Ahora (Madrid), 27 de marzo de 1936
Vamos despacio, amiguito, que yo no tengo prisa. Aunque quiera metérmela el tiempo. Los viejos no tenemos prisa porque —y tómemelo a paradoja si quiere— sabemos esperar mejor que los jóvenes. Hemos aprendido a esperar; tenemos larga experiencia de la esperanza. Más de una vez me ha oído usted uno de esos aforismos que tanto se me reprochan y que dice que mis pasadas esperanzas de recuerdos se me han trocado —si no en todo, en gran parte— en recuerdos de esperanzas. Pero de estos recuerdos de esperanzas vivo, y ellos, los recuerdos, viviendo en mí, me enseñan a seguir esperando. Y recuerdo —¡todo es recordar!— aquello que leí en el libro de Las variedades de la experiencia religiosa, del psicólogo norteamericano William James, quien, comentando una estrofa terrible de un poema inglés —de uno de los tres Thompson más conocidos en la literatura inglesa—, estrofa en que se predica el suicidio, decía James: “Bueno, pero esperemos a mañana, a ver qué dicen los periódicos.” Vivir en la Historia —y aun revivir en ella— devorado por ella. A ver cómo acaba todo esto. Para empezar otra cosa. “¡Qué tiempos estamos viviendo!”, se oye decir.
Y eso que no nos damos, que no podemos darnos cuenta de lo que estamos viviendo. Saturno o, mejor, Cronos, el Tiempo, se traga a sus hijos sin darles tiempo a que se den cuenta de que son tragados y cómo. Cuando se sepa la historia contemporánea, la actual, la de hoy, de aquí a cien, a quinientos o a mil años, y los de entonces se enteren de cómo la estamos viendo sus actores, se asombrarán de nuestra ceguera. La historia narrada, la historiografía, es el relato de lo que los hombres soñaron que hacían; mas lo que había debajo del sueño sólo llegan a averiguarlo los descendientes de los soñadores, su posteridad, que, a su vez, sueñan lo que están haciendo. Por mi parte, e individualmente, ahora es cuando, a mis más de setenta y un años, empiezo a cobrar conciencia de lo que fue inconciencia de mi niñez, cuando sé lo que entonces ignoraba que me movía. Y así revivo mi niñez. ¿No estaba acaso en el fondo de ella mi vejez de ahora? Como en el fondo de mi vejez está mi niñez de entonces. Y esto es el sentimiento de la continuidad de la Historia.
¿No ha leído usted, amiguito, lo que aquel español del siglo V, que fue Pablo Orosio, escribió de la Historia, que le ceñía y apretaba —“tristezas del mundo” la llamó—, y no ha visto cómo fue narrando la agonía del mundo antiguo, de la antigüedad pagana, en que él, Orosio, agonizaba? Merece la pena de leerla. Parece un héroe que está transmitiendo a la posteridad la agonía de su heroísmo. Es como un telegrafista —de telégrafo sin hilos— de un gran trasatlántico que se está hundiendo y que para aplacar la desesperada congoja de sus compañeros, los tripulantes del navío, les va contando las noticias que va recibiendo y va trasmitiendo a los de fuera el relato del hundimiento de su navío. Es, sin duda, un consuelo. Es tan heroica su acción como la de aquel médico que al llegarle el trance de muerte reunió a sus discípulos en torno a su lecho y les fue explicando su agonía. “Así se muere”, les decía. Y ello recuerda el maravilloso diálogo platónico Fedón, en que Sócrates diserta, en la hora de su muerte, de la inmortalidad. De la inmortalidad en la Historia y en la conciencia universal.
Los pobres soñadores que se creen despiertos y, sobre todo, los pobres energúmenos o poseídos del dogma de su ensueño no llegan a comprender esta conciencia de la Historia. Que es el otro mundo. Hay que oírlos cuando se empeñan en que uno se defina y tome partido, se parta. Y hasta se desaforan cuando uno se esfuerza por penetrar el sentido y la razón de los contrapuestos pareceres de los combatientes de uno y de otro bando. Y es que los pobres siervos de la acción no se dan cabal cuenta del valor de la libertad en la contemplación.
¿Qué va a suceder aquí mañana? ¡Bah! ¡Si nos diéramos cuenta, razón y sentido de lo que está sucediendo hoy...! Por de pronto y de contado, no basta aguardar; hay que esperar y aguantar. Esperar no con espera o aguardo, sino con esperanza. Que hay quien aguarda o espera sin esperanza. La espera —aguardo— está en el tiempo; la esperanza, fuera de él. Lo que llamamos desesperado es algo peor: es un desesperanzado. La espera o aguardo es cosa de razón; la esperanza lo es de fe o es la fe misma. Y aquí, la tragedia.
Pero ¿quién va a dar sentido de la Historia eterna a esos que están quemando ídolos para erigir en otros nuevos, en fetiches venideros, sus restos carbonizados?
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