jueves, 19 de abril de 2018

¿Masonería?

Ahora (Madrid), 21 de febrero de 1936

Cada día recibe uno nuevas muestras de la triste deficiencia —que llega a enajenación— mental colectiva que está asolando al mundo civilizado europeo y en que se ve también arrastrada nuestra pobre Patria. Ahora me escribe desde Berlín un doctor —por el apellido, de origen holandés— que está desde hace diez años dedicado a la edición alemana de las obras de Blasco Ibáñez, de quien fue amigo. Me habla en su carta de maquinaciones para conseguir que se prohíba esa edición con pretexto de que Blasco Ibáñez fue francmasón, ya que en Alemania —me dice el doctor— se han hecho cerrar las logias. Y me pregunta si sé si Blasco fue o no masón. Le he contestado que jamás oí ni que lo fuera ni que no lo fuera; que a él jamás le oí hablar de masonería y que éste es asunto que nunca me ha importado un pitoche. No soy supersticioso ni creo en endriagos, brujos y duendes. De lo que sí presumía Blasco era de tener alguna sangre judía; pero ésta es otra superstición por ambas partes: la de los semitistas y la de los antisemitas. Y le envío al doctor alemán mi condolencia por tener que vivir en medio de un pueblo atacado de tan grave morbo.

Estando últimamente en Portugal pude enterarme de que el Gobierno del flamante Estado Nuevo exige a los funcionarios públicos la declaración de que ni son ni se harán masones. Sentí, al saberlo, una honda lástima por ese nobilísimo y pacientísimo pueblo portugués —al que tanto debo—, que tiene que soportar semejantes atentados gubernativos contra la dignidad humana. Porque ¿quién ha definido lo que la masonería sea? ¿Se trata de una Asociación o de una doctrina? Por mi parte, no he logrado darme cuenta de ésta. Alguien me ha dicho que debo saberlo, pues pertenecí a la Liga Internacional de los Derechos del Hombre —hasta presidí la sección española—, que es, me aseguran, una especie de Orden Tercera de la masonería. Puede ser, pero el caso es que jamás he logrado penetrar —ni lo he intentado— esos apocalípticos secretos de las logias; y en cuanto a su doctrina, jamás la he entendido ni me ha interesado. En París acudí a casa de madame Menard d'Orian, donde eran las reuniones de la Liga —también acudía allá don Santiago Alba, y entre los extranjeros, Witti— y donde se respiraba ambiente masónico; pero salí de ella tan poco instruido como entré.

Y muchas veces me he echado a pensar qué es lo que entenderán por masonismo los que con tanto ardor lo execran. Distínguense entre éstos los jesuitas; pero consabido es que los jesuitas se distinguen —a pesar de la leyenda en contrario— por no saber enterarse de las doctrinas contra que combaten. Acaso por no poder enterarse de ellas. Porque lo que es a deficiencia mental… Bueno, ¡adelante!

Acabo de volver a leer la “Advertencia preliminar” que don Marcelino Menéndez y Pelayo le puso a la excelentísima traducción que del Libro de Job hizo don Francisco Javier Caminero y Muñoz, obispo de León, y en la que hablaba de “los grandes intereses de la ciencia católica, hoy más comprometida en España, que por la audacia de sus enemigos, por la torpeza, desmaño e incurable ceguedad de sus defensores”. Y aludía a los que “disputaban prolija y fastidiosamente sobre temas tan interesantes y de tanta profundidad filosófica como el de el liberalismo es pecado o el de el libre cambio en sus relaciones con el catolicismo”. Esto escribía mi don Marcelino hace precisamente cuarenta y cuatro años, en febrero de 1892, y la irónica censura sigue siendo de actualidad. Pues han vuelto las insensatas tonterías del “áureo librito” —así lo llamaban entonces— El liberalismo es pecado, del doctor don Félix Sardá y Salvany, que por aquellos años me regocijaba como en mi niñez el Bertoldo, Bertoldino у Cacaseno. Y pensando en ello he venido a parar en que lo que llaman ahora masonería esos pobres mentecatos es ni más ni menos que el liberalismo. Sólo que éste sin secretos, ni ritos, ni ceremonias, ni símbolos, ni liturgia de ninguna clase.

Y contra este liberalismo, que es, como dijo don Antonio Maura, el derecho de gentes moderno; contra este liberalismo, que es la civilización internacional, se están conjurando las dos Internacionales anti-liberales, las de las dos dictaduras: la fajista y la comunista. Ambas coinciden en execrar de la libertad y de la individualidad, ambas en combatir a la democracia. Para sustituirla por una “memocracia”.

Ahora, con motivo de las elecciones —escribo esto en vísperas de ellas— están los memos lanzando contra ciertos candidatos el mote de masón. Y ni esos memos ni los que los aleccionan saben jota de la masonería. Ni del liberalismo. Da pena leer las sandeces que se pegan con engrudo en las paredes públicas. Son gritos de abyección demental.

Dentro de pocos días, en los mismos de las elecciones, del choque de las dos dementalidades internacionales traducidas a nuestro castellano —deshaciéndolo—, el que esto escribe saldrá para Inglaterra, y en Oxford se esforzará por dar a conocer algo del alma de su pueblo, no contaminado aún por esa asoladora epidemia. Y quiera Dios que al volver a mi Patria la encuentre más aliviada del pecado, no de liberalismo, sino de inconciencia civil.

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