El Adelanto (Salamanca), 31 de marzo de 1936
Al recibir, por telegrama, la noticia de la muerte de don Hipólito Rodríguez Pinilla, dos horas escasas después de ocurrida, sentí que se me iba otro pedazo de mi vida salmantina de cuarenta y cinco años. Y que me iba muriendo yo más. Porque él estaba estrechamente ligado a mi Salamanca, donde viví el tan mentado, simbólico, y ya legendario 1898, el de la generación así llamada. A la que él, don Hipólito, no perteneció en rigor.
Porque él era un epígono de la de 1868, la de la Revolución de Setiembre —la gloriosa— de que su padre, don Tomás, fue aquí reconocido patriarca. Y sus hijos, Hipólito, y el hermano de éste, Cándido, el poeta ciego, que tanto me hizo aprender para poder servirle de lazarillo y de lector, mantuvieron siempre la nobilísima tradición liberal de la Gloriosa, el liberalismo que está pasando por pasajero eclipse. A los de la actual generación simbólica —no sé si de 1931 o de 1923— apenas les dice nada esta muerte. A mí mucho.
Aquí, aparte de su actividad —más que acción— como médico y catedrático de medicina, ejerció la política y llenó cargos en ella. Mas lo propio suyo fue una íntima, innata y radical bondad. Hombre de hogar y de plaza, laborioso, afectuoso, sencillo hasta el candor, crió una numerosa familia sirviendo a sus conciudadanos sin codicias, sin ambiciones, sin rencores, sin insidias, sin envidias, sin resentimientos. Algo excepcional. Fue todo un santo varón, y es lástima que a esta felicísima expresión le hayan prestado un cierto dejo malicioso los recorosos, los insidiosos, los resentidos y los envidiosos y los ambiciosos.
De su amor, filial y paternal a la vez, a su Salamanca, atestigua, entre otras cosas, la Casa Charra, que fue, en Madrid, obra suya.
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