Ahora (Madrid), 5 de febrero de 1936
Es una doctrina muy consabida, aunque no muy meditada, la de que las doctrinas con que el hombre trata de explicar y justificar su conducta suelen ser ilusorias. Siente la necesidad de explicarse a sí mismo —y luego a los demás— lo que hace sin saber por qué lo hace. Es el consabido caso de sugestión del hipnotizado. Al que, luego de hipnotizado, se le sugiere que cumpla un acto, el más incongruente a las veces, en tal tiempo y lugar; se le deshipnotiza y en el día y sitio sugeridos va y lo cumple y lo explica y justifica por raciocinios, que fue fraguando subconcientemente. Experimento muchas veces llevado a cabo.
Cabe decir que en muchos, tal vez en los más de los delitos, el delincuente no sabe por qué los comete. Roba o mata porque el ánimo le pide robo o matanza. Con aterradora frecuencia leemos de un desdichado que mata a una mujer con quien cohabitaba maritalmente porque ella se niega a seguir entregándosele así. ¿Por celos? No siempre, y menos calderonianos. O una pareja, él y ella, que conciertan un consuicidio. Y el mismo día acaso otro desdichado víctima de hipnotismo, un joven profesional, le aporrea o le mata a otro joven hipnótico por ir pregonando un periódico de índole que se le antoja contraria a la de la hipnosis de que él —el aporreador o matador— profesa. Y sin conocerle. Y ni el que mata a su querida, ni el que se suicida con ella, ni el que atenta contra el pregonero del cartel contrario cometen su acto por lo que creen cometerlo. Suelen ser hipnotizados que lo cometen por sugestión... ¿de quién? Del genio destructor de la especie, de la Muerte; así, con mayúscula. Del instinto malthusiano.
¿O es que no corre una fatídica epidemia de destrucción? ¿Su origen? ¡Quién sabe...! No falta quien crea que es materialmente patológico. En gran parte sifilítico. Se dice que el número de preparalíticos progresivos es mucho mayor de lo que se supone. Entre ellos no pocos de los agitadores y caudillos que arrastran, con su encanto morboso, a pueblos enteros. Y no viene ahora aquí acaso citar nombres resonantes. De vivos y de muertos ya. Es una herencia. En su mayor parte una herencia de la civilización. Como la guerra.
Misterio el más tremendo de la vida humana el misterio material y moral de la herencia. Lo que los teólogos católicos llaman el pecado original. Ya la herencia fisiológica es el mayor acaso de los misterios de la vida. Eso de que la yegua para potros y no terneros, y la vaca, terneros y no potros, o que la encina dé bellotas y no aceitunas, y el olivo aceitunas y no bellotas, y de que no se le pueda pedir peras al olmo. (Dejemos lo de los injertos.) Esto no se lo ha explicado nadie. Podrán decirnos que es la ley de la herencia, explicación meramente verbal para ocultar nuestra ignorancia —como aquello de que el alma siente porque tiene sensibilidad—, podrán explicarnos el cómo, pero no el porqué. O acaso inventarán una idea platónica en el sentido de los teólogos escolásticos realistas.
Y aquí encaja esa torturada invención teológica —no propiamente evangélica— del pecado original, de esa invisible e intangible, por inmaterial, mancha mágica y mítica. ¿Pecado? Ya lo dejó dicho el Segismundo calderoniano, el de La vida es sueño, al decir que “el pecado mayor del hombre es haber nacido”. Haber nacido hombre y no bestia, se entiende. Haber nacido con el apetito de conocer la ciencia del bien y del mal, y de explicarse sus propios actos. Y el castigo de ese pecado es soñar la vida y tratar de explicarse el sueño. Y la herencia. Y en la vida social y civil, de comunidad humana, tratar de justificar la otra herencia, la herencia económica que hace las clases sociales y con ellas sus luchas de clase. Otro misterio, que no aclara, ni mucho menos, ninguna interpretación materialista de la historia. Esas luchas en que, como en aquellos delitos que empecé diciendo, entra la hipnosis más que el hambre y entra también alguno de esos morbos materiales, epidémicos y contagiosos. De esos morbos con que la trabajada especie humana se defiende de tener que trabajarse más. Y a que se deben, en rigor, las más de las guerras. Y de las revoluciones.
Y cuando uno agoniza —espiritualmente se entiende— bajo la pesadumbre de tales misterios míticos se le llega uno de esos dogmáticos y al encontrarle con que se muere de hambre mental, de hambre intelectual, se dispone a despenarle ahogándole con un mendrugo de doctrina que le meta hasta el gañote del alma para quitarle así con el estertor de la respiración de ésta el sueño que es su vida. Le ha explicado por qué se muere, y con la explicación le ha matado. ¿No era mejor dejarle que se acabara de por sí?
Y traigo esto ahora aquí al observar qué inhumanos remedios se proponen para combatir contra la trágica hipnosis que produce el pecado original de la civilización humana, hipnosis que sugiere los actos de desesperación, los delitos y los crímenes que menudean más cada vez. Y ello es la inmanente revolución perpetua de la historia. Aunque otra cosa se les pueda antojar a ciertos sedicentes revolucionarios sociales que creen —con fe implícita o de carbonero— en una sociedad futura de igualdad y justicia, o en un Estado nuevo totalitario, o en un no-Estado libertario, o en una Iglesia triunfante y única, o en otro cualquiera de esos fantásticos ensueños hipnóticos para consolarle al ciudadano de haber nacido hombre y no bestia inocente. Y si se consolaran con eso los pobres tontainas...
Y a propósito y para rematar estas consideraciones con una coletilla lingüística de sainete ¿no estaría bien que junto al término “tontaina” metiéramos otro derivado de tonto mediante un sufijo ahora en moda y decir “tontoide”? Fue Lombroso, creo, el que del italiano “matto” loco, derivó “mattoide”, esto es, locoide. Nos estamos divirtiendo tanto con poner motes que atraigan porrazos y luego tiros... ¡Y si al fin y al cabo se pudiesen vaciar a porrazos las cabezas “tontoides”—sobre todo, las de los cabecillas—, que no son sino faltriqueras de frases deshechas...!
Posdata.—¿Revolución? ¿Contra-Revolución? ¡Entendimiento!
No hay comentarios:
Publicar un comentario