sábado, 31 de marzo de 2018

La fiesta de la Raza

Ahora (Madrid), 23 de octubre de 1935

Hace unos años, con motivo de eso de la Fiesta de la Raza —recién inventada entonces, la fiesta y hasta la raza—, se celebró una sesión en el paraninfo de esta Universidad de Salamanca y en ella habló el que esto escribe. Entre el público se contaba un buen número de militares y unos cuantos frailes dominicos —de la Orden a que perteneció fray Bartolomé de las Casas—, varios de ellos peruanos y con facha de mestizos. Al hablar yo expuse lo que después he repetido muchas veces, y es que lo de raza, en sentido cultural, histórico y humano, no es una categoría zoológica —como en las castas y variedades de animales, incluso los hombres—, sino espiritual, y que se distingue por una comunidad de cultura histórica que se cifra, sobre todo, en la lengua. Y así, la raza española —hispanoamericana si se quiere— es la que piensa y, por lo tanto, siente en cualquiera de las lenguas españolas. O ibéricas, si se prefiere. (Una de ellas, la que se habla en Portugal y en el Brasil.) Y ya en este tono hube de contar entre los heraldos históricos de nuestra raza al indio occidental mejicano —zapoteca puro, sin sangre europea— Benito Juárez, libertador y refundador de su heroica patria, que gobernó “en castellano” —como ha dicho su último biógrafo—, y al indio oriental, filipino, José Rizal —sin sangre europea—, asesinado en Manila por la monarquía española, que murió despidiéndose de su Filipinas en un magnífico canto… en castellano. Y es que ni Juárez pensaba en zapoteca ni Rizal en tagalo. Y nunca olvidaré el efecto que a los ingenuos oficiales de ejército que me oían y me oyeron leer la magnífica despedida de Rizal —escrita estando en capilla— les hizo ella. Les tenían engañados. Les habían hecho creer que el heroico Rizal no fue más que lo que llamaban un filibustero y un odiador de España. Lo que hoy llamarían un anti-español. Y por su parte, los novicios dominicos peruanos me agradecieron lo que dije de Juárez y a propósito de él.

Ahora se vuelve a querer dar esplendor a esa Fiesta de la Raza; pero se barrunta por dentro de ello y en una parte de los que lo promueven —no en todos, ¡claro!— un cierto sentimiento extraño e impuro. Ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso concepto de los arios —que no es más que un mito del más salvaje resentimiento—, con su secuela de anti-semitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el colmo del despropósito que hasta entre nosotros, aquí, en España, empieza a deslizarse que son anti-españoles los judíos. Y se extiende este grotesco anatema a los... masones. (Debo declarar que no sé lo que son los masones —no he llegado a eso en mis estudios de mitología—; pero estoy seguro que no saben más que yo respecto a ellos todos esos pazguatos que los execran y condenan, a pesar de aquel divertido intrigante que fue Leon Taxil, que tanto les tomó el pelo a los jesuitas. Lo que, por otra parte, es cosa fácil.)

Ya lo de nuestra raza —si se quiere con mayúscula: Nuestra Raza— empieza a no ser ni una categoría zoológica ni una categoría humana cultural, sino una categoría —en el más bajo y más triste sentido— política. Ya no se trata de limpieza de sangre ni de limpieza de conciencia, sino de una cierta ortodoxia y no solamente religiosa. Después de haberse enunciado la insensatez de que no puede ser buen español el que no sea católico, apostólico, romano, se va agravando el despropósito. ¿Y van a corregirse los insensatos? ¡Ya, y a! ¿Que aquel iberoamericanismo era lírico? ¿De lira de juegos florales? ¿Y éste que asoma? Este puede ser de zanfonía —peor: de zampona—, de romería arrabalera, en que se lucen aquellos a quienes los de rompe y rasga los tienen por “castizos”. ¡Los de “Santiago y cierra España”! No se sabe si para que no puedan entrar los de fuera o para que no puedan salir los de dentro. (Y de esto, otra vez.)

Se anunciaba que para la celebración de la mentada fiesta en La Rábida iban a concurrir allá —en concentración— muchachos de la Juventud de Acción Popular; pero se ha aguado ello por no poder concurrir el jefe. El jefe para quien piden todo el poder los que, sin duda, se sienten impotentes por sí mismos, y de quien declaran que siempre tiene razón los que, sin duda, se sienten, por sí mismos, irracionales. Y acaso ese fracaso de semejante romería nos ha librado —y en estas circunstancias— de alguna alusión al Peñón de Gibraltar— no muy lejano de La Rábida— y a otra raza a que suponen —¡cuitados!— la más hostil a la que llaman suya.

Este impuro y bárbaro sentido de raza que empieza a infiltrarse en el otro, en el cultural, histórico y humano, es el que trata de definir un patriotismo ortodoxo frente al heterodoxo. Es el del españolismo contrapuesto a la españolidad. Lo que lleva a la más perniciosa forma de guerra civil. A la guerra civil incivil. A la de aquella barbarie del “¡vivan las cadenas!”, del suplicio de Riego, en los más tenebrosos años de Fernando VII — el “pico” vino después— cuando se execraba del “mal llamado bienio” progresista.

Y así puede resultar —si Dios no lo remedia— que eso de la raza, del sentimiento de comunidad histórica, que podía llevarnos a la convivencia más perfecta posible, puede, si ese racismo ortodoxo que apunta se extiende, estorbar la convivencia. Hasta la imperfecta y de resignada tolerancia. No hace mucho le oí a uno de esos racistas de nuevo cuño decir, hablando de la llamada comunidad iberoamericana, que podemos sentimos hermanos espirituales de los venezolanos bajo Juan Vicente Gómez, pero no de los mejicanos de hoy. Y este mismo sujeto que eso decía, al oírme exaltar a Benito Juárez, se echó a decir que no cabe sostener que hubiesen sido héroes del mismo espíritu hispánico Benito Juárez y, por ejemplo, Gabriel García Moreno, el criollo ecuatoriano. “¡El indio Juárez —me dijo— en el fondo era... protestante!” Y pronunció esto de “protestante” como pudo haberlo hecho de judío, masón o marxista. Por de contado que el tal patriota racista ni sabe lo que es judaísmo, ni masonería, ni marxismo. Es de los de “eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante...”, de los que piden todo el poder y toda la razón para el jefe por encontrarse sin uno ni otra. Ni quiero desperdiciar la ocasión de contar lo que le oí a un subordinado que fue del cardenal Segura, y es que le oyó decir que los dos más peligrosos y solapados enemigos de la auténtica España éramos Luis de Zulueta y yo, por lo que tenemos, según él, de sospechosos de... ¡protestantismo! ¡Grave peligrosidad! Sin duda, se creía —no “creía”, pues creerse no es creer— que la Reforma es la auténtica anti-España. Que así se creen y lo dicen las cotorras del cotarro.

En resumidas cuentas, ved por qué yo, que creo haber hecho por mi raza —espiritual— y por su lengua más que el que más de esos racistas de última hora, me siento obligado a escatimar mi participación en fiestas que empiezan a perder su sencilla pureza originaria. Me quedo con raza y sin fiesta mientras no se depuren las cosas a ellas atañederas.

viernes, 30 de marzo de 2018

Experiencia de exámenes

Ahora (Madrid), 16 de octubre de 1935

Últimamente, a fin de poner coto a la demasiada concurrencia de bachilleres aspirantes a carreras académicas, se dispuso exigirles un examen de ingreso a ellas. Examen de las materias mismas de la llamada segunda enseñanza o de lo que se dice cultura general. El primer efecto de esa exigencia fue una baja enorme en el número de tales aspirantes. Y otro efecto ha sido la triste experiencia del lamentable estado de incultura de una gran parte, de la mayoría en casos, de esos aspirantes. Y ello, por otra parte, nos ha traído a considerar que lo que piden al pedir libertad de enseñanza esos “padres de familia” —azuzados por otros padres sin ella y sin hijos (al menos, legales)— es la libertad de no enseñar. Para lo que se achaca la peligrosidad de ciertas enseñanzas.

