Ahora (Madrid), 6 de marzo de 1936
Vamos despacio. ¡Qué triste tarea la de tener que hablar —¡es el oficio!— a un público donde tanto abundan los puntillosos y recelosos y los resentidos! Enfermedades éstas —el puntillo o quisquilla, el recelo y el resentimiento— tan esparcidas por nuestro pueblo español y que producen el otro morbo espiritual nacional, aquel de que tanto trató Quevedo y que no me place volver ahora a nombrarlo. Traería su nombre mala sombra. El más ligero roce levanta roncha. Son enfermedades mentales que me meten miedo. Se da el caso de que reciba cartas de sujetos —¡y tan sujetos!— a quienes no conozco, dándose por aludidos personalmente en algo de lo que escribo. O de algún joven escritor cuyos escritos no conozco —ni por el forro—, y que se me pone a defender lo que no he tenido en cuenta. Y si cayera yo en la flaqueza de decirles que los desconozco, ¡Dios me ayude a sentir! ¿No habéis observado la mirada recelosa de quien al mirarle vosotros —¡triste cruce de ojeadas!— siente como si le estuvieseis oyendo lo que piensa, lo que se dice callandito a sí mismo? Porque hay miradas que desnudan al mirado.
Agréguese otra fatalidad, y es la de que con la mayor extensión —aunque no mayor intensidad— que alcanza el alfabetismo, la instrucción primaria, aumenta el número de los que en Francia llaman “primarios”, y aquí podríamos llamar bachilleres los de vagas nociones dispersas. Los que apenas si han digerido lo elemental, que es lo fundamental. Los que le piden a uno que les explique lo que ha sido mil veces explicado y harto muy bien. Los que le preguntan a uno lo que pueden encontrar en cualquier manualete o en cualquier enciclopedia popular. ¡Las cosas que le preguntarían a aquel benemérito Sbarbi, el de El averiguador universal!
Cuando he leído estudios dirigidos a probar que si se distribuyese por igual la riqueza pública, mucha o poca, todos resultaríamos más pobres —en analogía a lo que en energética física se llama la entropía (véase un manual cualquiera)—, he pensado que cuanto se extiende y se reparte más la ilustración media— que no es, de por sí, cultura—, las gentes se hacen no ya sólo más ignorantes, sino más incomprensivas y menos entendidas e inteligentes. ¿Quién duda de que las obras de vulgarización contribuyen, por lo general, al avulgaramiento del saber y a su degeneración?
Decía el doctor Simarro que España es acaso la nación en que en las Academias científicas se reciben más memorias sobre el movimiento continuo, la cuadratura del círculo y cosas así. No sé si ello sea verdad, pero sí he de agregar que me espanta —así, me espanta— el número de sujetos que se ponen aquí a descubrir mediterráneos y a andar propagando nociones o noticias que casi todo el mundo —incluso aquí— conoce, aunque, como es natural, no se esté a cada paso intentando dárselos a conocer a los otros. “Cada maestrillo su librillo”, reza el refrán, y luego resulta que todos los maestrillos tienen un solo y mismo librillo. O cartilla. “Yo en esto tengo una opinión propia”, os dice alguien que presume de hereje, y os sale con la opinión de casi todo el mundo. ¡Y si al menos se la apropiara de verdad...!
Ese fantástico fantaseador mejicano (sin x) que es Vasconcelos, el de la raza cósmica, salió una vez criticando el Diccionario oficial de la Lengua Castellana por estar lleno de palabras arcaicas —que por lo común no lo son sino en ciertas regiones— y castizas, en vez de estar abarrotado y atiborrado de términos técnicos, de neologismos científicos de física, química, biología, zoología, sociología y demás logías. Neologismos que además cambian y se renuevan a cada paso. ¡Aviados habríamos de quedar si se hiciesen con tal criterio los Diccionarios!
El aumento del caudal de nociones y conocimientos científicos, de descubrimientos tales y de sus cambios, es tal, que las gentes no tienen tiempo de digerirlo. Mucho del desequilibrio mental de hoy, de la neurastenia colectiva —que a veces llega a locura—, se debe a que el ritmo del progreso técnico y científico va mucho más de prisa que el ritmo de nuestro espíritu. Apenas si la inmensa mayoría del pueblo de las naciones que tenemos por cultas ha digerido la revolución copernicana, se ha dado cuenta que la posición de la Tierra en nuestro sistema estelar, y luego otras revoluciones, como la darwiniana, y ya empiezan a sacudimos los fundamentos de la razón —que consiste en creer lo que vemos— nuevas revoluciones. Añádase que la Prensa, el radio, el cine, la aviación y todo lo demás por el estilo nos están atosigando el asiento de la balumba de nuestros nuevos conocimientos. Y hasta hay quien se devana los sesos para entender las teorías de la relatividad de Einstein y otros.
Y menos mal que todavía en algún remoto y recóndito villorrio serrano, por donde apenas si pasa un auto, se pueda encontrar algún pensador rural que conserve una visión juiciosa, serena y honda de la historia. De la historia que le rodea, en la que vive y de la que vive, y que es para él una verdadera historia universal. En ella, en la de su lugar, ve y siente la de todos los lugares y todos los tiempos. Hay quien hablando de estos hombres dice que no conocen sus males, cuando los que no los conocen suelen ser los que van a descubrírselos. Y menos conocen sus bienes. Es que no cogen el buen camino para llegar a ellos.
Pensadores rurales que piensan la historia íntima de su pueblo a través del lenguaje, del hablar, que es para ellos algo vivo. Su filosofía es la de Sancho Panza, una filosofía de refranero, sentenciosa. El valor de los refranes estriba no en su contenido, sino en su continente, en su forma, que es su verdadero fondo. ¿Qué hicieron los famosos y leyendarios siete sabios de Grecia sino acuñar cada uno de ellos una sentencia, dar forma, expresión eterna a un pensamiento que empezó siendo acaso una paradoja para convertirse en un lugar común? ¿Qué es una palabra viva hablada sino una metáfora a presión de siglos históricos? ¿Y cómo se enriquece un idioma sino con nuevas metáforas, con nuevas relaciones entre imágenes vivas? De donde para desentrañar la sabiduría popular estribada en el lenguaje no hay sino llegar al tuétano de él.
Romancear los nuevos descubrimientos, acuñarlos en romance, es hacer carne la sabiduría. Cuando el lenguaje corriente de los bachilleres, de los primarios, abunda en latín indigesto, en vocablos cultos no bien digeridos, no romanceados, ese lenguaje resulta reumático. Y reumático el pensamiento de los que lo piensan. Una lengua enferma y un pensamiento, por lo mismo, enfermo. El habla de Don Quijote era más enferma que el habla de Sancho, y cuando aquél le corregía los vocablos a éste, era éste, Sancho, el que iba mejor encaminado.
He venido a parar a esto del lenguaje por ser mi preocupación. Por creer que muchas de nuestras molestias mentales, entre ellas el puntillo, el recelo, el resentimiento, y la otra, se curarán en gran parte cuando aprendamos a pensar y sentir en el romance vivo de nuestros filósofos rurales. Y al mirarlos, vestirlos de nuestra admiración.
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