Ahora (Madrid), 8 de noviembre de 1935
En los tiempos que estamos corriendo, ningún publicista periódico puede estar seguro de que cuando salgan a luz sus escritos no hayan perdido oportunidad. Y no digo actualidad, pues hay actualidades eternas, aunque acaso, a las veces, inoportunas. Una de ellas, la del examen de la tontería, uno de mis temas favoritos y al que vuelvo otra vez aquí, y que no será, ¡pobre de mí!, la última. Y vuelvo a ella movido por la lectura de lo que en el Congreso dijo un señor diputado de que —y aquí copio del extracto que a la vista tengo— “Cánovas, en el declive de su vida política, se mostraba orgulloso de que jamás sus enemigos políticos le hubiesen llamado tonto ni ladrón”. Y el extracto añade, entre paréntesis, así: (“Rumores.”) ¿Rumores? ¿Por qué? Y los rumores no son cosa de pasarlos por alto, vengan de donde vinieren. Aunque vengan del arroyo. El fingir despreciarlos llega a ser un acto de desesperada tontería defensiva... Es quedarse en la tapa de las cosas, por miedo de abrirlas aturrullados. Esos rumores de la Cámara, convencionales, responden a rumores de fuera de ella, inconvencionales.
El señor diputado parece que dijo, según el extracto, que jamás a Cánovas le habían llamado—“llamado”— tonto ni ladrón y no que no le hubieran acusado de ello. De una a otra cosa hay la diferencia de una injuria a una calumnia. Porque hay quienes, no siendo Cánovas, si se les acusara de tontos gritarían: “¡Pruebas!, ¡pruebas!” Probando con ello que lo eran. La acusación de tonto es, por otra parte, según dejó dicho el Cristo en su sermón de la montaña (v. Mat., V, 22), merecedora del infierno. ¡Y Dios me perdone!
Mas ¿para qué pruebas de tontería? Cabe decir que al tonto se le conoce en que hace o dice tonterías; pero las hacen y las dicen también los inteligentes —y más aún los geniales—, y no hay mayor tonto de remate que el que se muere sin haber hecho ni dicho tontería alguna. Y hay el tonto eventual o fisiológico y el tonto habitual o patológico, y la tontería aguda y la crónica. El peor, no el que dice desatinos, sino el que hablando mucho no dice nada. Porque una sentencia de un hombre de seso y sentido, repetida de carretilla por un tonto pasa a ser una vaciedad. Cuando se estudia a los grandes pensadores y sus sentencias se cae en la cuenta de que todos ellos tienen razón, aun contradiciéndose entre sí, y que cuantos las repiten no tienen razón alguna. Que el tercer grado de la obediencia loyolesca, el de la de juicio, lleva a la irracionalidad de la tontería más supina. Por otra parte, a los barbotadores de vaciedades sonoras —algunas veces retumbantes—, más que tontos se acostumbra a llamarles fatuos. Por esta tierra salmantina se dice de ellos que se peen en botijo para que resuene más.
Conocí en mi Bilbao a un señor que solía decir: “¡Mi hijo Enriquito tiene un talento pa desir tonterías...!” ¡Y qué peligroso es que haya padres —de una o de otra clase— que crean que sus hijos (de la clase que sean) tienen talento para decir tonterías! ¡Y que los críen, eduquen, entrenen y lancen a carrera para que se luzcan esparciendo oquedades del tercer grado de obediencia! A lo que llaman talento. Otro padre me decía: “Si viera usted qué talento de chico! Figúrese que con poco más de ocho años ya recita no sólo el Astete, sino el Mazo —el Mazo, ¿eh?— con puntos y comas y sin faltar... ¡Un fenómeno; le digo a usted que un fenómeno! ¡Otro Menéndez Pelayo!” (Huelga decir que el tal padre no tiene del verdadero valor del talento de nuestro don Marcelino la menor idea; como los pasa a los más de los españoles que le encumbran.)
Sí; hay tonterías geniales y las que no pasan de vaciedades. Otras, como las de los tontos de circo, profesionales, para embaucar y divertir a los niños y a los papanatas. Tonterías circenses para amenizar espectáculos, concentraciones, romerías y grandes batudas.
Mas volviendo a lo de Cánovas, cumple decir que es peor que se le acuse a un hombre público de tonto que no de ladrón. La tontería es más dañosa que la ladronería, no sólo por ser más contagiosa, cuanto porque el ladrón se sabe adónde va: a la caja, y el tonto, no, pues no lo sabe él mismo. La osadía vanidosa o vanidad osada, la fatuidad, es más estragadora que la concupiscencia; peor la ambición que la codicia. El fatuo, con tal de aparecer hábil, deja de serlo. Lo que se llama pasarse de listo, y no es sino pasarse de tonto. Como quien hace o dice algo no para más, sino que la gente se pregunte por qué lo hace o lo dice. Y él, a si mismo: “¿Qué dirá luego de esto la Historia al hablar de mí?” Y se va a su casa a apuntar lo que ha de decir la Historia y preparar su testamento público.
Aun hay peor, y es que se dé el caso de instituirse un Instituto para el mantenimiento, defensa y propagación de la tontería como escudo —supuesto— de la fe del carbonero. Que es —dicen— esta fe prenda de felicidad. ¡Tan felices como dicen que vivieron los guaraníes de las Misiones antes de que les quitaran sus directores espirituales! ¡Qué bien educaditos! Bien lo vio después el doctor don Gaspar Rodríguez Francia.
Y basta por hoy, que otro día trataremos de las catástrofes —o sea revoluciones— que suele provocar el reventón de la tontería de que décimos. Pues de lo que se trata ya —y no en España sólo— es de acabar no con la libertad llamada de conciencia, sino con la libertad de inteligencia, con la libertad de entendimiento. Y el que quiera entender que entienda. Ya lo “decíamos ayer...” ¿Ayer? No; hace treinta y siete años.
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