Nos apena a los que hemos tenido ocasión de examinar a esta muchachada estudiantil del cine, del deporte y del puño o de la palma alzados, nos apena su ignorancia invencible. Invencible por querida. Apenas saben nada —y de lo más elemental, que es lo fundamental—, y no lo saben porque no quieren saberlo, porque carecen de curiosidad. Lo de menos es que hayan olvidado —si es que alguna vez las supieron— aquellas ligeras nociones que hubieron de estudiar o en horribles librillos de texto o en más horribles apuntes, pues ese olvido podría ser hasta meritorio. Lo peor es que no hayan leído lo que leen otros muchachos que no aspiran a título académico. Que uno de esos chicos no sepa lo que le enseñaron en la cátedra de Preceptiva literaria, puede pasar; lo que no puede pasar es que no conozca lo más esencial de la literatura castellana y ni siquiera haya leído a los autores modernos más en boga. Hace pocos días se le preguntaba a una aspirante de ésos —era una muchacha— que dijera algo sobre Galdós, y cuando se disponía a recitar no se sabe qué juicio empapizado, como uno de los examinadores le preguntase “¿Pero usted ha leído algo de Galdós?”, la pobre muchacha respondió como sorprendida: “¿Yooo...?” Y si se nos dijese que Galdós acaso figure para ella entre los autores prohibidos, replicaremos que sí puede pasar el que se prohíba leer estos o los otros libros; lo que no debe pasar es que se enseñe que esos libros dicen lo que no dicen. Y esto pasa.

En junio último pasado, aunque ya jubilado, me encargué de examinar a unos alumnos de una cátedra de... ¡”Introducción a la Filosofía”! Una verdadera mandanga, pues no hay modo de saber en qué la introducción a la filosofía se diferencia de la filosofía misma. Prescindí de unos ciertos apuntes que se habían empapizado y empecé a preguntarles nociones generales de ciencias y letras: cómo se halla el área de un triángulo, la ley de la caída de los graves, qué es una hipérbola y qué una parábola, cuál es la función del hígado, qué fue la Reforma... y otras nociones tan elementales. El resultado fue desastroso.

¿Qué ha podido traer esta lástima? ¿Cómo ha podido nuestra “juventud” —subrayo la palabra— actual llegar a tal estado? Otra cosa era en mis tiempos de estudiante de Instituto, hace ya cerca de sesenta años. Por lo menos, en mi Bilbao, que salía de su sitio y bombardeo. ¿Cómo se ha llegado a esta inapetencia de saber? Es más, ¿a ese horror a él?

Y ahora, por un eslaboneo de consideraciones de que quiero hacer gracia al lector, he venido a recordar aquella típica doctrina jesuítica del tercer grado de obediencia que expuso magistralmente Íñigo de Loyola en su célebre carta a los padres y hermanos de Portugal. Ese tercer grado que es la obediencia de juicio, o sea creer que es lo verdadero lo que el superior así define. Es decir, que no basta pedir todo el poder para el jefe, sino también toda la razón y la inteligencia. Colmo de la abnegación y de la irresponsabilidad. Lo que vuelve a traerme a las mientes —y digo “vuelve” porque es uno de mis estribillos— aquello del Catecismo de la doctrina cristiana del P. Astete, jesuita, cuando dice: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Es la fe implícita o del carbonero. ¡Y la de jóvenes carboneros que se nos están metiendo en política! Y a carbonear con obediencia de tercer grado.

Me explico que haya doctrinas de cuyo conocimiento quieran preservar los padres sin hijos a los hijos de padres carboneros; pero cuiden de no enseñarles refutaciones. Las refutaciones son peligrosísimas. Lo sé por propia experiencia. Fue una cierta desdichada refutación de Hegel —tras elogiarle mucho— por parte del cardenal González, O. Р., lo que más me puso en camino de estudiar a Hegel y de enterarme, entre otras cosas, de que el pobre cardenal no le había podido entender. Era natural. Y otra vez, al leer en un libro de un neoescolástico italiano —creo que era Prisco—, al frente de un capítulo, “Del absurdo fenomenismo de Hume”, me dije: “¡Tate! ¿Le llama así, de antemano, absurdo? Hay que enterarse bien de ese absurdo.” Y de esta me acordé años más tarde, cuando leí en La Biblia en España, de Borrow —precioso libro traducido al español preciosamente por Azaña— aquello de los canónigos cordobeses que se extrañaban de que el criado griego de Borrow profesara una religión tan absurda como la griega, y al decirles el griego que renunciaría a ella cuando le mostrasen su absurdo le contestaron que no la conocían y sólo sabían que era absurda.

Examinaba yo aquí en Salamanca hace más de cuarenta años a unos alumnos del colegio de Deusto de Metafísica —así se la llamaba—, cuando uno de ellos dijo: “Dice Spencer...”, y siguió hasta que le interrumpí: “¿Pero dónde ha dicho eso Spencer?”, y él, sin inmutarse: “Bueno, pues dice el pa' Fulánez que dice Spencer...” Y le dejé seguir. Y otra vez, como a uno de esos alumnos, en un examen de Derecho, le oyese nuestro compañero don Luis Maldonado —luego, rector— llamarle “filibustero” a don Antonio Maura y le interrumpiese con un “Pero ¿qué dice usted?”, el mozo replicó: “Filibustero, sí, filibustero; lo ha dicho el pa' Zutánez...” Y vaya otro sucedido. Una de mis dos hermanas, que murió no hace mucho en un convento de enseñanza, de monja, se instruyó en el colegio de Sagrado Corazón de Bilbao, y así llegó a mis manos un cierto librito de Historia en que había verdaderas atrocidades. No equivocaciones, ni errores, ni inexactitudes, sino mentiras, evidentes mentiras. Y que el autor del librito —para ignorantes o carboneros— sabía que lo eran. Calumnias concientes, es decir, que el autor de ellas tenía que saber que lo eran. ¡Y luego se quejarán de Pascal!

Y traigo todo esto a cuento porque creo que una parte de la culpa —no toda, ni acaso la mayor— de esa ignorancia invencible y querida de los mozos de deporte y cine y horror al saber la tienen los que están propugnando por una libertad de enseñanza que es libertad de no enseñar. Y ello basándose, entre otras cosas, en que hay que educar más que instruir.

Mas de esto de la diferencia entre educación —o formación del carácter— e instrucción hay que hablar más despacio.

jueves, 29 de marzo de 2018

Un pecado de San Luis Gonzaga

Ahora (Madrid), 8 de octubre de 1935

En mis Recuerdos de niñez y de mocedad he contado los de cuando en mi nativa (no nativo) Bilbao pertenecí a la Congregación de San Luis Gonzaga durante la época de mi bachillerato. Que lo hice en el Instituto Vizcaíno, el oficial, y no en colegio alguno privado ni eclesiástico. Así como la Congregación, en mi tiempo de ella, no fue dirigida por jesuita alguno. Después, sí. Y no olvidaré nunca todo lo que se nos contaba de San Luis.

Siempre —ya desde entonces— me pareció aquel cuento o relato una especie de novela hagiográfica amañada para servir de libro de edificación a los muchachos. Y más de una vez he pensado si habrá una biografía de ese santito que sea a la que se nos servía lo que la biografía de San Ignacio de Loyola que figura al frente de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, del P. Astrain, S. J. —es decir, jesuita—, es a las vidas de edificación, empezando por la del padre Rivadeneyra, es decir, una biografía limpia y serenamente histórica, en que se nos presente un hombre de carne y hueso y no un mito edificativo. Porque cuando el mito está tan desordenadamente compuesto —o descompuesto— como el que de este San Luis se nos daba justifica aquel severísimo juicio que le mereció a William James, el gran psicólogo, quien en su libro sobre las Variedades de la experiencia religiosa llega a decir esto: “Pero cuando la inteligencia, como en este Luis, no es originalmente más ancha que una cabeza de alfiler y acaricia ideas de Dios de correspondiente pequeñez, el resultado, no obstante el heroísmo desplegado, es, en conjunto, repulsivo.” ¿Un bendito? Sin duda; pero no se olvide el sentido que este apelativo suele tomar. Especialmente en catalán, donde “beneit” o “benet” no es, ciertamente, una recomendación. O aquello otro de que “cretino” derive de una palabra de romance suizo: “chrestin”, que equivale a cristiano. Y, ciertamente, que a ningún cristiano normal se le puede llamar cretino.

