Ahora (Madrid), 15 de enero de 1936
Para poder vivir y pervivir en la Historia —que es la vida espiritual—, en la historia nacional ante todo, ya que ésta forma parte de la Historia universal humana, lo primero es tomar posición en ella, situarse. Cabría decir definirse si no se le hubiese dado a este ambiguo y fatídico término un cierto sentido, casi litúrgico, que riñe con el verdadero sentido histórico. Hay que encogerse y recogerse en sí, el hombre conciente de su propia ciudadanía, de su propia civilidad, y examinar cómo su propia historia individual, su biografía, se ha fraguado dentro de la historia general de su pueblo. Contemplarse el ciudadano a sí mismo como un producto vivo histórico. Y digo vivo porque no son sino productos muertos aquellos que afirman ser progresistas o reaccionarios, demócratas o liberales, republicanos o monárquicos, o lo que se digan ser, “de toda la vida”, o sea de nacimiento. Así como por bautismo, con un “volo” de un padrino cualquiera. Pues estos tales no pasan de ser “carboneros” de nacimiento, ciudadanos inconcientes.
¿Quiere esto decir que no se herede la convicción política como se hereda la fe religiosa? Cada cual es hijo de una familia y, a la vez, de una ciudad, o villa, o aldea, y de una nación, y de un haz de éstas, y de una época. ¡Qué bien se dijo aquello del “hijo del siglo”! Y no es posible que nadie logre saltar por encima de su propia sombra.
Nací y me crié—dejo ahora lo de llamarme “uno” o “este comentador” o algo así —en la invicta villa liberal de Bilbao y en tiempo de guerra civil. El liberalismo del glorioso siglo XIX era tradición en mi familia. Mi abuela materna y tía paterna, hermana de mi padre con la que, muerto éste a mis seis años, me crié, en compañía de mi madre y hermanos, había salido de Vergara, villa natal de mis mayores, durante la guerra de los siete años —de 1833 a 1840—, con las últimas tropas liberales; pasó en Bilbao el sitio que la puso Zumalacárregui, y luego, en la otra guerra, de la que fui infantil testigo, el de 1874. No quiso salir de nuestra villa, a requerimientos de un primo del campo carlista, prefiriendo sufrir en ella las adversidades del asedio y bombardeo a tener que vivir entre los enemigos. Y con su hija —mi madre— y sus cuatro nietos —yo y mis hermanos— soportó la prueba. Su sentimiento de las convicciones políticas era lo que en el verdadero sentido de la palabra, tan abusada, podríamos decir tradicionalista. Esa convicción tenía que ser hereditaria. “¿Ese, carlista? —nos decía—; no os fiéis de él; es un traidor; conozco toda su familia y son liberales.” Y lo mismo a la inversa; nos prevenía en contra de quien, procediendo de familia carlista, se hacía, o decía haberse hecho, liberal. Era el tradicional sentimiento de tirios y troyanos, romanos y cartagineses, agramonteses y beamonteses, moros y cristianos o, en mi nativa tierra, oñacinos y gamboinos. Y, sin embargo, no era para ella esa fe una fe implícita, de carbonero político. Pensando después sobre ello, poniendo a mi abuela en el campo histórico en que se le formó el recio y claro espíritu civil —y con éste el religioso—, he creído descubrir la huella de aquella Vergara de fines del XVIII y principios del XIX, la de los caballeritos de Azcoitia —tan cerca, sin embargo, de Loyola—, de los enciclopedistas y afrancesados, de los que crearon las Sociedades de Amigos del País y el Seminario de Nobles de Vergara; aquel templo de Minerva a que canturreó don Félix M. Samaniego, el de la fábula de “La barca de Simón”. Algo que olía a jansenismo, más o menos conciente. Aquel liberalismo vascongado de fines del XVIII y principios del XIX. Y con él, una religiosidad cristiana sobria y austera y civil, limpia de ciertas blandenguerías y de ciertas supersticiones.
