miércoles, 18 de abril de 2018

Sobre el hambre… sociológica

Ahora (Madrid), 15 de febrero de 1936

Entre las varias inefables ingenuidades de la tan amena como candorosa, teórica y académica Constitución de la República española de 9 de diciembre de 1931 (Gaceta del día 10) hay en su artículo 46, después de proclamar que el trabajo, “en sus diversas formas, es una obligación social”, aquello de que “la República asegurará —no dice que podrá asegurar— a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”. Al final del artículo siguiente, el 47, se dice que “la República protegerá en términos equivalentes a los pescadores”.

Creíamos que eso de la “existencia digna” era una definición de principio, análoga a aquella de León XIII referente al salario justo, y que se dejaba a la sutileza escolástica de los interpretadores y escoliastas el determinar la justicia del salario en el un caso y la dignidad de la existencia del trabajador en el otro caso. Porque ni una ni otra declaración obligan, en rigor, a nada. Pero después se nos ha complicado el problema al oír hablar de salarios de hambre —de hambre, no de pobreza o de miseria— en términos tales que no hemos podido poner en claro qué es lo que entienden por hambre ciertos escoliastas. Y no es que nos burlemos, no; es que cuando se trata de promulgar leyes conviene precisar los términos, medirlos —esto es, medirlos— y no andarse con conceptos vagos e inconmensurables, como los de dignidad, justicia y hambre. Que, como concepto legal —no fisiológico—, lo de hambre no es nada claro.

Pero he aquí que en un manifiesto ha podido leerse esto: “Rectificar el proceso de derrumbamiento de los salarios del campo, verdaderos salarios de hambre, fijando salarios mínimos, a fin de asegurar a todo trabajador una existencia digna, y creando el delito de envilecimiento del salario, perseguido de oficio ante los Tribunales.” Al leer esto empezamos a meditar en toda la logomaquia de la justicia pontificia, de la dignidad constitucional, del hambre sociológica —no fisiológica—, hasta que nos fijamos en otros dos términos, cuales son el de trabajador y el de salario. Y vinimos a caer en la cuenta de que hay trabajadores —esto es, hombres que trabajan para ganarse la vida— que no reciben salario, porque trabajan por su cuenta, sin amo ni patrono, como trabajadores libres. Que es una clase de trabajadores en esta “República democrática de trabajadores de toda clase”. Aunque esta clase de trabajadores no asalariados, sin amo ni patrono, no entren en lo que en cierta jerga pseudo-marxista se llama clase de trabajadores, los asociados. Y a estos trabajadores libres, no asalariados, sin amo ni patrono, que viven de lo que sacan de su parroquia o clientela, a éstos ¿les asegurará la República “las condiciones necesarias de una existencia digna” si su libre trabajo no les procura de su parroquia o clientela sino un estipendio de hambre? ¿Si, por ejemplo, a un zapatero remendón de portal, o a un mozo de cuerda, o a un buhonero, o a un trabajador cualquiera de la clase de los libres, su trabajo no le procura con qué calmar lo que los sociólogos llaman hambre de él y de sus hijos? ¡Pobres trabajadores ni asalariados ni asociados!

Aquí tenemos un pequeño labrador o, mejor, labriego propietario del pegujar que labra por sus propias manos y las de sus hijos y que con ello le saca a su tierrita una renta... de hambre sociológica y acaso fisiológica. ¿Qué le asegurará la República? Las piedras de su pegujar no le dan bastante pan para su familia. Su tierrita le sirve, a lo sumo, de seguro de lo que podríamos llamar su jornal —no salario—, de seguro de su renta diaria. Y es una renta de lo que llaman hambre. Y hasta hay pequeños amos que se ayudan de asalariados y que no sacan de su propio trabajo más que el salario dicho de hambre que dan a éstos. Porque eso que se llama envilecimiento del salario no suele ser, con harta frecuencia, más que el envilecimiento del campo, resultado de pretender cultivar tierras viles. ¡Y son tantas, pero tantas! Porque eso de que las cuatro quintas partes del territorio nacional que permanecen incultas sea posible cultivarlas de modo que rindan más que rendimiento de hambre sociológica, eso es cosa de sociólogos de clase urbana —o metropolitana— que no saben a ciencia cierta en qué tierra vivimos. Y en esta España central, de tradición, de pastores trashumantes, y de arrieros, y de buhoneros, y de vagabundos forzosos, donde la población está —y tiene que estar— mal repartida. Bien se vio cuando aquel disparate de los términos municipales. Donde no envilecía el salario la concurrencia de los asalariados forasteros, sino la vileza de las tierras de éstos. “El español es tan sobrio...”, se dice. ¡A la fuerza! Cuando empezaron a hacerse caminos en Las Hurdes, algunos de los que las conocíamos dijimos: “¡Gracias a Dios! Así saldrán de ellas los hurdanos y se convertirán en desierto de breñas y canchales y, a lo sumo, en bosques...” Pero parece que no, sino que allí siguen viviendo de un alivio de hambre sociológica entretenida. ¡Tira tanto la cima de roca desnuda! Y así se dan emigrantes en la propia tierra natal, desterrados hijos de Eva.

Sé bien lo que se opone a este modo de considerar las cosas. Conozco las leyendas que corren. Y cómo eso que llaman economía política no deja ver la economía natural. Justicia —la de León XIII—, dignidad de existencia —la de la Constitución—, envilecimiento del salario —el nuevo delito— y todo lo demás de la cantata del hambre sociológica... ¿Y si la injusta, y la indigna, y la vil fuese la Naturaleza, a que el clarividente, y sincero, y veraz Leopardi llamó “madre en el parto, en el querer madrastra”?

Hemos de volver sobre esto; pero, en resolución, hay que decir que a muchos de los que se quejan de salarios de hambre, trabajadores de la clase de asalariados, si se les entregaran las tierras que a salario labran para que, como trabajadores libres, las labrasen por su cuenta, no les sacarían sino renta también de hambre... sociológica. Y no estaría de más que sus monitores estudiaran bien “La ley de la renta”, de Ricardo, y “La ley de la población”, de Malthus.

Ahora no vendría mal añadir algo sobre el problema del paro y la paradoja de querer consumir para la producción, en vez de producir para el consumo; mas esto exige más espacio. Y, sobre todo, si no se le deja al pobre pueblo, que sueña hambre —y si la sueña, la siente y la padece—, que sueñe un régimen social de justicia, y de dignidad, y de igualdad, y de emancipación social, ¿qué consuelo va a dejársele? ¿Y cómo se obstinaría en vivir donde no cabe vivir dignamente y en no repartirse en el regazo de la madrastra tierra patria de modo que quedase desierto lo que sólo para desierto sirve? ¡Ay!, acaso sea mejor tratar de engañarse sociológicamente para poder engañar a los justamente quejosos. Y que se consuelen echando la culpa al hombre de lo que el hombre no la tiene.

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