Entre las cosas que de San Luis se nos contaba en la Congregación, una de las que más presentes se me han quedado es la de los pecados que creyó haber cometido de niño —lo fue toda su vida y no normal—, y estuvo llorando arreo y teniéndose por ellos como un grandísimo pecador. Uno era el de que como su padre, que era militar, le hubiese regalado un cañoncito de juguete, el chico le hurtó una vez un poco de pólvora para hacer fuego con el juguete. Claro que para tirar salvas y con cañoncito de juguete. Y menos mal que el santito se arrepintió y lloró amargamente aquel descarrío de su carrera de santidad pacífica.

Últimamente he recordado ese edificante remordimiento del mítico San Luis Gonzaga al ver a algunos de sus discípulos, de los llamados luises, dedicarse a disparar salvas con cañoncitos de juguete y pólvora hurtada a sus mayores. Porque no es de creer que profesen luisismo gonzaguesco los que se sirven de pistolas a nombre de uno o de otro fajo. Íñigo de Loyola fue un militar; pero Luis Gonzaga no lo fue, aunque hijo de militar. Y tuvo que llorar el haber hurtado pólvora a su padre.

Y esto me trae como de la mano a eso que se llaman partidos políticos católicos, es decir, religiosos confesionales, que se creen alguna vez obligados a emplear métodos militantes de pólvora y de cañoneo. Sobre todo en guerra civil. Verdad es que ya no sabe uno qué es lo que se entiende por catolicismo. Y qué por política.

Ya otra vez, no hace mucho, comentando aquí mismo una muy bien pensada y bien intencionada circular del señor obispo de Oviedo acerca de la cuestión llamada social y la posición de les obreros que se apartan de la Iglesia, tuve ocasión de decir que el hecho de que la Iglesia acepte soluciones más o menos socialistas —y aunque fueran comunistas— no es razón para que los obreros suscriban el credo religioso de la Iglesia. Con eso del “salario justo” no se adquiere ese credo. Mas, no hace poco, nos hemos encontrado con que el partido católico belga no exige a sus adherentes confesión religiosa católica ni de ninguna especie. Es decir, que puede pertenecer a ese partido un calvinista, un agnóstico o un ateo. ¿Por qué, pues, se llama católico el partido?

Es como lo de Sindicatos católicos agrarios. ¿En qué consiste su catolicismo? Cualquier noche sale uno cualquiera inventando un Sindicato agrario budista o musulmán o espiritista. Eso da la impresión de que no se trata de un Sindicato, sino de una clientela. En semejantes Sindicatos, que cuidan no aparecer como cofradías, el sentimiento religioso apenas si juega papel alguno. Ni siquiera, que yo sepa, organizan una bendición de los campos. El catolicismo se reduce a una enseña electoral. Y esto recuerda lo de unas elecciones, hace unos años, en mi nativa tierra vasca, en que decían los aldeanos: “Al que pague mejor el voto, y si los dos pagan igual, al católico.” Catolicismo, pues, inconfesional, o sea electoral. De partido y acaso, a lo peor, de partida. Pero no de partida de bautismo. Y para eso ¿hurtar pólvora —por lo demás, mojada— a los mayores?

Es muy peligroso para una fe religiosa cualquiera el andar jugando así con ella. Como es peligroso para la fe nacional el andar jugando con el concepto y el sentimiento de la Patria. Que es lo que hacen esos insensatos que han sacado lo de la anti-España. Verdad es que unos y otros, los que juegan con la fe que creen haber recibido de sus mayores y los que juegan con la Patria que hicieron nuestros antepasados todos, los de un lado y los del otro, tanto los ortodoxos como los heterodoxos, no hacen todos ésos más que jugar con cañoncitos de juguete y pólvora hurtada a sus mayores. Cometen el pecado que tanto lloró San Luis. Y lo cometen por la misma mentalidad que llevó al santito a cometerlo. Porque lo más triste de todo esto es que los muy benditos ni se dan cuenta de la verdadera pecaminosidad de su pecado. Puestos a pecar, ni pecar saben. Como no sea que lo que se proponen es entrar en la plantilla de artilleros de salvas. Y libres de restricciones. Y no míticos ni místicos.

Ya volveremos sobre esto.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Ensueños. La Gruta del Amor

Ahora (Madrid), 4 de octubre de 1935

¡Qué tarde dominical y canicular de fin de julio aquélla! Había logrado escaparme de Madrid, del Madrid universitario y parlamentario y ateneístico y, sobre todo, del estrépito ensordecedor de su Gran Vía, que infestaba el hotelito de mi estancia. Horribles ruidos de autos y camiones y a las veces —lo que es peor— de radios con altavoz para porteras. Y ¡ahá! A trabajar. Ya en mi vivienda de más de veinte años de vida y de muerte, en recatado rincón de la ciudad querida, casi en un suburbio de ella, entre conventos, al caer de la tarde. Aquí, el corralito, jardincillo enjaulado entre casas, pequeña manigua con dos acacias —la una brotó de una raíz aflorada de la otra—, una higuera que tiende sus hojas sobre el tejadillo de una carbonera y un albérchigo cuyos frutos cabe coger desde una galería doméstica. Y al otro lado, al norte de la casa, mi celda de trabajo y de descanso, en que los recuerdos se me derriten en ensueños.

¡A trabajar! A soltar el abejorro san juanero —“cochorro” en mi infantil bilbaíno— de la imaginación recreadora; a buscar expresiones. ¿De qué? ¡Ello saldrá! Un ansia de expresión, de expresarse uno, de exprimirse, de soltar la dulzura de la soledad. ¡Buscar expresiones! ¡Qué honda esa frase cariñosa cuando se le dice a quien va a ver a un ausente querido: “¡Dele muchas expresiones de mi parte!” A buscar, pues, lector querido, expresiones que darte.

A trabajar en la tarea de buscar expresiones y a solazarse en el trabajo, que hace vivir y da de vivir. No era en el barullo madrileño ni tras asuntos políticos y de eso que llaman actualidad. No eso, sino, estilográfica en mano, sobre la cama de mi celda, tras lo eterno de cada momento, tras la cotidianidad de la eternidad pasajera. ¿Asuntos? ¡Uf! Aun me pesaban en la memoria el hastío y el enojo que me causó cierto artículo de fondo —sin fondo— político, que se ocupaba (¡ocupación era!) en la democracia —"burgocracia" le llamaba— y cuyo tono sonaba a serrín comprimido. Ansiaba esquivar semejantes asuntos. De molesta asunción. Y sacudirme salpicaduras del charco público central para recibir rocío de recuerdos de ensueño. ¡A soñar, pues! Y a darle al ánimo desenvoltura.

Tras de mi celda, dos corralitos suburbanos, con sus parras, sus arbolitos —ropa blanca tendida a secarse al sol— y gallinas picoteando en sus empedrados, la separan de un pobre edificio de solo piso bajo, donde está instalado un salón de baile popular. Su nombre: “La gruta del amor”. En él, convertido en colegio electoral, votamos las elecciones que derribaron la monarquía. Cae la tarde sofocante de canícula y empieza el alivio de la puesta. La música de la gramola del baile parece la queja arrastrada de un animal herido que se desangra. A ella se mezclan las lentas y espaciadas cimbaladas de un convento de monjas recoletas, chillidos de vencejos que zigzaguean por el aire, zumbidos de un moscón que se me ha metido en la celda y el rumor vital de mi sangre soñadora en el pabellón de la oreja. Todo ello, una orquesta que acompaña a mis ensueños. ¡El címbalo conventual! ¡Quién sabe si a alguna monjita, al sentir en la soledad recogida de su celda la música de la gramola mundana, no le danzarán en el corazón adormecido infantiles recuerdos lejanos de bailes al aire libre en el prado del ejido de la aldea!

La gente moza se divertía, mientras yo, a los sones del bailable, del címbalo conventual, de los chillidos alados, del mosconeo y de mi propia sangre, ordenaba mis notas —las de mi música íntima— sin orden, ni concierto, ni método. ¡A la porra el método, que harta porra es él! ¡A seguir el ritmo de la música de la gruta del amor! Al son callado, pitagórico, de la música de las esferas bailan los astros. Y a su baile se le llama revolución.

¡“La gruta del amor”! Gruta es cripta —palabras hermanas— y es frescura. Pero ¿frescura allí y en semejante tarde? ¿Y en baile agarrado? (Y, entre paréntesis, ¡hay que oír las necedades que de la coeducación dicen los mentecatos pedagogos tradicionalistas de ambos sexos!) ¡Lo que sofoca el agarro y el meneo! Entra alguna mocita clara y fresca como agua manadera y se sale tibia y turbia como de bañera. Pero así se preparan generaciones de electores venideros. En el baile, obrerillos, estudiantillos, horteras, costurerillas, mecanógrafas, criadas de servicio... Hay de estas charritas o serranitas que al chapuzarse en el ámbito urbano de la ciudad se pegan anzuelos de pelo en las sienes, junto a cejas supernumerarias —dejando aquel servicio, ¡claro!—, o acaso se calzan... medios. ¿Medios? Sí; medios calcetines, como las medias provienen de medias calzas. Y acaso allí, con el agarro y el meneo, se incuba uno de esos crímenes llamados pasionales —no sociales— de cada día. O un suicidio. “¡Allí empezó mi desgracia!”, decía, refiriéndose a una gruta de éstas del amor, uno que purgaba en un calabozo un mareo de baile. Lo que no quiere decir, ¡claro!, que yo me apoyase, para estas suposiciones, en nada que supiera de esta mi vecina gruta, de que nada concreto sé, sino el haber votado en ella candidatos republicanos. Después de haber andado de candongueo electoral. Y no por grutas de amor.

Y luego —pensaba yo en mi celda—, esos de la gruta, del agarro y del meneo levantan el puño diestro y se enardecen por otro baile. O hay que verlos en el cine, en ciertas películas, mejiendo la lubricidad al revolucionarismo… Mas ¡es la vida! La vida que se nos va y se nos viene como los sones de la gramola de danza, del címbalo conventual, de los chillidos de los vencejos, del mosconeo de los moscones y de la sangre propia, que nos susurra el vaivén de la vida entrañada. ¿A qué afanarse más?

¡Qué tarde dominical y canicular aquella del 21 de julio de este año! Quede aquí su nota.

martes, 27 de marzo de 2018

De mitología entomológica

Ahora (Madrid), 27 de septiembre de 1935

Al inaugurarse en Madrid el Congreso de Entomología se me subieron a la memoria muchos de mis mejores y más puros recuerdos de niñez y muchas de mis más íntimas enseñanzas de mis patriarcales observaciones de los niños. En relación con los insectos. Como en la animalidad los insectos, son en la humanidad los niños, los más recientes y más frescos y a la vez los más antiguos y más asentados. Más antiguos aquéllos —los insectos— acaso que los monstruos paleontológicos; más antiguos éstos —los niños— que los salvajes prehistóricos y cavernarios. Y así es que por los insectos, a los que puede manejar y jugar con ellos, es como el niño mejor se adentra, intuitivamente, en el espíritu de la naturaleza del reino animal. ;Qué descubrimientos y qué sencillos asombros! “¡Tan chiquito y sabe ya tanto!”, me decía de un bichito un niño. ¡Y lo que su imaginación les debe! Si el que se ha llamado el Homero de los insectos, Enrique Fabre, llegó a tan viejo, con tan fresca, infantil y antigua vejez, se debió, sin duda, a su trato familiar con los insectos. Y entre nosotros, en España, ahí está la fresca y a la vez antigua vejez del benemérito don Ignacio Bolívar.

¡Qué bien estaría que se escribiese —para niños y mayores— algo de folklore entomológico infantil, de leyendas de insectos, de su mitología! Juguetes fueron de nosotros, niños, los grillos, los llamados en mi Bilbao “cochorros” (esto es, cochinillos), en Santander “jorges”, en Asturias “bacallarines”; el “melolontha” de que habló Aristófanes y al que, por mi parte, he dedicado más de una mención; la vaquita o coquito de Dios —“... ¡cuéntame los dedos y vete con Dios!”—, la que llamábamos “solitaña” —“¡soli solitaña, vete a la montaña; dile al pastor que traiga buen sol para hoy y pa mañana y pa toda la semana!”—, la luciérnaga, el caballito del diablo (en vascuence, “asador del infierno”), de un pobre diablo (y asador de un pobre infierno); el por mote científico “mantis religiosa” (en tierra de Ávila, santa-teresa) y tantos más con su cancioncilla o jaculatoria a las veces.

Hay uno que personalmente me intrigó desde niño y que hace poco contemplaba en el canalillo del agua del Lozoya, al pie de la Residencia de Estudiantes. Es el llamado zapatero, tejedor y escribano. El Diccionario oficial, en “escribano del agua”, le llama araña, cuando es insecto, pues tiene tres pares de patitas y no cuatro. Y, por otra parte, al registrar su mote científico—“girino”— le toma por renacuajo, que es cría de rana, un vertebrado. ¿Qué tendrá este misterioso animalito que el íntimo poeta flamenco Guido Gezelle —capellán de un cementerio donde cultivaba flores— le dedicó un precioso poemita? Y en flamenco se le llama también escribano. (O escribiente.) Gezelle le cantó con la misma alma con que cantó aquella misteriosa visión de una puesta de sol en el horizonte de una laguna, donde dos discos solares, uno bajando del azul del cielo y otro subiendo del azul del agua se asumen y funden uno en otro. ¡Escribano! ¿Y qué escribe en el agua? “Triste cosa —pensaba yo contemplándole— arar en la mar; pero... ¿escribir en el agua?” Y recordaba cuando Jesús dijo a sus discípulos: “¡Soy yo; no temáis!” (Juan, VI, 19.) Fue que se asustaron al verle marchar sobre el agua, como el escribano y tejedor de ésta. Él, Jesús, si paseó (“peripatounta” dice el texto) por sobre el agua, no escribió en ella, sino una vez en tierra; mas ¿no escribieron en agua los escribanos que de Él escribieron?

Todo esto es mitología, poesía entomológica; pero la ciencia se interesa más por la economía, por los insectos útiles o perjudiciales al hombre y a sus frutos, por las plagas del campo, por la apicultura, la sericultura y demás culturas entomológicas. Y por los insectos sociales. Sobre todo las abejas, las hormigas con sus diversos fajos y esos horribles térmites —en el Diccionario oficial no figuran—, especie de “nazis” de la entomocracia. ¡La colmena, el hormiguero, la termitera! ¡Cómo los admiran muchos! Por mi parte, me atraen más los pobres insectos señeros, solitarios, individualistas si queréis. Y que si se nos presentan a las veces en muchedumbre, no es formando masas. Tales las moscas, las tan aborrecidas y calumniadas moscas.

También las moscas fueron juguete de mi niñez y lo fueron —y seguirán siéndolo— de los niños. ¡Qué sorprendente efecto el de ver pasearse a una pajarita de papel —de fumar y de un solo pliegue— sobre una mesa, llevada por una mosca, sujetas sus alitas —con cera— a las patitas del artefacto! (Hace falta destreza.) Cada vez que recuerdo aquella fábula que empieza: “A un panal de rica miel dos mil moscas (¡son demasiadas!) acudieron y, por golosas, murieron presas de patas en él...”, me represento la tragedia de los pobres animalitos anarquistas o libertarios. Como alguna otra vez me he detenido a contemplar esos mosqueros que son una botella especial con agua y una trampa, por la que entrando las moscas caen en el agua y allí se ahogan. ¡Y verlas subiéndose las unas sobre las otras y hundiéndolas más al querer sostenerse sobre ellas, para hundirse, a su vez, por falta de sostén! ¡Qué espejo de sociedad humana! De sociedad humana individualista —se me dirá.

Hubo, por otra parte, tiempo, siendo yo un mocito, en que —como creo que dicen que hacía Spinoza— crié en una caja una araña dándole moscas y haciéndole inútil su tela. Y pude observar con qué parca ración se satisfacía la araña. No así el vencejo ni el camaleón. Del que dicen que se mantiene de aire. No cabe fiarse de los que se dice que viven del aire.

Mas... ¿a qué seguir? ¡Qué de cosas podría decir a mis lectores si recogiese todos mis recuerdos infantiles de la historia, y la leyenda, y la fábula, y la mitología de los insectos! De los articulados, como también se les llama. ¡Qué de artículos podrían inspirarme los articulados esos! Pero hay otros articulados —mejor, desarticulados— humanos que interesan más a nuestros lectores. Y, sin embargo, yo les digo a éstos que no hay articulado humano que nos ofrezca más puras enseñanzas que un grillo, un “cochorro”, un coquito de Dios —¡qué tierna ocurrencia la de consagrarle al Creador!—, un caballito del diablo, un ciervo volante, un... ¡Y qué espejos para los hombres! Supe una vez de Bagaría que se había dedicado a dibujar —del natural, ¡claro!— insectos. Lo había yo adivinado al ver las profundas caracterizaciones humorísticas que lograba al caricaturizar a los hombres con formas de ortópteros, coleópteros, himenópteros… Y chupópteros. Toda una psicología entomológica humana.

Y que aquellos de mis lectores que, a su vez, escriban para el público se paren a la orilla de algún remanso, a la sombra de un sauce o de un aliso, a contemplar la obra del escribano del agua. ¿Habré estado yo escribiendo este artículo en ella?

lunes, 26 de marzo de 2018

Acerca de la censura. Al señor ministro de la Gobernación, amistosamente

Ahora (Madrid), 18 de septiembre de 1935

Ya no; hay que salir al paso a procederes no ya dictatoriales, sino nada inteligentes. Pues nada más torpe que la manera cómo suele ejercerse la censura por los encargados de ella en las recientes y flamantes dictaduras.

Apenas entré, hace tres meses, en el Nuevo Estado —que así le llaman— de Oliveira Salazar, que ha sucedido al Portugal que tanto conocí y quise, cuando hube de protestar contra la manera con que allí se ejercía la censura. Y se impedía la entrada de número de diarios extranjeros —por lo menos, españoles— para que los portugueses no se enterasen del modo cómo se juzga fuera de ellos el régimen que les rige. Hubo manifestación mía al llegar allá —la de que soy individualista, liberal y demócrata— que se tachó en algún diario, mas no en otros. Dióseme por razón —mejor, sinrazón— de esto la de que en aquel diario, por ser de solapada oposición al salazarismo, mis palabras cobraban otro sentido. Y ello me obligó a protestar allí mismo, y en público oficial, contra tal manera de censura

Y ahora, hace pocos días, me he encontrado con una entrevista que Oliveira Salazar, asistido por su secretario de propaganda, ha otorgado a un redactor de Les Nouvelles Litteraires, de París, si es que no la ha solicitado de éste. Y, escocido acaso por aquellas mis censuras a su censura, se ha puesto a defender ésta con los consabidos y resobados lugares comunes del régimen dictatorial. Compungidas ramplonerías escolásticas de eso que llaman la libertad bien entendida. Pero resulta que aquí, en España, como estamos tan atrasados en política —según el mismo O. Salazar le dijo a uno de los que fueron a recoger sus oráculos—, no acabamos de entender esa manera de defensa de la libertad en los flamantes nuevos Estados. Mas en lo dicho en esa entrevista por el jefe del Nuevo Estado lusitano hay una afirmación que choca contra un hecho. La de que allí se prohíbe publicar noticias falsas, afirmaciones contrarias a la realidad de los hechos y no criticar éstos con serenidad y seriedad. Y esta afirmación de Salazar es falsa.

Y ahora debo volverme —ya es hora— a lo que, desgraciadamente, pasa, a este respecto, en esta nuestra España en estado de alarma o de lo que sea. Es el caso, por ejemplo, que recibo con regularidad cotidiana dos diarios de mi tierra vasca, el uno de San Sebastián y el otro de mi Bilbao. Es aquél —en parte al menos— de mi buen amigo el señor Usabiaga, radical, y el otro, de mi tan buen amigo también el señor Prieto, socialista. Uno y otro diario tienen ciertos colaboradores comunes que mandan el mismo día un mismo artículo al uno y al otro. Y he podido observar que ese mismo artículo suele aparecer entero, sin tachadura alguna, en el diario guipuzcoano, que se rotula “republicano”, y con picaduras en el vizcaíno, que no se rotula. ¿Es acaso que en éste adquieren especial gravedad manifestaciones que en aquél son inocentes?

El último caso ha sido el de un articulo de don Antonio Zozaya —escritor singularmente ponderado y comedido—, del que se han tachado juicios sobre el “hambre” y el “delirio imperialista impulsivo” no del pueblo italiano, sino de sus fajos. Tachado por el censor de Bilbao esto: “Ahora parece prepararse una nueva guerra, cuyas trágicas consecuencias a nadie es posible prever.” Peligrosa afirmación en Bilbao, perfectamente permisible en San Sebastián. ¿Será acaso que la representación mussolinesca en España se queja de que aquí se emitan tales pareceres? (“Parece”, dice el texto tachado.) Pues habría que hacerle saber lo que Norteamérica al Japón cuando éste se quejó de que en una revista de aquélla se hubiese publicado una caricatura del emperador japonés, cuya divinidad no está reconocida por los norteamericanos. Así como fuera de Italia somos muchos, pero muchos, los que no reconocemos ni la inteligencia ni el espíritu de justicia del “duce”, aunque esto se deba a que, como me dijo cierto fajista traducido, carecemos de “talento integral”. Y para que no se enteren de esto los italianos sometidos en Italia al fajismo, le cabe a éste el recurso, de que se vale, de impedir la entrada allá de las publicaciones en que así se diga. Y luego, cuando esos pobres sometidos salen al extranjero se encuentran con que los más se ríen de su ademán de saludo litúrgico y cómico.

Otro artículo —éste, de Antonio Espina— apareció el mismo día —24 de agosto— en ambos susomentados diarios, intacto en el de San Sebastián y con machacaduras en el de Bilbao. Véase el párrafo, en el que pongo entre paréntesis lo inocente en San Sebastián y nocente —o nocivo— en Bilbao. Dice así: “(Pero como nuestras derechas no se resignan a abandonar sus inveteradas costumbres de juego sucio), pese a todas las lecciones que les dé la realidad, ahora pretenden con un candor muy parecido (a la estupidez) enfocar la cuestión por otro lado.” Importa poco aquí al caso de qué cuestión se trataba, aunque no estará de más advertir que el artículo empezaba con un elogio al señor Azaña, que es... ¡tabú!

Y ahora bien, mi buen amigo, señor Portela Valladares: a usted, que es comprensivo y razonable y, por lo tanto, liberal y demócrata, a usted le digo que el que ejerciten así la censura subordinados suyos es cosa de un candor —no sé si servilidad— no muy parecido a la estupidez, sino idéntico a ella. Y si hubiera —quisiera creer que no le hay— algún hombre público (si no de autoridad, de poder) a quien le molestaren ciertos juicios sobre su juego político, hágale entender que podrá y deberá dolerse de que ése su juego se estime sucio; pero no es lo mismo que le estimemos juego estúpido. Que todo hombre de Poder público puede y debe sentirse agraviado de que se ponga en duda la limpieza de su juego, pero no la inteligencia con que lo ejercita. Hay que someterse a ello.

Y no sirven para cohonestar esas maneras de censura las compungidas ramplonerías neo escolásticas de la dictadura académico-castrense del Nuevo Estado lusitano. Ese no es criterio. Ni siquiera la de aquel tan vagamente ameno —a ratos divertido— y superficialísimo librito El criterio, del discreto periodista Jaime Balmes, desdichadamente supuesto filósofo, librito que sirve de texto en cierta escuela —subvencionada por el Estado— de periodistas censuradores y candorosos.

¿Será, mi buen amigo, el decir esto en servicio del Gobierno y del buen gobierno sobre todo, también censurable? No lo debo creer.

domingo, 25 de marzo de 2018

Respiración popular

Ahora (Madrid), 11 de septiembre de 1935

Había que libertarse del confinamiento en la celda doméstica, del respirar lecturas y comentarios expirados —lo que envenena la inspiración—, purgarse de noticias de Prensa y de chácharas de café o de casino. Y para ello ir a respirar aire libre, de campo o de pueblo sencillo e iletrado. Esparcirse, desparramarse en uno o en otro. O mejor en ambos.

Era domingo y me fui a mezclarme con ei pueblo menestral y dominguero. Y a falta de campo más campesino, más rural, a la Alamedilla, muy modesto parquecito de esta ciudad, entre carreteras y una vía férrea. Lo más antiguo de él, unos viejos y venerables negrillos, entre los que, cuando llegué yo acá —hace más de cuarenta años— mostraban un banco de piedra al que llamaban “del rector”. Luego arboleda reciente, algunos arriates de flores, estanquillos “grutescos” —con adornos de fingidos trozos de grutas— y en que se han ahogado unos cuantos pececillos municipales.

Allí me encontré en medio de un público dominguero: soldados, de aldeas los más; criadas de servicio —menegildas y no maritornes—, parejas de obreros, proletarios de verdad; es decir, con prole —dos o tres niños— y niños por allí, corriendo entre las filas de los adultos —tan niños como ellos— o acudiendo a los puestos de helados y golosinas. Una atmósfera, un ámbito de contento. Aquéllo sí que era juventud, y juventud popular. Sin juramentos, ni ademanes ni uniformes, ni maniobras, ni manejos, ni manoteos. A lo más, en algún rincón, a hurtadillas, algún manoseo más o menos rijoso y cachondo ¡Pero es esto tan juvenil, y tan popular, y tan natural y tan humano! Al fondo, hacia el río, la catedral se dibujaba —se esmaltaba más bien— sobre encendidas nubes de ocaso, cual gigantescos pétalos de una gran rosa celestial que se deshojaba. La media luna se marcaba ya, hoz celeste para segar ensueños. Todo ello, inspirador de frescura si no lo chafara una horrible gramola con sus aullidos de remedo humano. ¡Cuánto mejor los viejos organillos, ya arrinconados! Mas aún así me remonté y me refresqué. ¡Vaya un lavado de la porquería de la actual historia política!

Y ahora se me llega —¡es inevitable!— el interruptor y me pregunta: “Y bien, ¿qué sacaste de todo eso? ¿Qué me traes?” Pues... no saqué nada, sino que metí. Metí allí mi alma a que se restaurase de cavilaciones sociológicas y pedagógicas. (Sociología y pedagogía, dos cocos.) Y no te traigo, interruptor, más que esto: que te libres tú de ellas. Pues era aquello de la Alamedilla un paisaje y paisanaje —los dos de consuno, ya que un país es la comunión entre ellos dos— humanos y naturales. Que ni discuten ni replican, si no se están. Y se bastan y nos bastan. Es como cuando uno se va a oír hablar a la gente y no para corregirle el habla ni aprenderla ni registrarla, mas para recrearse en ella y olvidar otras. Y mecerse en recuerdos de niñez y de mocedad. Como cuando hace cincuenta y cinco años me iba en las afueras de Madrid a ver los bailes populares de mis paisanos.

Y vuelve el interruptor, que está a lo suyo, a su tema, y añade: “¿Pero cuál es tu posición ante eso?” Pues… que no me pongo, sino que me dejo estar. Ni razono lo que no es ni razonado ni razonable. ¿Para qué? Además, allí me perdí para hallarme. Porque no estaba solo, sino más acompañado que nunca. ¿Solo? Solo se está ante un público de conferencias, que le mira a uno y no le escucha, antes solo a sí se “define”. (¡Peste!) ¡Aquí sí que solo y perdido en la soledad! ¿Mas allí? Todo aquel pedazo de pueblo me parecía proyección de mi alma. “El mundo es mi representación”, decía Schopenhauer. Y yo sentía allí —sin comprenderlo ni razonarlo— que aquel pedazo de mi mundo español era mi representación y parto de mi íntima voluntad. (Y sigo con Schopenhauer.) ¿Realidad? ¿Ilusión? ¡Psé! Palabras ociosas. Como Reforma y Contra-Reforma; tradición y progreso; revolución y reacción; cultura y barbarie… Y lo peor que con ello están enturbiando la más pura y clara fuente de consuelo humano: la poesía; con esas hórridas investigaciones de la historia de las ideas poéticas. Enturbiando la respiración popular.

Porque aquellos hombres y mujeres ¿qué pensarían de esas cosas en que nos ocupamos los desocupados de las suyas ? Estoy seguro de que los más de ellos no cuentan entre los que creen, como unos brutos, en otra vida, ni entre esos otros, que como otros brutos, dejan de creer en ella o la reniegan. Así como ni en la sociedad futura. Para la amartelada pareja obrera que se miraba en sus tres hijitos, la sociedad, no ya futura, sino eterna, eran ellos. Sí que han oído de otra vida y de otra sociedad, pero como los niños que viven la hora que pasa y se alimentan espiritualmente de cuentos, sin pararse en pedantescas y antiestéticas ociosidades de si reflejan o no —y cómo— las costumbres de tal tiempo y lugar, ni de si tienen o no base de realidad histórica documentable. Mejor idealidad indocumentada como la del cuento de nunca acabar o de la buena buena pipa. Por desgracia a las veces le llegan al pueblo rebotes de esas ociosidades. ¡Y ay del pobre niño que lloraba al enterarse de que el cuento no había sucedido como se lo contaron! ¡Y más ay de aquel otro pobre niño —¡terrible tragedia!— que a sus seis años lloraba porque se aburría!

Salí convencido de que mi pueblo —el que es mi representación y ¡claro! yo la suya— pone su refrendo —referéndum dan en llamarle los sociólogos— en este mi sentimiento de España. Y respiré aire de cielo de siglos. Y fuime, reconfortado y respirada —e inspirado por lo tanto— a acostarme, a mi celda doméstica, la de mis rumias solitarias para quedarme durmiente y no dormido. Durmiente (participio activo) es el que duerme su sueño —el sueño es vida—, y dormido (participio pasivo) el que no duerme, si no se duerme, y no sueña. Y por lo tanto no se sueña ni se vive a sí mismo. Los durmientes —y no dormidos— soñamos cuentos de nunca acabar, de la buena buena pipa; ni menos de concluir y sacar de ellos consecuencias de enseñanza pública. Dejamos a los dormidos que analicen los cuentos y su desarrollo secular y les saquen... ¿qué? Ellos lo dirán al fijar y definir su posición frente al destino. El mío es este. El del poeta, crear cuentos, ensueños, y no definir doctrinas. Y hasta al exponer doctrinas, crear ensueños, cuentos, con base real o sin ella.

Y al llegar aquí me interrumpe, no el consabido interruptor, sino una maldita gramola de un salón de baile vecino a mi celda doméstica.

sábado, 24 de marzo de 2018

Salvajería

Ahora (Madrid), 4 de septiembre de 1935

Pobre muchacha, enclaustrada en un convento urbano —o de suburbio, peor—, por todo campo un corralejo, con un ciprés desde cuyo pie miraba al pedazo de cielo que recortaban sus cuatro tapias! Se moría de soledad —nostalgia— de su cielo natal, el de la llanada en que se hizo, desde niñez, su alma. Y para que ésta se le resucitase hubo que llevarla a su cielo natal, a su país, que era su cielo; a su paisaje, que era su celaje; a la tierra que ese cielo libre ciñe y envuelve en redondo. Al campo; al campo de cultivo, que es humano. Porque la cultura es campesina, aunque la civilización sea urbana. Y acaso conventual. Pero hay además la selva que ni es culta, ni es civil. La selva que algunos llaman virgen. Virgen de humanidad y de cultura; no surcada ni domesticada por el hombre; no roturada.

La selva es lo prehumano, lo prehistórico. En ella se cría el salvaje —“silvaticus”— el hombre de la selva, el compañero del mono. No el campesino, el aldeano, el hombre del campo y de la aldea. A lo más el cazador del bosque. En las estepas, en los páramos, en las pampas, en las sabanas, no se crían salvajes. Ni en los desiertos mismos. El beduino errante por el desierto ha de sentir que sobre éste se asienta el cielo todo, o como si su suelo de arena flotase en el cielo. Y suele ver en éste, en su horizonte terrenal y celestial a la par, por espejismo, oasis de refresco. En la selva, entre su maleza, se engendró el pánico, el terror al dios Pan, inmotivado, el que lleva a locos arrebatos.

Hay la llamada Selva Negra (“Schwartzwald”) y hubo la selva de Teutoburg donde los salvajes —que no bárbaros— guiados por Arminio destrozaron a los campesinos romanos de la legión de Quintilio Varo. Fue en el año noveno de nuestra era cristiana. Una lucha simbólica entre arios de campo, campesinos, y arios de selva, salvajes. Y al margen de ellos los judíos, el pueblo de pastores primero y mercaderes después, del que era el judío Jesús de Galilea.

Luego los salvajes, atravesando la Edad Media campesina y agrícola, se recogieron en ciudades. Y en la ciudad resurgió la selva. Porque la gran ciudad sobre todo, la urbe muchedumbrosa, la de las masas, con sus escondrijos, sus malezas urbanas, sus callejuelas, sus conventillos — así los llaman en Buenos Aires— suelen ser guaridas y madrigueras de salvajes. ¿Quién en una gran ciudad se para a ver la salida o la puesta del sol o de la luna? ¿Sobre los tejados? ¿Quién en ella levanta de noche, entre calles, la cabeza al cielo a mirar a las estrellas? Cuando se dice de una ciudad que es una gran aldea se la ensalza. Van en ella acaso las mujeres ciudadanas a buscar agua, con sus cántaros, a la fuente comunal de la plaza pública. Mientras la gran ciudad selvática cría o acoge en sus malezas callejeras a salvajes. Las malezas de la selva no son pañales, sino mortajas de la civilización.

Así como el gato doméstico, de alquería o de cortijo, campesino, cuando huye al monte, cuando se remonta, se hace montes o montaraz, cimarrón, salvaje, así el campesino, el aldeano, al remontar a la gran ciudad, dejando la azada o la mancera, suele hacerse, no pocas veces, cimarrón, salvaje. Sobre todo el arrabalero. Que hay en las grandes ciudades cuevas, covachas —y covachuelas— y hasta cavernas urbanas. En las ciudades hay más cavernícolas que en las aldeas del campo. Las aldeas del campo suelen arrojar de sí, como escurrajas, como el mar algas a las playas, su morralla selvática. Y cuando irrumpen en una ciudad hordas soliviantadas —con mayor o menor motivo— no suelen ser los más salvajes los de origen campesino, los que llevan en las manos callos del azadón, sino que suelen ser de los otros, de los de dentro. Las mayores salvajadas suelen cometerlas los salvajes indígenas, los naturales —no espirituales— de la ciudad, los nacidos y criados en ella o a ella remontados y hechos cimarrones. Resurgen en ellos los instintos selváticos del cazador, generalmente furtivo, y si no hay otra pieza que cazar se ponen a cazarse los unos a los otros. No es barbarie, no, sino que es salvajería. Algún sociólogo diría que es un caso de atavismo.

Y estos salvajes suelen dividirse en dos bandos. O en dos órdenes, llamando cada uno de ellos desorden al del otro... Y es lo más trágico cuando uno de los dos bandos de salvajes, invoca a la patria, que no es la tierra común de ambos, de todos ellos, la ceñida y envuelta por el cielo común, pues esos que así la invocan no son de los que van a ver salir el sol por el horizonte campestre ni de los que miran de noche a las estrellas. Les tira a bandearse así el hormiguillo de la salvajería. Y os hablan, los unos y los otros, de juventud, y de energía, y de eficacia. Y todo ello es salvajería; rehúsa a la cultura y a la civilización. Y con todo ello esclavos. Aunque a la esclavitud la llamen disciplina.

Y esta lucha de salvajes, a cazarse los unos a los otros, se trama hoy entre unas naciones contra otras y dentro de cada nación, en guerra civil. ¿Barbarie? No. Estrictamente los bárbaros, los extranjeros, son otra cosa. Terribles los salvajes, que atravesando la barbarie, sin probar su civilización —que la tiene— se van a la vida urbana. Y en ésta hacen acciones y reacciones, tan salvajes las unas como las otras. Hoz y martillo o haces y yugo, ¿qué más da?

“Estamos enfermos de civilización” —se dice alguna vez—. No; estamos enfermos de salvajismo. Aún nos oprime la selva —y el “lucus” de los romanos— y nos destrozan el ánimo el “pánico” —el terror a Pan— y vagan por nuestras ciudades faunos y sátiros y silvanos. Y toda clase de salvajes —salvajes de toda clase— que unos se dicen o se creen cristianos y los otros paganos. Y ni lo uno ni lo otro, que ni la selva —sea urbana— es verdadera iglesia ni es pago de campo. Y por otra parte ellos, esos salvajes de ambas clases, no son ni eclesiásticos —en su sentido recto— ni laicos o sea populares. La selva no inspira más que supersticiones y fetichismos. O sea hechicerías. Por sus fetiches o hechizos, por sus amuletos, por sus muecas, por sus ademanes rituales se les conoce a los salvajes. ¡Y cuántas de estas señales persisten a través de los bárbaros, hasta en los civilizados!

Y si algún lector me preguntase por el remedio he de decirle que no me pongo a curandero sino invito a cada cual a que se haga examen de conciencia. Que sólo así podremos curarnos. Y conseguir que los salvajes no se atrevan, por vergüenza, a salir de sus madrigueras. Y ese examen lo mejor es hacerlo en una noche clara, en el campo, y contemplando el cielo estrellado y la estrellada celeste.

viernes, 23 de marzo de 2018

A un mozo de partido

Ahora (Madrid), 30 de agosto de 1935

¿Un hombre en conversación consigo mismo, esto es: en desdoblamiento, es un hombre uno? ¿Pero el que es un hombre solo es hombre? ¡Pasar la noche desvelado, en aguardo de oír sonar las horas en el reloj de la iglesia, en sentir resbalar inútil el tiempo vacío! Hace poco me decía mi nieto: “Yo sé para qué sirven las mariposas; para meterles un alfiler por la barriga y clavarlas en un cartón, unas junto a otras.” Para eso sirven las horas, pero cuando hay alfileres y cartón para ellas. Y si no, a conversar uno con el otro mismo... ¿Es esto diálogo? No, según me dice un lector objetante y criticante. El diálogo pertenece a la dramática, según ese lector, y también a la épica, pero no a la lírica. Y lo mío, lo de este desordenado comentador aquí, es de puro desorden lírico. Y menos mal que no me trae a cuento a Píndaro.

¿Me habla, en efecto, de mi desorden lírico, y me acusa… de qué? De poeta, condición poco seria y a propósito para ocuparse, siquiera de vez en cuando, en política. “Usted no es más que un poeta”, me dice. ¡Gracias! Y gracias a Dios... Pero veamos en qué sentido. Porque aquí, en esta tierra de charrería —lo he contado ya otras veces—, poeta quería decir “calendariero”, el que hace o compone juicios meteorológicos del año para los calendarios, en verso, según era uso. Por lo cual, como presentara yo antaño en una alquería de la tierra a un mocito cortesano que iba para poeta —quiero decir versificador—, el mayoral le pregunta: “Y diga, ¿qué tal otoñada tendremos? ¿Lloverá en septiembre?” Y como también se suelen hacer calendarios políticos —que así es como los llaman—, hay entrevisteros de esos de lápiz y cuartillas en mano que tomándonle por “poeta” se me acercan a preguntarme si creo que habrá elecciones por noviembre y si las harán los radicales o los cedistas y si... Todas las demás preguntas de cajón. Del cajón de las vaciedades. (Aunque, dicho sea de paso y entre paréntesis, el cajón de aquella frase nada tiene que ver con el cajón de caja.)

Pero, lector objetante, ¿qué quiere usted? ¿Que le espete yo aquí todos esos sobados lugares comunes —y excusados— político-sociológicos? ¿Quiere usted que cultive esa literatura pseudo-política, que está inundando a nuestro público de ramplonería y de chabacanería? ¿Toda esa bazofia de olla podrida y de garbanzos turrados? Que no es lo peor lo que dicen, sino el modo de decirlo. ¿Quiere usted que me ponga yo aquí a estructurar sugerencias auténticas ? No merece mi pena de hacerlo. Ya habrá penados que lo hagan; y bien penosamente por cierto.

