello que se le atribuye a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden. Doctrina que es precisamente la que invocó Caifas para pedir que el pretor Pilatos, el jefe de los pretorianos, hiciera crucificar al Cristo, fuese o no inocente.

Tiempos de guerra, sí; pero hay una ley de la guerra y hay justicia dentro de la guerra. Y dentro de la guerra no es humano, es inhumano, querer convertir a los soldados en verdugos. ¡Qué tristes enseñanzas se saca de la historia de nuestras guerras civiles del próximo pasado siglo! ¡Qué horror de represalias! Un pueblo que de un lado y de otro husmeaba sangre. Y que de un lado y de otro sentía inquisición. ¡Dios nos libre del trancazo espiritual!

miércoles, 16 de agosto de 2017

Pronunciamientos de analfabetos

El Sol (Madrid), 21 de agosto de 1932

Conviene dejar pasar los sucesos —lo que sucede, o pasa— para mejor contemplar los hechos, lo que se hace y queda. Tal con el último aborto de  pronunciamiento militar. Y aquí se nos viene, por asociación verbal, a las mientes aquel cuento del gitano que al poner a prueba aquel burro del que afirmó que sabía leer, expuso: “lee pero no prenuncia”. Al revés del burro del gitano, hay quienes prenuncian, pero no leen. O mejor, se pronuncian, pero no saben leer. Es que el fracaso de muchos pronunciamientos se debe a que los pronunciados son, en mayor o menor grado, analfabetos. No saben leer bien el libro de la Naturaleza, ni menos en el de la historia. Y no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública —la de su público—, y aun esta mal leída, por opinión popular. Y es que no creen en el pueblo. Y, es claro, con caudillos así no se hace política. Como tampoco guerra. Ni siquiera guerrilla para la que lo que hace falta, según Prim —que no lo creía, pues no era analfabeto— es lo que el otro llamó masculinidad.

¡Masculinidad! La mayor sorpresa del dictador másculo —o macho— de 1923 fue que no se le adhirieran desde luego algunos de los que más denunciaron los males del llamado entonces antiguo régimen, algunos de aquellos a quienes calificó después de autointelectuales. Y es que era imposible que se le adhirieran al leer junto a la “masculinidad” lo de “los de nuestra profesión y casta”. Con gente de casta, y como de tal casta, ¡ni a la gloria! Y esto no lo vio Primo por un profesional analfabetismo suyo, porque no había aprendido a leer en la sociedad que rodeaba al islote de su peña.

“Con militares nada, ¡ni la República!” —solía decir Pi y Margall mientras Ruiz Zorrilla persistía en el error. Y al fin se ha visto que la República no la han traído pronunciamientos militares. ¿Que han preparado su advenimiento? Dejemos esto por ahora, que aun no es tiempo de proclamar a todos los vientos lo que casi todos nos cuchicheamos. No un pronunciamiento, sino el modo torpe de reprimirlo preparó en parte —y sólo en parte y no grande— aquel advenimiento. “¿República pretoriana? —solíamos decir algunos—; mejor monarquía civil.” Pero como el caso era que la monarquía había roto con la civilidad, con la democracia liberal, que no podía ya, ni aunque lo hubiese querido —que no lo quiso—, civilizarse, ni los pretorianos podían sostenerla ni podían derribarla. La lucha de clases, por otra parte, no dejaba lugar a la lucha de castas. El hablar de “los de nuestra profesión y casta” era un ataque a la civilidad y a la civilización. En la casta se trasparentaba el analfabetismo de los promotores de pronunciamientos. A un pueblo que empieza a saber leer no se le rige con corazonadas, como las de Martínez Campos, el de Sagunto.

Acaso en el último suceso —incidente— de Sevilla los analfabetos de mayor o menor graduación —de analfabetismo, se entiende— que lo prepararon, se creerían que republicanos muy sinceramente tales, pero descontentos de la conducta del Gobierno, habrían de acabar por ponerse, más pronto o más tarde, al lado de los pronunciados si éstos no se proponían restaurar la monarquía imposible. Es que no saben leer. Y menos los que son escritores públicos, aunque no populares. Aparte de que agranden lo del descontento, no saben leerlo. Ni en qué estriba.

