Ahora (Madrid), 30 de octubre de 1935
¡Ay, cómo se me vuelven a la memoria aquellos febriles tiempos de hace veinte años, cuando, al estallar la Gran Guerra mundial, los españoles nos dividimos fatalmente en aliadófilos —francófilos los más, muy pocos anglófilos— y germanófilos! O mejor, antialiadófilos y antigermanófilos, pues todos éramos antis. Que no se disputaba ni por Francia, ni por Alemania, ni por sus respectivas causas. Eran banderas de una división interior, íntima nuestra, sin relación a la divisa. Lo que esgrimíamos no eran las banderas de los contendientes de fuera, sino astas sin trapo. Fue cuando el que esto os dice inventó el mote de trogloditas, de que ha salido luego el de cavernícolas. Y junto a los desinteresados de lo de fuera, atentos sólo a nuestra secular refriega, hubo también —¡triste es tener que confesarlo!— los interesados por una u otra parte beligerante. Los comprados por las Embajadas, que no cesaban en sus tejemanejes. Y todo ello fue la preparación de la dictadura de 1923, que nació de aquella nuestra contienda interior, como la dictadura fue la preparación de la caída de la monarquía borbónico-habsburgiana. La que se ha dado en llamar revolución republicana nació entonces y de aquello.
Recuérdese que cuando Blasco Ibáñez empezó a atacar y denostar a don Alfonso puso su mayor empeño en tacharle de germanófilo, cosa que, por lo demás, aquí, y con razón, nos importaba muy poco; pero el novelista escribió su librito para los franceses más que para los españoles. Y el mismo don Alfonso puso su mayor empeño en engañar a unos y a otros, jugando maquiavélicamente a dos barajas. Y que el que esto escribe sacó a cuenta lo que llamaba el Vice-Imperio Ibérico. Y que el Gobierno jugaba con lo que se llamó la “neutralidad neutral”, la del desventurado don Eduardo Dato. Se llegó a decir que si Francia hubiera tenido que retirar todas sus fuerzas de Marruecos para llevarlas al frente de campaña, habría tenido que pedir a España que defendiese su protectorado marroquí, lo que habría equivalido —decían los germanófilos— a tomarnos a los españoles por cipayos. Y recuérdese la acción de los submarinos alemanes en nuestras costas.
Si hubieran vencido los Imperios centrales germánicos se habría consolidado la monarquía española o acaso habría pasado el reino a imperio —o vice-imperio—, redondeándose en la Península toda y con Marruecos y Gibraltar de añadidura. Así se creía, más o menos insensatamente, en ciertas esferas y aun en las más altas, a juzgar por no pocos indicios. Mas si es ocioso en historia discurrir sobre lo que habría ocurrido en el caso de no haber ocurrido lo que ocurrió, lo que sí cabe creer es que aquella creencia —si es que no había otras promesas reservadas— influyera en la conducta tortuosa y oscura del monarca y de sus valedores y validos. Y cabe afirmar que esa conducta fue el principio del desastroso fin de la realeza. Y hoy el ex rey de España —acaso ex futuro emperador de Iberia— rumiará seguramente estos recuerdos y lo que haya bajo ellos en la Italia fajista, donde su tercer hijo se ha casado sin la asistencia de su madre, retirada en su nativa Inglaterra.
En resolución, que entonces, hace veinte años, tomar partido por una de las dos partes beligerantes en Europa era tomarlo por uno de los dos grandes partidos —más que partidos, comuniones— que nos dividen desde hace, en rigor, siglos y que hacen el resorte de la guerra civil de España, de la raíz y a la vez tronco y eje de nuestra historia, del empuje de nuestra civilización.
Y ahora, subiendo por encima de la historia o bajando por debajo de ella, a su cielo o a su subsuelo, ¿no serán episodios como el de hace veinte años, y la dictadura luego, y la caída de la monarquía después, achaques para la inevitable íntima guerra civil, mejor si incruenta? ¿Inevitable? Sí; pues ¿qué es eso de “mal menor”, de “bien posible” y de “convivencia”? Hay el mal necesario, inevitable, acaso eterno e infinito. Y sin él no hay ni mal menor ni bien posible. “Semejante medida —la disolución de Cortes y elecciones generales subsiguientes— ¿no desencadenaría ahora la guerra civil?”, se me preguntaba una vez. Y yo: “Pero ¡si está desencadenada ya!” O si se quiere, encadenada España a ella, puesto que es la cadena de nuestra historia. Y en cuanto a la convivencia, no es ésta la paz, sino que se convive en guerra civil cuando la guerra civil es vida. Al escribir yo, en mi mocedad, mi novela histórica Paz en la guerra —la empecé a mis veinte años y la acabé doce después— aprendí el misterio de nuestras guerras civiles y cómo los pleitos dinásticos, de legitimidad, y hasta los doctrinales no eran sino achaques para la eterna discordia entre Caín y Abel, entre Esaú y Jacob. Como en nuestras villas, villorrios y aldeas, las banderas doctrinales, políticas, no son sino indiferentes pretextos para la íntima discordia que hace su vida. ¿Banderas? Y sus colores, pongamos por caso —rojo, de sangre ; gualdo, de bilis ; supernumerario, morado—, ¡de cardenales... achaques!
El profundo reformador Juan Wycliff enseñaba en el último tercio del siglo XIV, en Inglaterra, la doctrina del dominio de Dios y del poder del Diablo y que “Dios tiene que obedecer al Diablo” —forma paradójica de un hondo pensamiento—, ya que entregó el mundo a las disputas de los hombres, que dirige el Diablo. Y este es el mal necesario, raíz de la Historia, que unos llaman Fatalidad (Hado) y otros llaman Providencia.
“¡Terrible doctrinal”, dirá algún cuitado. ¿Y qué se le va a hacer? El hombre que se sienta hombre, encadenado a la Historia, pero queriendo salvar su libertad —que es su dignidad— humana íntima, lo que hará es protestar contra ese mal necesario. Como protestaban los mitológicos titanes que se rebelaban contra Júpiter. O como protestaban los poetas románticos de hace un siglo, a los que se ha llamado titanescos —Leopardi y Vigny entre los mayores—. Como protestaba Job cuando Jehová le entregó al poder de Satán (Libro de Job, I, 12). Y, además, ¿es que la mítica serpiente del Paraíso obró sin permiso —o acaso encomienda— de su Señor? El pobre tentado, por su parte, no se rebeló, sino que se excusó como pudo.
A ese mal necesario, origen de la Historia, la civilización —y con ella la barbarie, su necesaria melliza—, se le ha llamado mitológicamente pecado original y forjádose su leyenda originaria. Y en cuanto a nosotros, españoles, estamos encadenados a la Historia —a la civilización y a la barbarie— por nuestra vital guerra civil, nuestro mal necesario, y en esta vida tenemos que convivir. ¡Y mientras nuestra inevitable —por necesaria— barbarie no caiga en salvajeria...! Es nuestro destino y hay que seguir la marcha —¿adonde?— con él a cuestas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario