Ahora (Madrid), 26 de febrero de 1936
“Time writes no wrinkle on thine azure brow.”
Lord Byron, Childe Harold's Pilgrimage (IV, 182).
Vuelta a leer —a oír— aquel estupendo canto al “oscuro azul océano” con que termina la Peregrinación de Childe Harold, de lord Byron, el poeta que se ensimismó la mar. La estrofa 182 del canto IV —y último— le dice al océano: “Incambiable salvo al salvaje juego de tus olas; el tiempo no traza arrugas en tu frente azul; ruedas ahora tal como te vio el alba de la creación.” Y la siguiente estrofa, la 183, reza así —y perdón por tener que traducirla en prosa—: “Glorioso espejo en que la forma del Todopoderoso se refleja en tempestades; en todo tiempo, tranquilo o revuelto, en todo tiempo —brisa, temporal, galerna—, helando el Polo o alzándote sombrío en clima tórrido, sin lindes ni términos, sublime; imagen de eternidad, trono del Invisible, de tu légamo se hicieron los monstruos del profundo; cada zona te obedece; tú sigues, terrible, insondable, solo.”
Contemplando una tremenda tempestad marina desde un abrigo de la costa, en tierra firme, en un promontorio al que baten las olas enfurecidas, se siente cuanto cantó el poeta de la mar, que se ha tragado imperios. Pero vuelve la calma, se serena el espejo del Todopoderoso y refleja el rostro de éste: la estrellada. Y se ve que ni los siglos ni sus tempestades han dejado arruga en su frente azul. Y uno, echándose a meditar, piensa que las honduras del océano, que sus profundidades, las que alimentan su vida, las del légamo de que surgieron monstruos antediluvianos, no han sentido el paso de esas galernas, de esas tormentas y tempestades. Y que esas honduras son la esencia de él, son la raíz de su continuidad. Y se recuerda aquellas palabras que otro altísimo poeta, el autor del Libro de Job, pone en boca del Señor, de Jehová, a quien le hace decir: “¿Quién cerró con diques la mar cuando, impetuosa, se salía de madre? Al ponerle yo las nubes por vestido y al nublado por pañales suyos; cuando le imponía yo mi ley y le ponía puertas y cerrojos; y díjele: Hasta aquí vendrás v no pasarás, y aquí se romperá la soberbia de tus olas” (XXXVIII, 8-11).
Así en la mar del espíritu humano, así en la Historia. No dejan arruga en ella las revoluciones. Pasan con los siglos, y la entraña de la humanidad —y de la humanización— sigue terrible, insondable y sola. Pese a nuestros ensueños de progreso y de civilización.
Estas reflexiones o, mejor, estas meditaciones —poéticas si se quiere— se las hace uno a solas cuando desde una celda de solitario —atalaya en promontorio costero del espíritu— contempla una de estas sacudidas del alma popular a que hemos dado en llamar revoluciones. Y piensa en los hombres y en los pueblos que podríamos llamar, en cierto sentido, submarinos, los que viven muy por debajo de esas olas agitadas. Los que son la raíz de la continuidad humana —de la humanidad continua— de la Historia. Y se echa uno a meditar en la esencia inalterable de esa humanidad, que hace ya bastantes años llamé, en uno de mis primeros ensayos —En torno al casticismo—, intra-histórica.
¿Progreso? Sí, superficial y en lo pasadero, no en las honduras. Y aun ese progreso, avanzando de pronto, como en salto —o mejor, en sobresalto—, cien pasos para tener que arredrarse después noventa y nueve y no haber ganado sino uno solo —¡y menos mal!—, y volver luego, tras lento caminar, a marcha de caracol cargado con su casa, a dar otro salto de otros cien pasos y otra vez a retroceder noventa y nueve, y... así arreo... Y llega, tras una y otra revolución, tras uno y otro salto —o sobresalto— en que, de mil pasos hacia adelante, sólo se han ganado diez, uno de esos que Vico, en su Ciencia nueva, llamó “recorsi”, esto es, recursos. ¿Reacciones? ¿Retrocesos? ¿Retrogradaciones? Más bien encalmamientos. O acaso sumersiones en las honduras de la mar de la Historia. Tal lo que hemos dado en llamar la Edad Media, tiempo, según los papanatas, de oscuridad y de barbarie. ¡Hay que oír lo que los pobretes entienden por feudalismo, por ejemplo! Tiempo en que la civilidad europea descansó digiriendo la cultura de la antigüedad grecorromana y de la judaica y aun de la índica. Y así pudo venir el recurso del Renacimiento.
Ahora se da en decir que estamos abocados a una especie de nueva Edad Media. Y el caso es que muchas de las supuestas formas nuevas de civilidad no son sino como un trasunto de estructuras medievales. Y así como se perdieron u olvidaron adelantos grecorromanos, así se perderán u olvidarán no pocos de estos adelantos —sobre todo, de los técnicos y mecánicos— de que se envanecen los detractores de la Edad Media. Hay quien cree que en un nuevo medievalismo se restaurará el proletariado. Y en un nuevo régimen de gremios, y de comunidades, y de corporaciones. En el fondo, así pensaba Joaquín Costa.
Y, puesto uno a cavilar, se dice: “¿Y en religión?” Porque esto es lo más profundo, lo más hondo de la mar de la Historia humana. Que hasta el fondo del océano llega el reflejo de la estrellada. ¿Es que el comunismo moscovita —en su mayor parte asiático— no contiene el germen de una religión —si no nueva, renovada—, de un recurso religioso, aunque sea ateo? Pues consabido es que el budismo es una religión sin Dios. Y sin otra vida ultramundana, eterna, que el nirvana, el inacabable sueño sin ensueños. Que es también, a su modo, un recurso.
Con estas meditaciones se abroquela uno para resistir los embates de esas revoluciones y de sus contrarrevoluciones. “Y en tanto el globo sin cesar navega por el piélago inmenso del vacío”, que dijo nuestro poeta, que no era ni un lord Byron ni menos un autor del libro de Job.
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