Ahora (Madrid), 1 de enero de 1936
El hombre entero y verdadero, con su completo organismo espiritual encamado en el corporal, sus entrañas y su piel anímicas, órganos cual círculos ya concéntricos, ya secantes los unos a los otros. Lo que se ha llamado el microcosmo, el pequeño mundo o, mejor, universo individual —y personal— dentro del vasto mundo, del individuo universal. (Suele dársele otro nombre.) Lo que se dice una persona. Y es el sujeto de la religión y de la política, que es otra religión, la religión civil. Y ¡ay si la persona se descompone, se desorganiza, se desparrama! ¡Ay si la religión y la política —como la ciencia y el arte— no cogen al hombre entero y verdadero, en su entereza y en su verdad:
Primero, el pequeño individuo animal, ceñido por su cuerpo, preocupado de su salud y su bienestar individuales y con su pequeña conciencia incomunicable. O acaso con una trágica o cómica intimidad. “Es muy suyo”, se dice de un sujeto así. Y no es suyo ni de nadie. “¿Qué idea tiene usted de sí mismo?”, se preguntaba en una de esas enquisas (enquestas) disparatadas. ¡Como si alguien tuviese idea alguna de sí mismo! A lo más, una idea de la idea que los demás tienen de él. La idea de sí mismo es uno mismo. ¿Y quién se tiene a sí mismo?
Pero este mínimo sujeto es hijo, hermano, padre, novio, marido... Tiene familia. Como no sea un absoluto solitario, un ermitaño o un anacoreta. Y aun entonces… Y envolviendo al sujeto individual está el familiar. Como a éste le envuelve el civil, el que es miembro —y órgano— de una comunidad superfamiliar. En la que ejerce una profesión, un oficio. Oficio quiere decir deber. Y ello le coloca en una clase. Lo que hace el sujeto social. Que cuando vive dentro de historia humana pertenece a una nación. Y las naciones se organizan en la Historia, que es la civilización, y fraguan una cultura, una humanidad. Y hay una concepción internacional; más aún: mundial; aun más : universal. Si se quiere, cósmica.
Y el individuo histórico, el hombre civil entero y verdadero, tiene, por pobre y borrosa que sea, una conciencia universal o cósmica. Decía Kant que los dos espectáculos más sublimes son la conciencia humana y el cielo estrellado. Que puede ser espejo de la conciencia universal del individuo humano. Aun el más rudo ciudadano se recoge en sí y se sobrecoge contemplando la estrellada. O como el pastor errante de las estepas asiáticas que cantó Leopardi le pregunta a la luna por su destino. O mirando al Lucero —Lucifer (Luzbel); en los textos de astronomía, el planeta Venus—, cuando va a derretirse en el alba, le pregunta con Isaías (XIV, 12): “¡Cómo caíste del cielo, Lucero, que salías por la mañana!; cortado fuiste de tierra, ¡tú, que herías a las gentes!...” Y lo que sigue en el texto bíblico. ¡Pobre Luzbel! Y éstos no son vanos pareceres, sino que el más humilde sujeto histórico, familiar, profesional, social, nacional, mundial, que se siente envuelto por la humanidad, anuda —con más o menos conciencia de ello— un desasosiego de aquendidad, del sueño de la vida y del mundo de aquende la muerte, con un desasosiego de allendidad, del sueño de la vida y del mundo de allende la muerte. Del siempre pasado y del siempre futuro. Y se pregunta: “¿Para qué?”
Ahora, en que se habla tanto de crímenes sociales y hasta se los contrapone en parte a los llamados pasionales, es en éstos en los que hay que ver al hombre histórico entero y verdadero. En esos trágicos suicidios mutuos de dos amantes, por ejemplo. ¡Lo que esto da que pensar y que sentir! Esos suicidios, en que acaso entran motivos individuales y familiares, y sociales y nacionales, y hasta mundiales y universales. El pobre Larra (“Fígaro”) se suicidó por una mujer, o por su familia, o por su España, o por... (Pero otra vez de estos suicidios.) ¿Se ha suicidado alguien por pasión política? (El heroico suicidio del presidente Balmaceda, el chileno, lo comentaré otra vez.) Y el suicidio es acaso la mayor prenda de fe, el máximo martirio. Considere el lector el heroico “harakiri” de la lealtad nacional japonesa. Y fíjese en cuan pocos políticos profesionales, no nacionales, han sabido suicidarse civilmente, condenarse a muerte civil a tiempo y en sacrificio de su patria. Acaso porque su política era profesión más que vocación o misión, porque no abarcaba al hombre todo entero y verdadero. Vivían de ella, no para ella.
Pronto vendrán unas elecciones, que deberían ser ejercicios de educación civil y social del pueblo, y uno se pregunta si su acción pasará de la piel espiritual de ese pueblo, si le penetrará en las entrañas, si le hará más y mejor de lo que es. Si la lucha ha de ser entre republicanos y monárquicos, póngase por caso; si saldrán unos y otros más y mejor enterados de lo que sean la república y la monarquía para el ciudadano en su individualidad, en su familiaridad, en su profesionalidad, en su socialidad, en su nacionalidad, en su mundialidad y en su universalidad, o sea en su religiosidad. La acción de esas elecciones ¿será acción de civilidad, de política entera y verdadera? O ¿no más mal de lo que se llama politiquería o politiquilla? ¡Politiquilla!, ¡menguada política diminutiva! A que corresponden esos castizos diminutivos nuestros del género de: camarilla, gacetilla, guerrilla… y otros así. Una lucha no de ideales ni de concepciones civiles nacionales, sino de partidos. O equipos. Con sus candidatos espontáneos y con sus encasillados. Y el hombre entero y verdadero, el que se siente uno y a la vez órgano del universo, ése ¿saldrá más hombre, más ciudadano, más patriota, más del mundo todo, más universal de semejante lucha? Los preludios son fatídicos. Agravación de ramploneria.
Ya sé que dirán no pocos lectores que no concreto. ¡Claro es! ¿Para qué? Entre las anécdotas electorales que he recogido hay dos que más me han dado que pensar. Una, la de un anarquista que proponía que ellos, los anarquistas, en vez de no votar, debían hacerlo en blanco para recontarse así. Y otra, la de una pobre vieja beata que pedía le diesen una papeleta de Nuestro Señor Jesucristo, pues iba a votar por la religión. O sea, desde el punto de vista de la politiquilla —o política de partido—, en blanco. Dos blancos que nuestras campañas electorales no han sabido llenar con nada. Y el hombre verdaderamente popular seguirá preocupándose de sus enfermedades y sus malestares y de cómo el Lucero —Lucifer o Luzbel— se derrite y cae cada día del cielo. Que es otro blanco.
Y para terminar: mejor un salto en las tinieblas que un deslizamiento en el vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario