Ahora (Madrid), 25 de diciembre de 1935
Como aquel sujeto me dijese una vez: “Le doy, don Miguel, mi palabra de honor de que...”, le atajé: “¿Su palabra de honor? ¿Es que tiene usted otra sin honor?” ¡Se me amoscó, claro! Vaya otro rasgo suyo, y es el de que es de los que dan un sentido peyorativo a las voces “maniobra” y “estratagema”. Llaman maniobras los hombres carneros, los de tope o choque, a los esguinces del adversario. Dicen, por ejemplo, que es discutir de mala fe cuando se les opone un argumento que ni esperaban ni lo comprenden. Es que jamás comprenden lo que oyen por primera vez y a que llaman paradoja, empleando un término que tampoco saben lo que quiere decir. “¡En mi vida he oído semejante cosa!”, equivale para ellos a una definitiva refutación. Es la idea que tienen de lo que llaman tradición, si es que a eso cabe llamarle idea. Y renuncio, por ahora, a dar más características de aquel sujeto, que es este sujeto de ahora.
El cual me ha venido, para certificarme del valor de su posición ideal, social y moral, a decir que está pronto a sacrificarse por ella, a dar por ella su vida. “Su muerte, querrá usted decir”, le he atajado esta vez. Y me he puesto a intentar explicarle la diferencia —tan conocida y recalcada— que va de dar la vida a dar la muerte. Y que el que uno dé su muerte por una idea, se deje matar —matando él a su vez, si puede— por ella no prueba la validez objetiva de esa idea. Muchas veces se ha repetido, pero conviene repetirlo una vez que a ningún sujeto de juicio sano se le ha ocurrido ofrecer su vida— lo que llaman así— por confesar que los tres ángulos de un triángulo valen dos rectos o que (a+b)2 = a2+2ab+b2. Y otras verdades así. El sacrificio de la vida de quien profesa una idea no le da validez a ésta. Y esto, que es tan evidente, conviene repetirlo ahora, en que hace estragos cierto pragmatismo de eso que llaman el acto puro. Puro o libre de lo que no sea acción, es decir de contenido. A uno que me decía que se dejaría cortar la cabeza por sostener no sé qué estuve por decirle que no perdería nadie nada, ni él tampoco, con que se la cortaran. Pero me contuve, porque es terrible el carnero que topa en el aire.
Si, conozco eso que llaman doctrina de servicio y aprecio éste. Pero servicio ¿a qué o a quién? En civilidad, o sea en política, hay servicio a la Historia, a la conciencia que la comunidad patria, la que tiene conciencia, la tiene de sí misma. La fe es un servicio —obsequio suele traducirse— racional, según dijo el Apóstol. Pero lo de racional lleva consigo la libre adhesión por libre examen. Y así, la llamada fe implícita, la fe del carbonero, la del “eso no me lo preguntéis a mí..., etc.” —¡lo he repetido tantas veces y lo que aun lo rondaré!—, de racional no tiene nada. Es la del servicio u obediencia —y aquí vuelvo a otro de mis temas favoritos— del tercer grado de obediencia loyolesca, la de juicio —no ya de hecho y de voluntad sólo—, la de creer que lo que el superior manda es lo más juicioso. O sea que el superior, jefe o como quiera llamársele, es infalible, no se equivoca. Pero ¿quién le ha conferido a ese superior —jefe— su superioridad o jefatura? En la Iglesia Católica, Apostólica, Romana ya sabemos cómo se decretó el dogma de la infalibilidad pontificia por el obispo de Roma, a quien ciertos fieles rinden un cuarto voto de obediencia. Pero ¿esto cabe traducirlo a un partido político, por ejemplo, y que los pobres partidarios rindan ese cuarto voto —el de la fe del carbonero— a un jefe cualquiera, sin que se sepa en qué conclave se le confirió su poder, ya que no autoridad? (La autoridad se adquiere muy de otro modo.)
Es realmente algo que apena el ánimo, cuando de civilidad conciente se trata, el ver que un jefe o caudillo lanza excomuniones pontificales, protesta contra el hecho de que no se cuente con él, pronuncie a boca llena que no hay otro jefe que él o acaso hable de “su gente”. “El partido soy yo”, parece decir alguno. Y otro dice: “Pues mi gente (¡su gente!) se irá con Perengánez, y eso se saldrán ustedes perdiendo.” La verdad sea dicha: un supuesto jefe que consiente que una caterva de carbonerillos —de fe irracional— pidan todo el Poder para él, ya que no se equivoca, es un peligro para toda república bien ordenada. (Y doy aquí a este tan elástico y ambiguo concepto de república aquel sentido el más amplio que incluye hasta a las monarquías y a los imperios, ya que República se llamaba el Imperio romano.) Y mucho más si la fe del jefe es también de carbonero. Y terrible cosa cuando a una vaciedad propia se agrega otra delegada.
Servicio racional, de libre examen, a la conciencia de la comunidad patria, que encarna en su historia, en su tradición, bien, muy bien; pero para ello hay que conocer esa historia, esa tradición, y para conocerla hay que estudiarla con amor. Y nuestros carbonerillos de las distintas agrupaciones —triste es tener que decirlo— en general no la conocen porque no la estudian. No tienen idea alguna de lo que hicieron sus padres y sus abuelos y los de éstos. Los que de entre ellos más se manifiestan propicios a dar su vida por lo que antaño se llamaba “la causa”, menos dispuestos están a dar esa su vida al estudio de la causa misma. Su ignorancia política es enciclopédica y acaso —aquí estriba la tragedia— invencible.
Y ahora me siento atraído a decir algo de la diferencia que va de caudillo a cacique y a justificar a éste frente a aquél. El caudillo suele ser carneril, de tope, y el cacique es de maniobras y estratagemas. El caudillo suele ser sonoro y espectacular —de cine sonoro—, mientras que el cacique maneja —o mejor, mangonea—, y se calla, y se vale de maniobras y estratagemas. Los dos tienen su papel público, civil, y este comentador que os habla, fiel a su alterutralidad, ya expuesta, cree en el valor útil de ambos, pero cree también que en momentos graves el cacique es preferible al caudillo. El caudillo, fiándose de su magia fascinatoria —ejercida sobre los carbonerillos como la serpiente ejerce la suya sobre los chorlitos—, encubre mejor su propia oquedad, mientras que las artes del cacique piden un fundamento civil más sólido. Se ha dicho y redicho mucho en España contra el caciquismo, y cuando Joaquín Costa hizo aquella enquisa sobre él, fue este comentador uno de los pocos consultados que se atrevió a tratar de justificarlo. Habría que decir otro tanto sobre el caudillismo. Lo estimo más peligroso que el caciquismo. ¿Y si el caudillo es un cacique o el cacique es un caudillo?, se nos dirá.
De esto, otra vez.
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