El liberalismo era, ante todo y sobre todo, un método. Un método para plantear y tratar de resolver los problemas políticos, y no una solución dogmática de ellos. Y aunque hoy parezca a muchos que liberalismo y democratismo se oponen, que se oponen la libertad y la democracia, que ésta —la democracia— propende a la dictadura como a ella propenden la oligarquía y la plutocracia, entonces se sentía de otro modo. Entre las soluciones ametódicas, catastróficas, de las dictaduras, sean del proletariado, sean de la plutocracia —o bancocracia—, el liberalismo representa el método. O si se quiere, el libre examen, la libre discusión. ¿Es esto un centro entre las soluciones —u opiniones— extremas? Más bien una posición sobre las opiniones todas, no un centro entre ellas.
¡Cuánto hablé de todo esto con aquel espíritu liberal, sereno, tolerante, comprensivo, que fue el de don Manuel Bartolomé Cossío, descendiente directo de uno de los que fueron fusilados con Torrijos en las playas malagueñas! También él tenía un abolengo liberal a la española, de un liberalismo nuestro castizo. Que se corroboró en la Institución Libre de Enseñanza, sobre la que tanto fantasean, desconociendo su historia, y desconociéndola, por lo tanto, esos pedantuelones (pedantuelón = pedantón + pedantuelo, niñería decrépita) de escuela de petulancia totalitaria a base de ficheros. (El de los ficheros no es método, ni aun para investigadores de verdad.) Los cuales pedantuelones, al morir el buen Cossío, salieron con la mentecatez de que había sobrevivido a los tópicos liberales de su tiempo. Vamos, sí, que ya no se llevan; cuestión de moda. Los de ahora son los del presunto futuro Estado nuevo de la petulancia fajista.
Cuando se votó en las Constituyentes la prohibición a las Ordenes monásticas católicas de ejercer la enseñanza pública y sostener colegios externos y la disolución de la Compañía de Jesús, confiscándole sus bienes, el buen liberal Cossío se pronunciaba con energía contra este atentado despótico a la libertad. Le oí decir que dudaba de si, en rigor, la Institución Libre de Enseñanza no caería, con igual sinrazón, bajo aquella proscripción. Él, alma entonces de esa Institución, tan neciamente combatida como mal conocida por los afiliados y los críos de la Compañía, sostuvo siempre que negar el derecho al magisterio público a cualquier instituto confesional —con las garantías, ¡claro!, de suficiencia profesional que a los demás se les exige— era, además de una injusticia, una garrafal torpeza. “Ahora —venía a decirme—, una vez disuelta la Compañía, serán sus miembros los que puedan en ley —si provistos de los títulos pertinentes— abrir colegios católicos.” ¿Verdad, amigo y también liberal Castillejo? Pero es que el pseudo-laicismo de las Constituyentes era, por anti-liberal, torpísimo. Si bien —da pena decirlo— excuse, si es que no justifique en gran parte, aquella torpeza la torpe reacción contra ella desencadenada por los perjudicados al soltar a una tropilla de menores mentales —aunque mayores de edad— niños zangolotinos, a que zangoloteen por cámaras y escenarios de “cine” político, despotricando de carretilla sus empapizadas lecciones.
Cuando repaso las memorias de mi abolengo liberal —de origen doceañista— y las del abolengo liberal del noble y liberal Cossío, y al sentir que se destruyen los caminos —los métodos— para levantar barreras (dogmas o dictaduras, unas u otras), que se niega el libre examen para asentar esta Inquisición o su contraria, ahora es cuando siento afirmarse en mí aquella tradición familiar de liberalismo que brotó de la nacional de nuestro glorioso siglo XIX, el de la Constitución de 1812, el de las dos guerras civiles que retemplaron el alma de mi abuela Benita Unamuno y Larraza. Murió a mi lado, a mis dieciséis años; la primera muerte a que asistí. A su memoria dedico este recuerdo de piedad. Y a la de don Manuel Bartolomé Cossío, nieto de uno de los fusilados en Málaga con Torrijos.
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