Somos fatales las gentes de letras cuando no oímos por debajo de éstas las palabras. Y a propósito de esto de letra y de palabra, dejad que en digresión —aunque regresiva— os digamos que cada vez que oímos hablar —y es frase favorita de pretorianos— de “palabra de honor” nos preguntamos si es que hay otra palabra, otra que no sea de honor. Y al pensar que un hombre puede tener dos clases de palabra, una de honor y otra sin él —la famosa restricción mental jesuítica— venimos a dar en que su palabra de honor lo es de un honor de palabra, no más que de palabra. Y en el mal sentido de este soberano término.

Otra lección nos ha repetido el suceso último, y es que así como los obispos de levita son más perniciosos a la causa nacional que los de sotana y mitra y báculo, y toda clase de legos seculares que se meten a clericalizar, así también no hay peor enemigo de la civilidad de un pueblo que el pretoriano honorario —de aquel honor de que os decíamos—, el señorito de complemento que con frecuencia suele ser algo entre cazador y torero. ¡Cosa fatídica un civil condecorado militarmente, un civil de casino militar! De casino, no de cuartel. Es algo así como un laico de sacristía. Y este señorito de complemento, deportista, suele ser profundamente analfabeto. Y analfabeto por desuso. Y le hemos oído a uno de éstos, a un doctor de escopeta y perro, analfabeto por desuso —el doctor, no el perro—, después de sostener que la cultura no depende en absoluto del alfabetismo —lo cual es muy cierto— agregar que en su región aumenta la incultura según aumenta el número de los que saben leer y escribir. Y añadió: “porque, como el burro del gitano, leen, pero no prenuncian”. Y sin poder contenernos le replicamos: “Qué, ¿le han dado a usted alguna coz?” “¡Más de una!” —nos contestó el señorito—. “Pues eso es porque usted —le dijimos—, que cree saber pronunciar, ha olvidado saber leer.” Y le añadimos otras consideraciones que le pusieron de mal humor. Y luego fuese a una de esas vitrinas o escaparates de casino —peceras las llaman— en que tales señoritos hacen ostentación de holgura en holganza.

martes, 15 de agosto de 2017

Desde alturas de tierra

El Sol (Madrid), 18 de agosto de 1932

No, no cabe mantenerse en una tal tesón seguida y por tesonero que se sea, pues también la yunta de bueyes se gasta más tesando que no tirando del carro. Pero ¿dónde ampararse a derretirse en el ámbito del Madrid veraniego? El Retiro, la Moncloa, la Casa de Campo, la Sierra...; pero ¿y el páramo?, ¿el descampado campo manchego, quijotesco? De aquel Don Quijote a quien le tiró su estrella, su sino, desde la cuenca del Guadiana a la del Ebro, a Levante, como al Cid, su hermano mayor, de la del Duero a la del Jalón, a Levante también, a la cuna del sol ibérico.

Heme ido, pues, no a soñar, sino a leer sueños, al aire libre, en el cielo espacioso de la puesta del sol, desde las alturas de encima del Hipódromo. De un lado, Madrid urbano tendido bajo ese cielo espacioso, al pie del Guadarrama, y de otro, campos, no ya desnudos, sino desolados, Chamartín adelante. Campos terreños. (Aunque a este adjetivo le confine la Academia en dialectismo riojano.) Campos terreños, de sola y pura tierra, de tierra de cocer ladrillos y pucheros más que de pan llevar; de tierra con maleza rala y escueta, donde se arrastra el simbólico cardo borriquero. Campos terreños, sin verdura, que se encaran con el cielo desnudo; campos sedientos, que se abren en socavones y cárcavas. Tierras de destierro, descampados para campamento de gitanos y buhoneros y vagabundos, picarescas escurriduras de la civilidad al margen de la urbe ensanchada.

Del barro de esa tierra —del que se hizo a Adán— se hicieron adobes y ladrillos. De ladrillo las propias construcciones, a modo mudéjar, de los indígenas albañiles madrileños. Albañiles y no canteros. De cantería Santiago de Compostela, y Ávila, y Salamanca y otras ciudades así. El Madrid castizo y propio de tierra cocida. Así se hizo también la Torre de Babel. Las ciudades y villas de roca, berroqueño, de berrueco o barrueco, resultaron barrocas. Pero mirando al Madrid ensanchado desde estas alturas de sobre el Hipódromo las cúpulas, pingorotas y cimborrios barrocos, se pierden ya en un dédalo de terrazas y terrados rectilíneos de corte cubista. No ya arabescos, sino grecas; no ya virutas, sino escuadras. Pero cerrando el escenario la Sierra barroca, rocosa, aserrando la bóveda celeste.

Se ha puesto ya el sol bajo el cielo espacioso, que se ha espaciado más al ponerse aquél, sin duda para abrir más campo a las estrellas. Y todo el escenario se ha hecho más teatral. La Sierra y la serie de bastidores del nuevo caserío de este Madrid moderno parecen bambalinas. Creeríase que detrás de ellas no hay sino el vacío insondable. Y es un espectáculo, a la vez que teatral, dramático. Dramático por lo que sugiere y sugestiona. Le realza la iluminación fantástica de una gran urbe. Fantástica y eléctrica. Y suelta y resuelta la fantasía, sin hilo, empieza a resonar las bambalinas que se han derrumbado en este escenario; las de la Corte, las del Ejército, las de la Iglesia... ¿Qué queda en pie sobre el tablado? En estas mismas alturas, desde el Instituto Nacional de Física y Química —fundación de Rockefeller—, templo de la ciencia, de encendida encarnación, a escuadra también de ladrillo, vio un día don Gregorio del Amo, generoso donante de otra fundación cultural, vio, transido de congoja, alzarse al cielo la humareda de las hogueras de la quema de conventos de Madrid. ¿Qué pensaría ? Ardían unas decoraciones. ¿Y las otras, las nuevas, las últimas?

¿Qué irá a salir de esta pequeña Babel manchega? Vuélvese uno de espaldas a la puesta del sol y se queda mirando hacia levante, los campos terreños, quijotescos, las tierras resecas y desolladas. Y acuérdase de aquel cuarteto burilado en el inmortal soneto de García Tassara: “campos desnudos, como el alma mía, / que ni la flor ni el árbol engalana, / ceñudos al nacer de la mañana, / ceñudos al morir del breve día”… Mas al recordar lo de “que ni la flor”, baja uno la vista a que tropiece con la humilde flor del cardo. ¿Qué agua le riega? Pues hasta para dar espinas y abrojos hace falta riego. ¿Qué aguas profundas, soterrañas, sostienen esta rala y escueta maleza? ¿Y de dónde en secano saca su fresco jugo la sandía?

Cayeron unas bambalinas y se levantan otras; empiezan a vaciarse unos templos y a llenarse otros. Y todo ello, más que sobre campo de naturaleza, sobre tablado de arte. Tablado..., tablado... En seis tablas de arte, de leño de árbol muerto, se le entierra a uno en tierra de naturaleza. Los hombres de las ciudades calzaron a éstas de losas por no pisar yerba, decía Obermann. ¡Esas aceras que van a los arroyos muertos de las calles urbanas y esos ribazos floridos que van a los arroyos vivos de los campos campesinos! ¡El agua que canta y cabrillea a la luz, y no el agua, casi mecánica, que va por tuberías, contadores, canalillos y sumideros! Aquí, en esta altura, pasa un canalillo y en sus bordes unos chopos apenas si se estremecen, pues el aire de bochorno pesa inmovilizando la escena. La película se ha parado y es una instantánea que se queda. Como sonoridad, el cuchicheo de los gorriones que se refugian en una enredadera de yedra contra el ladrillo. Y uno vuelve a mirar al vasto escenario y a pensar que en el teatro no caben niños, pues ¿quién les amaestra a llenar un papel prescrito?, aunque sí mozalbetes. Y la falta de niños es la mayor falla del teatro. La falta de niños es falta de eternidad.

El último gran bastidor de fondo, el contrafuerte de la Sierra empezaba a nimbarse de estrellas, que, descorrido ya el telón de engañoso cielo azul, de que sólo quedaba, pálida reliquia del día, una hoz lunar, derramaban su entrañada luz propia. En el firmamento sin fondo —el empíreo de los antiguos— las constelaciones de siempre, y perdida entre ellas nuestra estrellita polar, la boquilla de la Bocina estelar y silenciosa. Y al recuerdo de aquellos dos versos del poeta mejicano Díaz Mirón: “Y era como el silencio de una estrella por encima del ruido de una ola”, retiróse uno a su celda —célula— a resoñar en las pintadas bambalinas de nuestra historia terrenal y en sus quemas y en sus derrumbes. Y en el destierro final de uno que será su entierro.