Ahora (Madrid), 7 de febrero de 1936
Leyendo el libro El hombre, ese desconocido (L'Homme cet inconnu), del doctor Alexis Carrel, el famoso operador biológico francés de Nueva York, el de los injertos de órganos. El libro es una especie de pequeña suma o enciclopedia de los conocimientos actuales relativos al hombre. El hombre concreto, de carne, sangre, hueso y conciencia, el pobre hombre arrastrado en el torbellino de la civilización. Una pequeña suma antropológica, pero en vista del ántropos, del hombre, concreto, individual. Libro escrito con sencillez y densidad, sin aparato técnico —esto es, sin pedantería— y en el que la vulgarización no degenera en avulgaramientos.
No bien lo encenté di con un tema que en estos días que corren y corremos pesa sobre mi espíritu con pesadumbre congojosa. El del rebajamiento de la mentalidad media, el de la insanidad mental —y por lo tanto, moral— de la generación actual. Carrel afirma que la salud ha mejorado, que la mortalidad es menor, que el individuo se hace más hermoso, más grande y fuerte; que los niños tienen hoy una talla superior a la de sus padres, esqueleto y musculatura más desarrollados; que la duración de la vida de los deportistas no es superior a la de sus antepasados y que su sistema nervioso es frágil. Que los triunfos de la higiene y de la educación moderna no son acaso tan ventajosos como a primeras aparecen. Que la disminución de la mortalidad infantil, atravesándose en la selección natural, conserva los débiles. “Al mismo tiempo —dice— que enfermedades tales como las diarreas infantiles, la tuberculosis, la difteria, la fiebre tifoidea, etc., se han eliminado, y la mortalidad disminuye, el número de enfermedades mentales aumenta. En ciertos Estados la cantidad de locos internados en los asilos sobrepuja a la de todos los demás enfermos hospitalizados.” Y agrega: “Acaso esta deteriorización mental es más peligrosa para la civilización que las enfermedades infecciosas en que la medicina y la higiene se han ocupado exclusivamente.”
Y a seguida, Carrel insinúa que las excelentes condiciones higiénicas en que se cría a los niños no ha logrado elevar su nivel intelectual y moral. “En la civilización moderna —dice— el individuo se caracteriza, sobre todo, por una actividad bastante grande y enderezada por entero al lado práctico de la vida, por mucha ignorancia, por cierta astucia y por un estado de debilidad mental que le hace sufrir de manera profunda la influencia del ámbito en que llega a encontrarse. Parece que a falta de armazón moral la inteligencia misma se hunde. Es acaso por esta razón por la que esta facultad, antaño tan característica de Francia, ha bajado de manera tan manifiesta en este país. En los Estados Unidos el nivel intelectual queda bajo, a pesar de la multiplicación de las escuelas y las universidades.”
Y agrega Carrel: “Diríase que la civilización moderna es incapaz de producir una crema de hombres dotados a la vez de imaginación, de inteligencia y de valentía. En casi todos los países hay una mengua del calibre intelectual y moral en los que llevan la responsabilidad de la dirección de los negocios políticos, económicos y sociales... Son sobre todo, la endeblez intelectual y moral de los jefes y su ignorancia las que ponen en peligro nuestra civilización.”
Al llegar a esto apagué la bombilla eléctrica —esta otra joya de nuestra civilización mecánica— y me quedé a oscuras, tendido sobre mi cama, y envuelto mi espíritu en los ecos de las lecturas de los diarios en estos días de desvarío preelectoral. Zumbábanme en el ánimo esos insultos, esas injurias, esas calumnias, esas insidias, esas mentiras que se disparan unos combatientes a los otros. Ese pretender sondar intenciones del adversario y hacerlo de mala fe —unos y otros— ese fatídico: “¡Más eres tú!”, esa furia de barbarie. Y ese revolverse como energúmenos contra quien no quiere reconocer la mejor buena fe y la mejor sinceridad de aquel a quien uno se dirige. Es, sin duda, una devastadora epidemia de morbo mental, de locura. ¡Y qué terribles los síntomas! Creeríase que España se ha vuelto un manicomio suelto. Y que muchos de sus locos necesitan camisa de fuerza. De fuerza: no negra, ni azul, ni gris. Y la locura se encubre en la envidia y en el odio a la inteligencia. El “¡Vivan las cadenas!” se cambia en la obediencia de juicio, en la servidumbre mental.
Se habla de extremismos. Pero entendámonos. El extremismo —o mejor, la extremosidad— no estriba en la doctrina que se profesa o se dice profesar, sino en la manera de profesarla. ¡Esos pobres enfermos mentales, tan peligrosos porque se sienten hondamente convencidos de lo que dicen —aun sin entenderlo— y más peligrosos aun cuando de lo que tratan es de convencerse a sí mismos de ello y que se lo gritan para no oír lo de los otros! Eso de que hay que proscribir las ideas del adversario... O si les viene la mala salen con que hay que respetar todas las ideas. A lo que cabe replicar que sí, pero cuando son ideas. Porque las no-ideas no suelen ser respetables. Hay que oír a los sedicentes anti-marxistas, que no saben ni de Marx ni del marxismo más que saben los que se dicen marxistas, que apenas saben jota de ello; y hay que oír a los antivaticanistas, que no tienen del Vaticano y de su política más clara idea que los vaticanistas, que la tienen bien turbia. Porque la ignorancia en unos y en otros es espantosa. Nadie quiere enterarse de nada.
De toda esta gritería apenas surge una voz limpia que diga una palabra clara. ¡Y si sólo fuera gritar! Cuántas veces ha pasado por la mente de este comentador que os habla el triste presentimiento —congojosa corazonada— de tener que volver a expatriarse, desterrarse de la tierra nativa, de la patria, para no contagiarse y enloquecer también. Cada vez que oigo hablar de antipatrias a cualquier “¡Viva España!” —cotéjese con el típico mote andaluz de “¡ese es un viva la Virgen!”—, u oigo hablar de cavernícolas a alguno de los otros, siento todo lo que el observador desapasionado de toda otra pasión que no sea la de la verdad y sobre todo, si posee humor, tiene que disponerse a sufrir en el meollo del alma a la vista de tan triste degeneración mental de su propio pueblo.
“¡Hay que tomar partido!”, gritan los locos de todos los partidos, y uno presiente haber de tener que tomar el partido de partirse del campo de batalla que se está haciendo su pobre patria expuesta a la demencia furiosa.
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