Ahora (Madrid), 29 de noviembre de 1935
Pues sí, amigo mío; el resorte de la Historia y de la civilización —que es lo mismo— consiste más en matar el aburrimiento que no en matar el hambre. La conceptuación materialista de la Historia —la formulada por Carlos Marx— no nos da la razón de ser de las cosas, sino el sentido de vivir de los hombres. Será materialista, pero no racionalista. Y es porque el aburrimiento es irracional, pero inevitable.
Eso de que la curiosidad, el deseo de saber —origen de la ciencia—, provenga de la necesidad de comer, beber, abrigarse y demás por el estilo, aunque lo hayamos sostenido muchos, es más que discutible. La curiosidad, la curiosidad “desinteresada”, tiene por interés el divertirnos de las otras necesidades de vida y aun de la vida misma. Matar las penas —la mayor, el hastío— y no el hambre. Y matarlas con el sueño. ¡Qué hondamente Leopardi en su estupenda prosa “Cántico del gallo silvestre” dijo aquello de que: “Tal cosa es la vida que para soportarla es menester de tiempo en tiempo, deponiéndola, recobrar un poco de aliento y restaurarse con un gusto y como una partija de muerte”! Tal es el descanso, tal la diversión.
Enterarse, divertirse, saber, no para comer, beber, abrigarse y propagarse, sino para poder escapar de ello. No gozar para propagarse, sino propagarse para gozar. ¡Cuántas veces, amigo mío, hemos comentado juntos el mito del pecado original, del relato bíblico de la caída de nuestros primeros míticos padres! La interpretación racionalista la da Jehová cuando les manda que crezcan y se multipliquen y llenen la tierra. Esa parece ser la razón de ser del género humano. Pero su sentido de vivir —sentido irracional— es otro. Es gozar, o sea saber. Y Jehová, muy racionalmente, les impone que se priven de probar del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pues por querer hacerse como dioses quedarán sujetos a la muerte. Y, sin embargo, ellos, los pobrecitos, desobedecen y se entregan no a la necesidad natural, animal, elemental, de procrear y propagarse, obedeciendo así al genio de la especie, sino que se entregan al goce de saber de ello, a la “delectación morosa”, como dijo el dictador de la teología católica eclesiástica oficial. Que era como una anticipación de la antojada delectación beatífica. ¿No ha observado usted cómo los místicos se complacen en metáforas de desposorio, matrimonio y unión místicos? Y ¿no ha observado usted cómo se compara el trasporte ese —el de la “delectación morosa” del teólogo— con una como muerte? El mismo Leopardi cantó la hermandad del amor y de la muerte. Y, por otra parte, propagarse ¿ no es acaso suicidarse? El que da vida a otro ¿no se la quita a sí mismo? Observe, a la vez, que hay un tiempo solemne, realmente trágico; una edad en que el hombre entra en lo que llamaríamos el nacimiento espiritual, cuando —al entrar en la pubertad— descubre que se nace y que se muere, y qué es nacer —ser parido— y qué es morir. Entonces surge lo que San Pablo llamó el cuerpo espiritual (“soma pneumático”). Edad terrible en que se despiertan instintos de muerte, de crueldad, de erotismo y de desgana de vivir; edad en que el mozo sufre aprensiones de salud, incerteza de destino, pérdida de fe infantil; en que se le llena el alma de ausencia de porvenir.
Y esa necesidad elemental, vital, irracional, de goce, de diversión, de libertarse de la necesidad, de libertad, en fin, se ve en todo deporte y se ve en el entregarse a drogas mortíferas y al olvido de la vida misma. ¡Cuán errados andan los que suponen que el principal resorte de las luchas llamadas sociales es el de satisfacer el hambre! ¡Las veces que hemos comentado el sentido del relato bíblico del primer legendario crimen social: el asesinato de Abel por su hermano Caín! No por competencia económica, sino por lo que llamamos envidia. Y otras veces, resentimiento, expresión ahora de más moda. Aunque hay una palabra alemana —¿la recuerda usted ?— que es “Schadenfrende”, goce de hacer mal a otro, de gozarse en el mal del prójimo.
He oído a más de uno de esos que no acaban de darse cuenta del sentido de vida —no de la razón de ser— de la explicación materialista —no racionalista— de la Historia, exclamar ante algún estallido mortífero de masa humana, encrespada en lucha: “Pero ¿qué adelantan con eso?; ¿es que van a conseguir mejorar su posición económica?; ¿es que con eso van a matar el hambre?; ¿es que así van a subir sus salarios?” Reflexiones de una necedad manifiesta. Otras veces exclaman estos cuitados: “¡Puras ganas de destruir!” Y no se percatan de que el ansia de destruir implica un ansia de escapar a las necesidades elementales de conservar la vida. De conservarla sin goce. Y por este camino de incomprensión no comprenden que el sentido vital de muchas guerras —sea cual fuere su razón de ser— es que la paz es terriblemente aburrida, tremendamente hastiosa.
Como ve usted, amigo mío, todo esto es filosofía social barata, y de la más barata, y expuesta lo más baratamente que sea posible; pero lo hago así por aquello que le dije al principio de este programa, cuál es que hay cosas que de puro consabidas se olvidan. Y éstas se están olvidando desde que las han traducido a esa insoportable jerga de la llamada sociología, en que todos los más flamantes —¿de qué flama?— pedantes (y pedagogos) en boga se dan a confundir la razón de ser con el sentido de vivir. ¡Como que han llegado hasta pretender hacer una economía... matemática! ¡Claro está, el binomio de Newton explicando por qué Otelo mató a Desdémona!
Y ahora, saltando eslabones de esta cadena programática, voy a exponerle a usted, amigo mío, de la manera más barata posible, en qué sentido de vida puede consistir eso de que turbas enardecidas se den a quemar templos, a destruir imágenes, a perseguir misioneros y ministros de una fe religiosa que esas turbas no comparten. “¿Qué mal les han hecho?”, se preguntan los que no alcanzan la razón de ser de semejante conducta. Claro, ¡como que no tiene razón —razón, ¿eh?— de ser! Ni con matemáticas se explica por qué se ha perseguido a los mártires de una fe religiosa cualquiera. ¡Razón..., razón...! Se adopta una fe religiosa o política por razón o por sentimiento. O... por gusto. Por gusto, sí, por buen gusto —que, de ordinario, es malo—, como ciertos señoritos frívolos escogen un partido como una corbata o unos guantes. Partido de emblemas, uniformes, ademanes, santos y señas y demás frioleras, nonadas y naderías, que no es cosa de tratar aquí.
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