sábado, 28 de abril de 2018

Venizelos

Ahora (Madrid), 31 de marzo de 1936

La “Tribuna Libre” (Eléfoeron Vima), el órgano venizelista de Atenas, publicó el dia 19 de éste, apenas muerto Venizelos, el siguiente elocuentísimo escrito de su redactor Spiro Melos, el gran cronista que tan bellas cosas ha escrito de España, por donde viajó hace poco y que conoce y quiere tan bien. Y lo he traducido fielmente a la lengua de Castelar.
MIGUEL DE UNAMUNO

He aquí lo que llorará Grecia

Silencio eterno le selló los labios con la consabida y enigmática sonrisa, la misma sonrisa que había vencido ejércitos, armadas y diplomacias en la historia. La sombra de la muerte apagó los dos festivos cielos helénicos, aquellos luminosos ojos que se le proyectaban fuera de los anteojos y hacían que su cara brillase llena de inteligencia… ¿Y ahora? ¿Se acercarán los hombrezuelos con las sospechosas frasecillas, las babas, las ponzoñas, y las disculpas procesales? ¿A hacer qué? La tumba que abrió el Hado con el impetuoso ritmo de las trágicas purificaciones, es tumba de héroe. ¿Qué buscarán junto a ella los que vivieron y viven con el sagrado temor a la personalidad y cuantos hacen de la lucha contra ésta su cotidiana tarea? ¿Arrojar acaso, en vez de tierra, el indescriptible polvo que levantaron en tomo de él los rencores y las envidias de la inmensa comunidad de las medianías? Sobre esa tumba no puede dignamente alzarse en esta hora sino sólo la Grecia del pueblo, la Grecia de las masas, la Grecia anónima de las muchedumbres. Desgreñada, despechugada, destrozada, se sentará en tierra con sus harapos y se golpeará el pecho y su voz será inmenso plañido y convulsión y quejumbre desde las nevadas cumbres del Beles hasta las faldas de las Montañas Blancas.

Sólo la Grecia de la grande, de la anónima muchedumbre, la verdadera, la eterna y sola —aunque la desgarren cuanto quieran los partidos—, la que figura aquí abajo la forma ideal que adoró Venizelos y a que sirvió un tercio de siglo, sólo ella puede dignamente lamentarse hoy. Porque llorará la asombrosa fábula que vivió con él, cual otra Cenicienta con el hermoso Príncipe, en sueño encantador que al despertar se le disolvió más pronto que el del más leve engaño de primavera. Llorará Grecia sobre esa imprevista tumba su perdida e irrevocable juventud, la increíble juventud que le donó aquel maravilloso mago apenas llegó de su escarpada isla y le tocó con la yema de su dedo. Plañirá las inolvidables visiones de vigor, más fugitivas que las del aleteo del alción, cuando aquel gran faquir, animador, hipnotizador y conductor de las masas levantó a los bravos de todos los rincones del país a que llevasen nuestras águilas guerreras por los viejos gloriosos senderos de Alejandro el Grande y atasen sus caballos a las puertas mismas de la Imperial Ciudad. Con grave sollozo y con amargas lágrimas de arrepentimiento confesará ella, la Grecia del pueblo y de las muchedumbres, encima de la abierta tumba, su primera horrible traición, cuando acobardada, prendida de las predicaciones del apego a la vida y del pequeño helenismo, dejó de creer en él y se paró, desanimada, en medio del camino. Lamentará desde las honduras del corazón la Grecia esta al héroe inverosímil que la agarró entonces con robusta mano y con indomable voluntad la empujó de nuevo a las grandes luchas y a los grandes horizontes con aquella su epigramática palabra: “¡Si tú no crees en mí, yo, sin embargo, creo en ti y es lo mismo!”

Esta Grecia llorará la inimaginable grandeza que conoció cuando, escoltada por su héroe, se sentó, a igual honor, a las mesas de los reyes y los poderosos de la tierra, a que volviese, ilustre, a ser ella misma y, si preciso, a golpear con su puño. Le frotaron los ojos los que se los habían secado antes y hecho pasar por Europa el platillo de la mendiguez, según el mezquino imperialismo de los Theotokis y Rallis: “Dadnos algún pegujar con que nos agrandemos también nosotros un poquito y así nos perdonen nuestros muertos.”

Con estremecimientos y sollozos dirá, golpeándose los pechos la segunda terrible traición, cuando a la grande obra de Sevres, le respondió: “Desdichado, abajo. ¡Fuera de Grecia!” Derramará lágrimas amargas por las ganancias asiáticas que se perdieron del todo, por la mutilación de la Tracia, por las tremendas hecatombes de la muchedumbre, por la desgracia que se desató en el país. Derramará lágrimas de arrepentimiento y de reconocimiento por el celo que mostró él, el desterrado, el perseguido, en correr a Lausana a atestiguar que se esforzaba en recoger los andrajos ensangrentados a que la demencia comunal redujo su obra. Llorará esta Grecia por todas las traiciones a lo suyo propio —y principalmente a lo más precioso de lo suyo—, por las balas de los asesinos, los odios, las injurias, las anatemas. Y llorará desde lo hondo del corazón, sobre todo, al hombre que en medio del vendaval de pasiones que suscitó su inconmensurable personalidad pudo mantenerse firme en su deber, “fiel frente a los infieles”, pronto a servirlos a cada momento y a cada sacrificio. Su acerada voluntad, su asombrosa felicidad de adaptación, su sorprendente agudeza, su genio mismo político, todas sus raras y grandes excelencias, parecen cosa secundaria frente a la grandeza de su carácter, aquella grandeza que se extinguió para siempre y llora hoy Grecia. Y ve, con agonía, dibujarse en el horizonte la amenazadora invasión de la mediocridad y la poca fe.
SPIRO MELAS

(Por la fiel traducción del romaico: Miguel de Unamuno.)

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