sábado, 14 de abril de 2018

¿Conferencias? ¡No! A los que me las piden

Ahora (Madrid), 24 de enero de 1936

¿Conferencias? No; y menos ahora, en temporal de tanda de ellas. Y de mítines. Si pudiese reunir en un salón de teatro o de circo o en un campo de deporte a los que leen estos mis artículos, a mis lectores de ellos, sean cuantos fueren, no los reuniría para decirles lo que desde aquí les digo. ¿A qué? ¿A que me vieran? ¿A que me oyeran? ¿A que sus miradas, su atención visual, sus semblantes, sus gestos, sus aplausos, sus interrupciones acaso, me desviasen de mi vía? ¡No, no, no! ¿Y, además, no poder hacer pausas —como el lector las hace—, no poder insistir? Improvisar, sí, pero pluma en mano y por habla escrita, que así se logra densidad —apretamiento—, que es intimidad de expresión.

¿Leer un discurso? Ahora, no. ¿Recitar de memoria lo aprendido? ¡Peor! ¿Darle al aparato y que funcione la aguja? ¡Ah, no! Y en cuanto a las improvisaciones orales, con sus latiguillos y sus floreos —y aun floripondios—, eso se queda para lo que llaman actos. O declaraciones. Para éstas sí hace falta la presencia corporal del declarante. Como la de un testigo en un juicio. Y luego hay la función del agitador. Pero ¿agitador yo? ¡Ni por pienso! ¡Dios me libre de ello! Los agitadores en general no suelen saber lo que se dicen. A menudo disparan primero y después apuntan. O el tiro les sale por la culata. Cabalgan en el jaco desbocado que es su auditorio, agarrándose a la crin de éste para no caerse. “Agítese antes de usarla”, dicen los drogueros, y los que agitan muchedumbres de esas no suelen saber usarlas después. Más ha solido llevar a públicos —que no es lo mismo que muchedumbres— un escritor, un publicista, que no un charlatán. Recuerdo ahora un periodista anónimo— pues no firmaba sus editoriales (artículos de fondo) en un gran diario— que, desde su cuartito de redacción, escribiendo —tocado con un gorro de papel— resolvía crisis y trastornaba Ministerios. Y en las Cortes, aun con ser diputado, no sé que hablara jamás. Y en cuanto a Castelar, agitó con un artículo de periódico más que con cualquiera de sus discursos, ya improvisados, ya recitados.

¿Conferencias? ¿Y que vengan las versiones de los oyentes reporteros? ¡Ni aun con luz y taquígrafos! ¡Y esos extractos, esos terribles extractos! Sobre todo para los que ponemos toda el alma en la expresión íntima, no en la elocución. ¡Extractar! Perdóneseme la petulancia, pero pedir el extracto de ciertos discursos es tan desatinado como pedir —y este desatino se repite en clases de literatura— el argumento de La Ilíada. Y a las veces como pedir el extracto de una sinfonía.

A propósito de esto de los extractos, quiero contar lo que me ocurrió con una conferencia, en cuyo contenido puse gran cuidado. Y es que no queriendo escribirla para leerla —como había hecho otras veces— y, desde luego, no recitarla de memoria, hice un extracto previo, un esqueleto o armazón de ella, dejando los adornos y las ejemplificaciones y las alusiones para el momento de exponerla. Fui luego, al decirla, salpicándola de toda clase de anécdotas, chascarrillos, alusiones, croniquillas y demás del género. Cada reportero hizo su extracto, excepto uno a quien le di yo el mío. La traza de la fábrica de la conferencia, su armazón conceptual, sin todos aquellos añadidos, de yeso los más. Y al día siguiente me decía uno: “Pero ¿quién ha sido el desdichado que ha hecho ese extracto, dejándose...?”, y aquí fue enumerando los añadidos. Y al contestarle yo que yo había sido el extractor se quedó estupefacto. Claro está que los que leyeron los otros extractos no se dieron cuenta de lo que yo había dicho. Y esto me ha ocurrido tantas veces… Y, por lo tanto, conferencias extractables..., ¡no! Y, por otra parte, ¿hacer de fantasma de “cine” sonoro? Y que acaso vaya a oírle a uno una señorita extranjera que apenas si entiende nuestra lengua —y menos mi lengua—, y salga escribiendo a su tierra —el hecho es histórico— si uno tiene la barba blanca y la cabellera blanca y revuelta, y si el gesto es así o asao, y la frente, atezada, y si no lleva corbata, y si viste de tal o cual manera, sin haberse enterado de nada de lo que uno diga ni maldito lo que le importe. Y luego que se le venga a uno con el inevitable álbum para que le ponga allí su firma. Si es que no pide también un pensamiento. ¡A la porra!

Hay otra cosa que no he llegado a comprender, y es por qué en las Cortes—no sé si por práctica consuetudinaria o por reglamento—se excluye, en lo posible, la lectura de discursos escritos. Es que acaso se le estima al diputado como a un testigo que va a deponer oralmente y se quiere valerse para con él de todas las feas añagazas de que los jueces se valen en el interrogatorio oral contra un testigo... Raposerías de enjuiciamiento. Y de enjuiciamiento, más que judicial, policíaco. Método inquisitorial, al que no suele faltarle ni el fermento.

Mi paisano don Antonio de Trueba —Antón el de los cantares— ha sido uno de los mejores hablistas y estilistas de nuestra literatura del siglo pasado, pero hablista por escrito, pues era de expresión oral bastante torpe y hasta tartamudeaba. Y cuando tenía que tratar de algún asunto de cierta importancia con un convecino suyo, a quien acaso veía a diario, le escribía, en vez de ponerse al habla con él. Lo que hacen muchos otros. No quería que se le cogiese por la palabra. Y aunque yo, su paisano y, en más de un respecto, su discípulo —él fue quien me ayudó en mis primeros pasos de escritor en mis mocedades—, sé explicarme bastante bien de palabra y no tartamudeo, sin embargo, cuando a mis compatriotas me dirijo en la creencia y la confianza de que tengo algo que decirles que otro no les dirá como yo, aunque se lo diga mejor, se lo digo por escrito. ¿Que el enterarse de un escrito pide más atención y cuidado que el seguir un discurso oral? Sin duda. Pero esa atención y ese cuidado pueden y deben servir para no encontrar contradicciones donde no las hay. Que aunque dialéctica es voz muy aparentada con diálogo, o sea conversación oral, el caso es que abundan más de la cuenta las gentes que no se han dado cuenta de que la dialéctica es el juego de las aparentes contradicciones, y que el orador o escritor que se las echa de no contradecirse nunca es porque nunca se dice nada. Y esto lo he dicho ya antes de ahora.

En resolución, queridos amigos míos que me piden conferencias, mientras dure este temporal de ellas..., ¡no! Ni por ellos ni por mí. No quiero agitar el agua; quiero mejor arar la tierra. Y nada, por supuesto, de provocar terremotos. Hay que amolar las entendederas al público, pero sin por eso amolarle. “¿Y qué más da?”, le oigo a un lector. ¡Hombre, no!

¿Conferencias? Denlas otros. Y aunque nada confieran, quédense luego tan anchos, tan orondos y tan campantes. Yo, a estrecharme y recogerme. Y gracias...

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