Ahora (Madrid), 13 de diciembre de 1935
Decíamos que l a concepción —y, por ende, conceptuación— histórica de la Historia se cifra en la guerra, en la lucha no ya por la vida, sino por la conciencia social o civil. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, se ha dicho. Treitschke, el más genuino apóstol y profeta del nacionalismo germánico, dejó dicho que la guerra es la política por excelencia. Y la política es la Historia, o sea la civilización. Y lo de Trotsky de la revolución —la lucha de clases— permanente no quiere decir otra cosa. Aplicado a nuestra historia —civilización— española, aquel Romero Alpuente, aunque acaso un botarate, tuvo el acierto de formular el mismo esclareciente principio al dejar dicho que la guerra civil es un don del cielo. Y pudo añadir que España es un don de la guerra civil, del combate entre las dos Españas —su lado cóncavo y su lado convexo—. Combate que es convivencia, pues convivir —en vida histórica, civil— es com-batirse. Y locura pretender neutralizar ese combate con debates periodísticos, que suelen chorrear memez agriada.
La guerra civil, esto es, entre los más hermanos, entre los que hablan lo mismo, no la guerra animal, de conquista de esclavos o de mercados. No guerras entre naciones o razas distintas, no guerras de imperialismo conquistador, sino guerras que lleven a que una nación se conquiste a sí misma. La triste guerra que los soldados de Hernán Cortés hicieron a los súbditos de Guatimocín, o los de Pizarro a los de Atahualpa, no fueron guerras civiles, civilizadoras. Lo fueron, en cambio, las guerras de independencia de las naciones hispanoamericanas, de los pueblos, ya de criollos y mestizos, que lucharon entre sí —realistas y patriotas— para conquistarse una conciencia civil, histórica, hispánica, que se hablaba a sí misma en castellano. Hidalgo, Bolívar, San Martín pelearon por la conquista espiritual de la máxima Hispania. Y luego cada una de aquellas naciones continuó, en sí misma, la guerra civil. Y aquí, en España, los españoles que de aquellas guerras civiles volvieron acá reanudaron la fecunda guerra civil. Espartero y Maroto se formaron en la América hispánica. Nuestra guerra civil de los siete años —de 1833 a 1840— no acabó, ni pudo ni debió acabar, con el convenio de Vergara. Como la de 1872 a 1876 —la que este filósofo barato de la guerra civil recordó en su Paz en la guerra— no acabó ni pudo ni debió acabar con la restauración de don Alfonso ХП.
Pues ¿qué es eso de anonadar al adversario o de disolverlo? Si una parte —comunión, partido o como quiera llamársela— anonadara a su adversaria, la disolviera, resurgiría ésta en ella misma y con ello la civilizadora guerra civil, don del cielo. En cuanto un combatiente devora al otro lo siente dentro de sí. Los que hemos estudiado con la pasión de la verdad nuestra guerra civil en la forma que tomó en el siglo XIX sabemos cómo alentaba liberalismo en las entrañas del carlismo y alentaba carlismo en las del liberalismo. Y patriotismo en ambas. Sólo a los menoscabados de conciencia histórica, civil, se les ha podido ocurrir esa estupidez de la anti-España. Como a los otros, a los motejados de anti-españoles por los sedicentes tradicionalistas, se les ha podido ocurrir el desatino de acabar con lo inacabable. Y luego, esas consustancialidades —y autenticidades y esencialidades— que figuran en los credos políticos y que recuerdan lo de aquel gran cordobés, el obispo Hosio, el que metió lo de “consustancial” (“homoousios”) en el Símbolo de Nicea, Constitución de la Iglesia Católica. Es fatal el teologismo —o ateologismo, que es igual— de nuestros laicistas, que no laicos. No hay programa sin él, y el programa... es algo dogmático. Y donde falta contrapeso...
Y esta guerra civil, don del cielo, es una verdadera guerra santa y no ninguna de esas otras guerras de conquista externa, de imperialismo territorial, que se emprenden no pocas veces para apartar a los pueblos de la santa guerra civil, íntima, de la conquista de sí mismos. “La guerra santa es, por lo menos entre los pueblos islámicos, una preparación para la muerte”, me decía un estudioso de la mística guerrera mahometana. Y pensé, al oírselo, que la santa guerra civil es una preparación para la muerte por la patria, que lleva a la resurrección en la Historia. En un cielo que es nada menos y nada más que historia, como el paraíso dantesco no es nada menos ni nada más que poesía. E historia no es más ni menos que poesía, esto es, creación, y poesía cuando es verdadera poesía, es historia. Que la verdad de la Historia —como la de la religión— no estriba en la realidad grosera y material de lo que nos dice. Como verdadero consuelo es el que de veras nos consuela, aunque sea engañándonos. Y acaso sólo consuela de veras el engaño, y lo que llaman la verdad objetiva desconsuela y mata. (Aquí no puedo resistir a citar aquello de Browning respecto a la historia-relato, y es: “Aquí la Historia abre tienda; cuenta cómo los hechos pasados se hicieron, así y no de otro modo; hombre, ¡ten la verdad para siempre!; olvida las mentiras anteriores.”)
Y en esta concepción agonística —y agónica— de la Historia se sume la llamada materialista. En la lucha de clases, la lucha lo es todo, y la clase, nada. ¿Motivos de lucha? El instinto —mejor, necesidad— de lucha los inventa. El genio de la especie, que, según Schopenhauer y otros, inventó el amor, ese mismo genio inventó la guerra, hermana del amor. La historia de la civilización es la guerra civil del linaje humano histórico contra sí mismo. Como la vida espiritual del individuo es una guerra íntima contra sí mismo.
“¿Y el fin?, el fin de esa lucha”, se nos dirá. No tiene fin. Su fin es tan inconcebible como su principio. ¿El fin de la Historia? Sería el fin de la conciencia. Sería el trágico, apocalíptico y catastrófico san se acabó. “¡San se acabó!” ¡Terrible santidad de la santa guerra civil! ¡Como no fuera aquel “¡se consumó!” (“tetélestai” o “consummatum est!”) con que se cierra el relato de la Buena Nueva para abrirse el verdadero consuelo histórico cristiano...! ¡Cuánto se han torturado con este pensamiento tantos y tantos consoladores desconsolados e inconsolables! ¿Y quién no es quien para ello?
Todo esto se ha dicho muchas veces; son nociones baratas que el lector puede adquirir a poco precio. El que os las revende aquí ahora se ha preocupado, sobre todo, de la expresión, a ver si, merced a su novedad, logra que se recuerde lo que de puro sabido se olvida. Y como el hombre no se rinde tan aínas a lo que le contraría, no faltará lector que le pregunte a este filósofo barato: “Pero, vamos a ver: usted, señor mío, ¿de qué parte se pone en nuestra guerra civil?” ¡Otra! Sí, lo he dicho ya muchas veces, pero tendré que repetirlo. Y que explicar otra vez mi “alterutralidad” (“alteruter” quiere decir “uno y otro”). Mas de esto, aparte.
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