Ahora (Madrid), 8 de enero de 1936
Ahora se me vienen irnos lectores circunstanciales —no de mis habituales, de los míos— con la embajada de que les exponga qué es eso de la fe implícita o del carbonero y todo lo que con ello vengo relacionando. Quieren evitarse acudir a una enciclopedia cualquiera, aun la más barata. Y accedo. Accedo diciéndoles que fe implícita es la de aquel que profesa creer, por obediencia y no por convicción, lo que otro le enseña y aun sin entenderlo. Y se le llama del carbonero por aquella fábula —o lo que sea— de un carbonero que al preguntarle qué era lo que creía respondió: “Lo que cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia.” Y al repreguntarle: “¿Y qué es lo que cree la Iglesia?”, replicó: “Lo que creo yo.” Y de este círculo vicioso no le sacaron.
Esa fe implícita no es un servicio racional, sino —lo he dicho muchas veces— el tercer grado de la obediencia según Loyola; el que cree que lo que el superior —o jefe— ordena es lo verdadero, entiéndase o no. Es lo de: “El jefe no se equivoca”, o sea el principio de la infalibilidad personal. Que de la esfera religiosa se ha trasladado a la política. Claro está que los más de los que sostienen ese principio no estiman que el superior no se equivoque o yerre objetivamente, sino que conviene a la comunidad para su mejor preservación atenerse a ello. Es lo que llaman disciplina.
Ese criterio es el criterio anti-liberal, que nada aborrece más que el libre examen. Y ese criterio político-eclesiástico —no propiamente religioso— fue el que condujo a aquella formalmente tan atinada fórmula de que “el liberalismo es pecado”, que tanto cimbelearon antaño nuestros loyolanos españoles. ¡Tiempos aquellos —yo era un mozo inquisitivo— en que se disputaban el campo ortodoxo mestizos e integristas! Se hablaba de tesis y de hipótesis, del mal menor (lo del bien posible ha venido después). Renacían el posibilismo y el probabilismo y toda clase de casuísticas. Y al cabo de los años, los sucesores y discípulos de aquellos anti-liberales han venido, aleccionados por la experiencia y, además, por táctica, a pactar con el liberalismo. Y con algo que para ellos debería ser peor que el liberalismo: con cierto radicalismo, bien que retórico y de similor. Y así han venido conchabanzas y maridajes inexplicables. Había que cerrar los ojos. Era un deber de carbonero de esos que dije.
Mas he aquí que la estratagema marra y hay que volver a la tesis y proclamar de nuevo la santa cruzada, la reconquista de la unidad. Y como en un tiempo, en el siglo XVI, se proclamó la que luego se ha llamado la Contra-Reforma, la de Trento, hoy se proclama, ya en el orden político, la contra-revolución. ¿Y qué es ésta?
Para saber qué es ella habría que saber lo que los sedicentes contra-revolucionarios entienden por la revolución. Y lo que entienden por ésta los sedicentes revolucionarios. Por su parte este comentador no entiende bien ni a los unos ni a los otros, y tiene motivos y razones para creer que ni los unos ni los otros se entienden a sí mismos. Ve a unos que van, erguida la cabeza y mirando al aire; a otros que, como si por tortícolis, miran de reojo, y a éstos, de párpados caídos, con la vista al suelo. Pero a pocos que miren a lo que tienen ante las narices y en torno de su cuerpo mortal. Y se tienen miedo unos a otros y les domina el pánico. “¿Qué va a ocurrir aqui?” “¿Adonde vamos a parar?” Y así.
Diríase que esas manadas humanas a que acarran y arredilan sus rabadanes están aterradas y tiemblan como si olieran a chamusquina. (Se dice que los gitanos, para robar caballerías, suelen producir espantadas en las ferias quemando cerdas de las colas de aquéllas.) Y esto es lo que hacen los jefes de los unos y de los otros a que aludo. Se dedican a hinchar el coco. O sea a soplar a carrillos abultados en los faldones de sus respectivos espantajos. “¡Que viene el reparto!” “¡Que viene la anarquía!” “¡Que viene la dictadura!” “¡Que vuelve la Inquisición!” Y cada cual enarbola su coco: marxismo, fajismo, masonería, jesuitismo... ¡Y a saber qué más! Y a las veces se cree uno envuelto en un torbellino de magismo, de mitología y de hechicerías. Y siente la congoja de sentirse en una casa de locos. Peor aún: de tontos de atar. ¡Qué barahúnda!
No puede uno remediarlo: siente que se le va la cabeza. Y con ella ida ¿de qué le va a servir el corazón? (¡El corazón, el corazón! Cuando leo de entrevistas que fueron cordiales me pregunto: “¿Serían también cerebrales?”) Hay un viejo dicho latino —modificación de una sentencia de Eurípides— que reza así: Quos Deus vult perdere dementat prius, esto es: “A quienes Dios quiere perder entontéceles antes.” Y así vemos dementados o bien dementes, atontados o bien tontos —tontos auténticos— enardeciendo o, si se quiere, dementando a pandillas de menores de entendimiento que se rinden al servicio de la fe implícita. Y mientras se hinchan los cocos y se soplan los faldones —hechos guiñapos— de los espantajos se crean mitos. O si se quiere prestigios, ya que prestigio quiso decir originariamente engaño. Uno de los que le están preocupando a uno es el de las eminencias grises. Que luego, al examen, resulta que ni son eminentes —no “ominen” podría decirse, inventando un neologismo inútil—, y en cuanto a lo de grises, no se destacan por la riqueza de su sustancia gris cerebral. Gallos tapados sin cresta ni espolones. Y sin canto de amanecer. Tal vez sólo pollos implumes.
Hay un saurio australiano que para amedrentar a su enemigo, cuando está él amedrentado, hincha la gola, toma una facha espantable y le amedrenta con su miedo. Y esto de hinchar así la propia gola es parejo a hinchar el coco que se tiene por adversario. Hay pueblos salvajes que cuando salen a campaña llevan dragones, endriagos, mascarones, carátulas y todo género de espantajos. Claro es que contra otros pueblos también salvajes. Y es de suponer que se espanten de sí mismos. ¿No irá a ocurrir algo así con los diversos “frentes” —así los llaman— que aquí se están formando y se dedican a hinchar su gola colectiva y a hinchar el coco adversario? Lo malo va a ser si con este género de guerra incivil —salvaje—, la campaña política que se anuncia acabe por dementar del todo, por entontecer a rabiar a los que aun conservan entre nosotros la sana y sosegada madurez de su entendimiento. A los que gozan de fe explícita, asentada sobre libre examen y raciocinio sereno.
¡Ay de los que nos hemos criado en pecado de liberalismo! Y no nos dedicamos a hinchar cocos. ¡Ay España, mi España, cómo te están dejando el meollo del alma!
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