Ahora (Madrid), 20 de noviembre de 1935
Usted me ha oído decirle muchas veces, amigo mío, hablando de enseñanza —o de pedagogía si quiere—, que lo elemental es lo fundamental. Un mozo atudescado de hoy aquí diría lo existencial y lo esencial. ¡Bueno! Es cosa grave eso de que lo de puro sabido se olvide. De consabido más bien, pues cuando algo lo saben todos se le antoja a cada cual que no hay peligro en olvidarlo, y así no llega a hacerse propio el sentido común. Y viene luego aquello de “primum vivere, deinde philosophari” —primero vivir, después filosofar—, como si filosofar no fuese un modo de vivir. O mejor, de sobrevivir. O aun mejor, de sobrevivirse. Que es lo fundamental. Y así, voy a hablarle a usted, y lo más llano posible, de la vida elemental, casi de instinto, y la vida fundamental o de finalidad. O racionalidad, si usted quiere mejor.
Los elementos se les ha llamado a tierra, agua, aire y fuego, en que no parece entrar el espíritu. Lo elemental es, pues, lo natural, así como lo fundamental es lo espiritual. O sea la Historia. Y ya verá usted cómo esto se engarza con aquello otro de la conceptuación materialista de la Historia, atribuida, sin mucha precisión, a Marx. Y empecemos de lleno por el principio.
La vida elemental, la vida natural, parece reducirse a comer, beber, abrigarse —traje y casa de vivienda—, propagarse o procrear y divertirse. Porque la necesidad de divertirse, de entretenerse o de solazarse, convendrá usted conmigo, amigo mío, que es de primera necesidad, de necesidad elemental o natural. Y la diversión, entretenimiento o solaz entra en el comer, beber, abrigarse y propagarse.
Fíjese en eso que se dice de que hay que comer para vivir y no vivir para comer; piénselo bien y verá qué círculo vicioso supone. Se come muchas veces, no por necesidad, sino por gusto; pero es que el satisfacer ese gusto es un elemento de vida. Y esto se aplica en el vestirse al adorno, ya que adornarse es elemento de vida también. Y en cuanto al propagarse, ¿quién duda de que el goce que ello procura nos es un elemento de vida, aunque no se cumpla la finalidad de ese goce? ¿Aunque… finalidad? ¿Se propaga uno “para” gozar en la propagación o goza de ésta “para” propagarse? ¡Condenados “paras”! No cabe duda de que hay quien se da a la tarea de propagarse —o procrearse— por racionalidad, por finalidad. Por razones económicas acaso, buscando herederos que le mantengan en su vejez y lleven su nombre. Hay matrimonios pobres sin hijos que adoptan ajenos. A lo que volveremos con la misma llaneza de filosofía barata.
(Volveremos a ello cuando nos toque decir algo del proletarismo y de Malthus y el malthusianismo. Y de aquello del solterón gruñón que fue Arturo Schopenhauer con lo de que el genio de la especie engaña a ésta poniéndole cebos para que se propague. ¡Vaya con las genialidades del genio de la especie del solterón Schopenhauer! Entre esos cebos o añagazas entran los que, a propósito del desnudo en las playas, llamó nuestro padre Laburu, S. J., “incentivos psíquico-somáticos”. Y basta de paréntesis.)
En resolución, que si comer, beber, abrigarse y propagarse son elementos de primera necesidad, es también de primera necesidad el gozar con ellos y aunque luego ese goce no lleve a la finalidad trascendente que se le supone. Y aunque a esta doctrina se la moteje de hedonismo o de epicureísmo. Y se nos hable de los cerdos de Epicuro. Yo mismo escribí antaño que vale más ser ángel desgraciado que cerdo satisfecho. Mas, aparte del valor de ese “vale” —¡menudo lío ése de la teoría de los valores!—, falta por saber en qué consiste la desgracia del ángel y en qué la satisfacción del cerdo.
Pero, aparte del goce, satisfacción, placer, diversión o solaz que en comer, beber, abrigarse y propagarse se consiga, queda la otra diversión: la de gozar de la vida sin trabajo, la de descansar. Y sobre todo la de soñar. Que es el arranque del arte. Y de la religión. Gozar del ensueño. Que es lo que nos lleva de la Naturaleza a la Historia, de lo elemental a lo fundamental. Que es, como se ve, elemental también. ¡Lo que le alimenta, lo que le abriga, lo que le propaga a uno el descansar —sobre todo soñando—, el imaginarse que no pasa hambre, ni frío, ni soledad animal!
Reflexiones todas éstas que se las hacen casi todos los hombres, pero no siempre con la suficiente claridad y sencillez, como para percatarse de su alcance todo. Sentiría mucho, amigo mío, que todo esto le pareciese trivial, esto es, conversaciones de plazuela; pero lo que yo busco es llevarle a usted a la convicción de que la llamada filosofía de la Historia —que suele ser no más que historia de la filosofía, y no menos— es, en rigor, filosofía de la Naturaleza, de la elementalidad. Y que lo elemental, se lo repito, es lo fundamental, que lo natural es lo espiritual. O que en la diversión hay que buscar la finalidad.
¿Qué es diversión? Permítame que vuelva, según mi modo, a lo lingüístico. Diversión es de divertir, y divertirse y divertir (“divertere”) es apartar algo de su cauce, hacer que una corriente salga de su curso. Y en otro sentido se llama una diversión estratégica cuando se le quiere llevar al enemigo fuera de su propósito. Divertir a la vida es sacarla de su cauce natural, de su determinismo. Es juego que nos distrae, que nos divierte de la incontrastable necesidad. Y es la diversión elemental y necesaria porque nos libera de la elementalidad y de la necesidad. Y nos libera, sobre todo, del hastío, del aburrimiento, del tedio, que es peor que el hambre, y la sed, y el frío, y la impotencia genésica.
Y ahora queda por ver cómo para librarse del hastío, de tener que satisfacer hambre, sed, frío y calor de intemperie y apetito genésico siente el hombre la necesidad de la diversión, primero como arte y como historia, y luego como religión. Más grandes obras de arte, más proezas históricas, más creaciones de fe religiosa y de santidad se han hecho por matar el aburrimiento que por matar el hambre. Y voy a divertirme indicándoselo.
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