Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1936
A seguir las huellas de las rachas que siguen. Y a comentarlas en comentario lento, continuo e insistente. A recalcar y remachar. Rachas... ¿De qué? ¿De crímenes? Es término que no me gusta. Más bien de actos de desesperación, de estallidos de conciencias dolientes —mental y moralmente— que se deshacen. Y luego se nos vienen clasificando esos..., llamémoslos delitos pasionales, sociales y... vulgares. Se habla de crimen pasional, de crimen social y de crimen vulgar. Matar por celos es pasional; matar por contraste de ideologías políticas —de lo que se llama así— es social; social también es robar para nutrir el caudal del partido. ¿Y qué es lo que resta para lo vulgar, para la vulgaridad? ¿Acaso matar por matar y robar por robar? ¿Acaso hacerlo por móviles puramente personales? Y, sin embargo, la pasionalidad en los unos casos y la socialidad en los otros, no suelen ser sino disfraz de vulgaridad. Y ni hay porqué la pasionalidad y la socialidad sean declaradas circunstancias atenuantes o acaso eximentes. Se ha dicho que en tiempos de guerra los homicidios y asesinatos vulgares disminuyen. ¡Claro! Los criminales hallan salida gloriosa a sus instintos. Como en tiempos de revolución.
Hay, sin duda, una íntima relación entre la criminalidad pasional, social o vulgar y la violencia que se desencadena en las luchas políticas de nuestra guerra civil. Verdad es que político y civil quieren decir lo mismo, pues “polis” (“civitas”) es la ciudad, y “politis” (“cives”) es el ciudadano. Hijas gemelas las dos: la criminalidad —pasional, social o vulgar— y la ferocidad de la guerra civil política, hijas gemelas de una misma enfermedad mental. Que es la civilización mal digerida; el empacho de civilización atascada.
“La política no tiene entrañas” —se dice a menudo para excusar verdaderos crímenes vulgares. Y cuando se dice eso suele querer decirse que la política tiene malas entrañas. Algunas veces en que he execrado medidas de esas que llaman de gobierno —de defensa del régimen, sea el que fuere éste—, a las claras injustas, se me ha solido responder que no se trataba de justicia, sino de política. Y alguno, que se creía discípulo de Maquiavelo y exaltador de eso que se llama eficacia, ha solido decirme: “Aquí no se trata de justicia; eso de la justicia responde a un criterio liberaloide”. Esto de “liberaloide” lo han empezado a poner en moda los que ni sienten la libertad ni saben lo que fue y sigue siendo y volverá a ser el liberalismo al que tanto odian los pasionales, los sociales y los vulgares... Cuando no tachan de anarquistas o anarquizantes a los espíritus liberales. Tristes resultados de este empacho de civilización mal digerida que amenaza ahogar la individualidad, la santa individualidad. Cuando, esclavos de la masa, los miembros de ésta —que cachos más bien— no sienten sus propias libertad e individualidad, no sienten la justicia. Que consiste en dar a cada cual lo suyo: “suum cuique toi buere”. “Cuique”, de “quisque”, a cada uno, a cada quisque.
Y en esta sima de abyección mental y moral no se sabe esperar. ¡Esperar! ¡Esperanza! La fe es la raíz de la ciencia del saber —razón es creer lo que vemos—; la caridad es la raíz de la moral; pero la raíz de la religión es la esperanza. Esperar aun sin fe; esperar hasta lo absurdo, lo imposible. Fue la virtud teologal de Job, el varón de Hus, el que primero pidió que pereciera el día en que nació y la noche en que se dijo: “Varón fue concebido”, y que aquella noche no se contara entre los días del año —no viviera en la historia—; el que se lamentó de que le hubieran mecido rodillas y dado pechos a mamar, en vez de dejarle descansar muerte —antes de nacido— como aborto clandestino, como los niños que no vieron la luz. Y luego hombre de paciencia, de esperanza, después de haber disputado con Jehová, cuyo leve susurro oyó cuando Él pasaba invisible metiéndole pavor y temblor que le hizo estremecer los huesos todos, y escuchó su silencio y voz, su voz silenciosa. Del Señor que una vez habla y no se le ve más (ХХХШ 14), y se divierte en probar a los inocentes (IX 23). Y aquel varón justo, después de soltar al Cielo sus quejas inmortales esperó justicia.
¡Esperar justicia! No la esperan los que meditan desquite y represalia. Elihú, el buzita, el último de los reprensores de Job, le decía a éste: “¿Qué mal le haces (a Jehová) si pecas; y si multiplicas tus delitos, en qué le dañas? ¿Y si fueres justo, qué le vas a dar? ¿Qué fruto sacará de tu mano?” (XXXV 6 y 7). Era un político que no creía ni en la justicia ni en la esperanza.
Bien sé que el lector de estas amargas reflexiones se preguntará por la seguida que las enlaza y anuda, por la pista de las huellas de las rachas de crímenes de que empecé diciendo. Pues bien; el que sólo sea capaz de seguirlas por A. B. C, a, b, c, y 1.º, 2.º, 3.º, ése no siente toda la pesadumbre ilógica de este ambiente de pasionalidad, socialidad y vulgaridad.
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