domingo, 15 de abril de 2018

El habla de Valle-Inclán

Ahora (Madrid), 29 de enero de 1936

Nuestro buen amigo don Ramón del Valle-Inclán —séale la posteridad aficionada— seguirá por mucho tiempo nutriendo más los anecdotarios que las antologías. Algo así le pasó a Quevedo. Se hablará de él más que se estudie su obra. Aunque su obra cardinal, ¿no fue él mismo, el actor más aún que autor? Vivió —esto es, se hizo— en escena. Su vida, más que sueño fue farándula. Actor de sí mismo. “Siento lo que digo, aunque no diga lo que siento”, pudo decir como el personaje —más que persona— de mi drama El hermano Juan. Su prodigiosa memoria —era un portento— le permitió acaparar muchos papeles. Y todos los mezclaba y confundía. Así como los lugares y los tiempos. La historia que fantaseaba no era cronológica ni topográfica. El principal modelo que se forjó, el marqués de Bradomín —de la cantera de Barbey d'Aurevilly— era noble, feo y católico. Católico literario, a lo Chateaubriand, ¡claro! Como su carlismo, también de teatro. En su vida se ponía a menudo en jarras —en estos días se están poniendo así los políticos—; alguna que otra vez se encampanaba. Y so capa se reía. Como buen actor se comportaba en su casa como en escena. Él hizo de todo, muy seriamente, una gran farsa. Que por su desinterés cobró cierta grandeza. Fundió a la tragedia con el esperpento. Y adoró la belleza, alegría de la vida.

Mas ahora quiero hablar de su habla. Habla es la mejor expresión para la obra poética —artística— de quien fue más que escritor, más que orador, un conversador y un recitador admirable. ¿Lengua? Si la llamara lengua, podría creerse que me refiero a su característica maledicencia. Maledicencia teatral, libre del veneno que da la envidia. Lenguaje tampoco me gusta. Mejor acaso llamarle “idioma”. O “dialecto”. Entendidos estos dos términos a derechas, en su originaria significación: “idioma”, propiedad; “dialecto”, lenguaje conversacional, coloquial. Porque Valle-Inclán se hizo, con la materia del lenguaje de su pueblo y de los pueblos con los que convivió, una propiedad —“idioma”— suya, un lenguaje personal e individual. Y como le servía en su vida cotidiana, en su conversación era su “dialecto”, la lengua de sus diálogos. Y de sus monólogos. Porque dialecto no quiere decir algo subordinado e inferior como parecen creer no pocos paisanos de Valle-Inclán y míos y catalanes. La lengua imperial y la más original se hace idioma cuando el que la usa se la apropia, se la personaliza, y se hace dialecto cuando es de veras hablada.

Valle-Inclán se hizo su habla —hablada y escrita— con las hablas que recogió en su carrera de farándula. Empezando, ¡claro está!, con el castellano galaico, propiamente gallego, de su niñez y de su mocedad. ¡Qué alma galaica —no sé si céltica o suévica, que esto no son sino pedanterías aldeanas— la de su habla hispánica! En rigor, romana; él lo sabía. Mucho más galaica y mucho más alma que la de ese gallego en formación de los galleguistas —el de los “hachádegos de cadeirádegos”, que dije otra vez—, de esa especie de esperanto regional o comarcal. Lo galaico va en el ritmo, en el acento, en la marcha ondulatoria y, a las veces, como oceánica de su prosa, en su sintaxis con más arabescos que grecas, con más preguntas que respuestas. Y para ello tuvo que acudir al caudal popular de todos los pueblos de España y de la América de lengua española. El gallego regional no le habría servido. Así como Rosalía de Castro, cuando tuvo que sacar a luz su alma individual y a la vez universal, lo más íntimo de sí misma, lo vertió en las poesías castellanas de las orillas del Sar más que en sus cantares gallegos. Mejor esto que fraguar un pseudo dialecto de gabinete. Y digo pseudo porque ese dialecto no sería tal, no sería conversacional. Y, por lo tanto, ni idioma, ni propiedad. Más bien algo mostrenco.

Cuando mi buen amigo José María Gabriel y Galán empezó a escribir en aquel dialecto extremeño, que no era el de su infancia salmantina, le dije que ni podría expresarse bien a sí mismo en aquello y que pecaría más que por omisión por comisión, poniendo en boca de sus extremeños de Granadilla voces que ellos no conocían por no conocer lo que con ellas se significaba. Y así digo que Valle-Inclán pudo decir en su habla individual idiomática (propia) y dialectal (conversacional), y por ello imperial hispánica, lo que los de su casta galaica sentían oscuramente sin lograr expresarlo.

Hombre de teatro Valle, su habla, su idioma dialectal, o dialecto idiomático, era teatral. Ni lírico ni épico, sino dramático, y a trechos, tragicómico. Sin intimidad lírica, sin grandilocuencia épica. Lengua de escenario y no pocas veces de escenario callejero. ¡Cómo estalla en sus esperpentos!

No hay que buscar precisión en su lenguaje. Las palabras le sonaban o no le sonaban. Y según el son les daba un sentido, a las veces completamente arbitrario. Y era una fiesta oírle sus disertaciones filológicas y gramaticales. No era capaz de desentrañar las expresiones de que se servía porque para él —actor ante todo y sobre todo— las entrañas estaban en lo que he llamado antes de ahora “las extrañas”; el fondo estaba en la forma. Y acaso no andaba descaminado si se entiende por forma algo más sustancial que la mera superficie. Que lo formal no es lo superficial. ¿No dejaron dicho los escolásticos que el alma es una forma sustancial?

Aun siendo tan diferentes —a ratos, tan opuestos Valle-Inclán y Quevedo, hay ocasiones en que el gallego hispánico, con sus arabescos me recuerda al manchego —que manchego fue, en rigor, el señor de la Torre de Juan Abad—, con sus grecas, picudas y pinchudas. Si bien es verdad que en Valle no se pueden recoger aforismos y sentencias como en Quevedo. La continuidad que podríamos decir líquida de la prosa valle-inclanesca no se presta a los despieces a que se presta la prosa conceptista quevedesca. Valle resulta a las veces conceptuoso, pero no conceptista. Sabido es que una de sus máximas de estilo era que había que juntar por vez primera dos palabras —sustantivo y adjetivo, por ejemplo— que nunca se habían visto así juntas. Un asociacionista. A lo que yo le decía que era más honda empresa disociar dos términos que siempre se ven juntos. Disociarlos para asociarlos con otros. Pero, ¿qué más da? Para nosotros el mundo de la palabra —el lenguaje— es algo sustancial, material, y que de él creamos, asociando, o destruímos, disociando. Y sabemos que la palabra hace el pensamiento y, lo que vale más, el consuelo, el engaño vital. Y él sabía, Valle —como sé yo—, que haciendo y rehaciendo habla española se hace historia española, lo que es hacer España. La religión del Verbo, de que procede el Espíritu.

¡Y lo que conocía Valle nuestros clásicos castellanos! ¡Había que oírle recitar trozos del teatro de nuestro siglo XVII! ¡Y qué cosas decía de Lope de Vega, por caso!

Con un empuje galaico parecía don Ramón del Valle-Inclán estar dictando desde el Finisterre hispánico o tal vez desde la Compostela de Prisciliano —más que de Santiago—, por encima de la mar que une y separa ambos mundos, un habla imperial, idiomática y dialectal, individual y universal. Habla que en su extravagancia lo fundía todo. Y en mucho tiempo se hablará más de él que se estudie su obra.

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