Ahora (Madrid), 3 de abril de 1936
Hay muy estrecha y honda relación entre las fallas levantinas —o valencianas, alicantinas...— y las quemas de iglesias e imágenes en éstas. Porque hay dos modos, por lo menos, de sentir y comprender la imaginería. Según arte profano y temporal o según arte religioso que se presume eterno. Y hay dos idolatrías, la estética y la del fetichismo mágico. Que a la veces se entremezclan y hasta se confunden. Y cuando alguien se queje de que en las quemas de templos se reduzcan a cenizas obras maestras de arte debe fijarse en que en las hogueras de falla también suelen quemarse verdaderas obras de arte. La diferencia estriba en el modo de sentir y comprender el arte. O estética o religiosamente. O en temporalidad o en eternidad. O en apariencia pasajera o en sustancialidad inacabable.
Hay la idolatría del fetichismo mágico, contra la que suelen revolverse —demoníacamente— los iconoclastas, aun siendo artistas. La obra de arte es para éstos goce del momento que pasa. Ni llegan a lo de Keats, de que “una cosa de belleza es un goce para siempre”. El “para siempre” se les atraviesa. No pueden o no quieren creer en ninguna inmortalidad del alma. En cambio, el fetichismo mágico trata de eternizar y divinizar la materia. De perpetuar los ídolos y las reliquias con supuestas virtudes mágicas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que no sea condenable la feroz y salvaje rabia iconoclasta de los incendiarios de templos. Y sin excusa alguna.
¿Que no se adora la materia, la madera o la piedra o el bronce? Hace años fue robada de su santuario la imagen de Nuestra Señora de la Peña de Francia en esta provincia de Salamanca. Se hizo otra, mas cuando luego aparecieron los restos de la robada, en un pozo, se los metieron, como reliquias de algo antes vivo, a la talla nueva, dentro de su madera. Para conservar la magia del fetiche. Y tenemos la Pilarica de Zaragoza, la de la leyendaria aparición de la Virgen, que desapareció en el incendio del primitivo templo gótico, y reapareció la actual, su sustituta, imagen borgoñona de mediados del siglo XV. ¡Pero váyase con esto a sus devotos! Habría que recordarle lo que en el capítulo XIX de los “Hechos de los Apóstoles” se cuenta que le pasó a San Pablo en Éfeso cuando los efesios que explotaban a su Artemis (Diana) creyeron que el Apóstol iba a estropearles su negocio idolátrico. Se dice, por otra parte, que cuando se dijo que había aparecido en Compostela el cuerpo del apóstol Santiago un cierto canónigo —con dejos priscilianistas, sin duda— exclamó: “Que sigan excavando a ver si aparece el del caballo.” ¿Tiene, pues, nada de extraño que los que sienten y viven sólo al día, los que no sienten la perennidad, los que acaso, y tal vez por desesperación religiosa —o irreligiosa, que es igual— no creen en el “para siempre” se den a quemar lo que les recuerda el “morir habemos”? Me decía en Alicante, tierra de fallas y quemas, su alcalde que allí la religión popular era la de las habas frescas. La de lo que pasa, a la mañana verde, seco a la tarde. ¡Lo que hablaba yo de esto con Sirval!
Y ahora voy a traer aquí a cuenta dos cosas que le oí en París, en 1925, a mi amigo Vicente Blasco Ibáñez, típico valenciano fallero. Fue la una que hablando en un mitin que dimos allí por entonces y brindándome a mí el pasaje, dijo: “Cuando desaparezca para siempre este conjunto de células que soy Blasco Ibáñez...” Que él no creyese, no pudiere creer en su propia espiritualidad individual no me chocaba; ¡pero que se complaciera en ello...! Y otro día, como se empeñase en ponderarme las grandezas de los Estados Unidos y le replicase yo que él era un hombre para quien el universo visible existía, pero no el invisible, y que como no sabía inglés no había podido penetrar en honduras anglo-sajonas, me atajó así: “Bueno, bueno, esas son teorías, pero los Estados Unidos para usted, para usted; váyase allá y con esas preocupaciones que tiene de la vida después de la muerte inventa allí una religión nueva y en seguida encuentra una porción de viejas chifladas que le den todos los miles de dólares que le hagan falta”. No para inmortalizarse uno, pensé. Aquel “conjunto de células” a quien quemó la vida que pasa parecía no creer en otra. Y, sin embargo...
Los imagineros religiosos tallaron imágenes a las que luego el pueblo idólatra y materialista hizo fetiches y les atribuyó virtudes mágicas. Y no a las mejores artísticamente. Las niñas prefieren las muñecas deformes. Y el fetichismo le consoló de haber nacido y le dio una esperanza — inconscientemente desesperada— de un oscuro ensueño ultramundano sin fin. ¿Y no es acaso demoníaco e inhumano ir contra esa vital ilusión? ¿Materialismo? ¿Cuál? ¿El que se atiene a las apariencias, a los fenómenos pasajeros que la vida quema, a las habas frescas que duran lo que el heno, o el que toma las apariencias por sustancias, por materia permanente, perduradera por los siglos de los siglos? ¿Materialismo? Le hay que da vida íntima; opio que ayuda a vivir contento al pueblo. Mejor que el opio, también materialista —aunque de otra materia— que pregonaba Lenin y mejor que la inhumanidad de los humanistas. Dos opios, que el contraveneno es veneno también. “Simula similibus”...
Queda dicho que la palabra, el verbo, el espíritu, el son, la historia es “aere perennius” más duradera que el bronce. Pero dentro de la historia pasajera, temporal, al día, dentro de la revolución que pega fuego a creencias, consuelos, esperanzas e ilusiones para encender otros, ¿hay acaso otra historia permanente y eterna? ¿Dentro del arte hay religión? El máximo historiador helénico, Tucídides, escribió la historia de la guerra del Peloponeso “para siempre” según su arrogante frase. ¿Para siempre? ¿Las quemas falleras y las revoluciones petroleras pretenden acabar con lo eterno? A lo que algunos llaman materialismo histórico. ¡Quién sabe...!
Y hay quien se queda, bajo sí mismo, con una esperanza desesperada, con una fe incrédula, con un consuelo contrarracional. No sin razón, sino contrarrazón. ¿Cual el gozne de la historia?
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