Me acusa mi objetante de que cuido más del modo de decir que de lo que digo. Pues ¡anda, y está bueno! ¡Como que el modo es el qué! Ni me hartaré de repetir que todo el progreso civil de nuestro pueblo estriba en cobrar un lenguaje político ceñido y con sentido. En que se deje de manejar y babosear esos términos hueros, como los de izquierdista, derechista y otros por el estilo. Aunque..., ¿estilo? Eso no es estilo. Y menos el que han dado en llamar nuevo, ése del fajismo —disfrazado a las veces—. El de los de mollera fajada, quiero decir. Fajada para que no dé en parir y aborte; para que no quede encinta —esto es, desfajada—. Que el fajismo tira a esterilizar las mentes. Y resultan esos fajistas sujetos de dogmas —doctrinas y creencias— inmuebles, bienes raíces de mentes esquilmadas. ¡Y qué bienes! Cachivaches desportillados, no ya inmuebles. Ahora, cuando el fajo —en italiano, “fascio” —es un trampolín... Aunque sea de madera podrida. Pues conozco fajista de ésos —aunque de otro modo se llame— que pretende dividir a los españoles en inteligentes y no inteligentes. O, como él dice, los de “talento integral” y los otros. Y ellos, ¡claro!, son los del talento integral, integralistas. Juran por el jefe, el “duce” o el “führer”. Agachar la cabeza ante el cual es muestra de libertad interior, distinta de la pecadora libertad del liberalismo; muestra de libre sumisión, de disciplina.

El susodicho objetante, apestado de toda la tontería del estilo nuevo, me acusa, además, de mi desorden expositivo. Barrunto que el mocete anduvo en seminario donde le enseñaron a ordenar el latín de las oraciones de aquellos pobres paganos desordenados para poder traducirlos. ¡Condenado hipérbaton! Que es —ya se sabe— una especie de figura retórica de las que nos enseñaban en tercero, en Retórica y Poética. En el cuarto “dábamos” Psicología, Lógica y Ética. Y llegaba lo serio: ¡la Lógica! Después —ya no en mi tiempo de bachillerato se metió lo del Derecho usual, un paso a la política. Que permite darse pisto en las conversaciones y controversias de la mesa redonda de las casas de huéspedes, en que se discute los artículos de fondo —políticos, ¡natural!— del periódico. Artículos doctrinales. Y a la vez, prácticos, de calendario, pues, en ellos se suele dar las razones por las que no cabe suponer que pueda haber elecciones en lo que vaya de año, póngase por caso.

¡Ay, lector objetante, qué lástima que mi fiel veneración a nuestra buena lengua madre me impida, por no romper su castidad —que es casticidad— maternal, meterme de rondón en esa literatura que usted en mí echa de menos! Aunque sospecho que cree que lo hago por cuquería, por no comprometer mi posición.

Y ahora, ¿cuándo todos esos mozos de partido —de juventudes de partido— se dejarán de dejarse empapizar con esos bodrios de literatura supuesta política? ¿Cuándo se pondrán a cobrar conciencia y sentido de la lengua en que tienen que pensar, si es que quieren pensar por sí? ¿Cuándo dejaremos de oír o de leer todas esas vaciedades, algunas de las cuales —las más inofensivas, por lo común— no suele dejar pasar la censura oficial por estar tan vacía ella de sentido como los que las barbotan o garrapatean? ¿Cuándo pasará esta racha de monerías? Porque no es lo mismo el hombre que el mono, que le remeda. ¡Ah, no!

Y ahora, a mi poesía otra vez.

jueves, 22 de marzo de 2018

En retiro de remanso serrano

Ahora (Madrid), 27 de agosto de 1935

Trazo, lector, con sosiego y holgura estas líneas en un lugar de mi Castilla rayana a Extremadura, de esos terminales de ir, quedarse y volver y no de ir, pasarse y seguir. En uno de esos que son como remansos de espacio, de tiempo y de pensamiento, que convidan a ver más que a discurrir. Bien que, ¿hay acaso visión que no empuje al discurso? “¡Va hecha una visión!” —una estantigua o un adefesio—, dicen las mujeres de la otra que va fuera de moda de tiempo, de espacio o de gusto. Las mujeres de este lugar que digo —ya apenas si no las ancianas— van hechas visiones, con atavío tradicional que acabará por ir a museo etnográfico —de trajes regionales— como el de sus hombres, hace tiempo en desuso, que se nos conserva en una pintura de Goya.

De estos lugares —aldeas, villas y aun ciudades-terminales quedan todavía bastantes en nuestra España, llena de nudosos rincones y recodos geográficos. O en un cabo de costa o en una falda de montaña serrana. Mas el rodar de la Historia va gastando su extrañeza entrañada. Los modernos medios de transporte y comunicación les descomulgan de la tradición castiza. La vida de industria y comercio afluye a los que, junto a líneas férreas por lo común, ofrecen conveniencias mayores al tránsito y al tráfico. Este mismo lugar en que estoy escribiendo ha perdido en treinta años cerca del 40 por 100 de su población. Caído ya el sol —en verano—, comerciantes e industriales en retiro de su negocio al lugar nativo pasean sus recuerdos por entre castaños a que, cuando niños ellos, vieron frondosos y que ahora, en agonía, tienden algunas ramas secas, sin follaje, al cielo de la tarde.

He subido por las empinadas y enchinarradas calles a su iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —hoy su fiesta— a ver la salida de misa. Y luego, desde mi breve retiro veraniego, he contemplado el valle. A mis pies; una huerta, detrás la roja “testudo” de los tejados de las casas del lugar, todavía sin chimeneas las más, que así lo pedía el oficio de la industria local de embutidos. Y allende, cerrando el horizonte, el entablamento de unos cerros rocosos y pelados. Todo a una luz quieto, de remanso también y de visión.

¿Y eso que llamamos cuestión social? Ni apenas. Jornaleros menestrales que hacen a oficios pasajeros; ya siegan heno, ya siembran patatas, ya reparan viviendas. No cabe decir que haya masa de “casa de pueblo”, por ser pueblo casi sin masa. Lo que a estos lugares, de verdaderas comunidades —poblaciones— les distinguía y distingue aún de las masas humanas, colectividades—agrupaciones—, era la vida interfamiliar, social. El lugar era una casa —no una masa— con sus trabajos y sus fiestas. Sobre todo con los bautizos, las bodas y los funerales, fiestas también de vecindad, y las tres raíces cardinales del culto religioso popular: cristianar, casar y enterrar. Y ahora, en camino estos actos de hacerse religiosa y no eclesiásticamente civiles, laicos, es que la civilización que incubó la Iglesia pasa a ser obra de la Nación, del Estado. Nacimiento, casamiento y enterramiento se desamortizan. Honda mudanza que en el pensamiento y el sentimiento populares —laicos o civiles— trae el sentir y pensar que son actos de culto civil nacional los registros del nacer, el casarse y el morir. Día llegará acaso en que al “cristianar” se le llame “españolar”. Y por algo la tradición eclesiástica ha resistido esos tres registros. Mientras tanto allí abajo, en el fondo, velado por verdura, del valle, se oye a la locomotora de vapor que enlaza Castilla con Extremadura, y oigo aquí, tal un canto secular, el susurro del agua de la reguera que pasa, calle abajo, desde él alto de la sierra. Agua que va, así canalizada, al Tajo, y de éste, a la mar.

Al venir a estos días de remanso serrano me he traído no libro alguno en español, sino en inglés. He pensado que para español me bastaría con el diario provincial, que nos trae las noticias de las reuniones ministeriales, de los mítines políticos, del crimen de cada día y de los demás deportes. Y así, me he traído los poemas de Keats para, al brizo del susurro del agua de la reguera de la calle, oír mental y cordialmente el gorjeo del inmortal poeta, que hace ciento dieciséis años, en el brevísimo vuelo de su vida, lanzó al cielo su oda al ruiseñor. El que pedía beber de la Hipocrene y dejar, sin ser visto, el mundo y desvanecerse con el ruiseñor en el sombroso bosque. El que sentía que, en la ciudad, pensar es estar lleno de cuidados. El que cantaba que más que nunca le parecía cosa rica el morir, el cesar a media noche sin pena, mientras el pájaro exhalaba en torno su alma en arrobo. El que acababa su oda con: “¿Fue una visión o un sueño de despierto? Huyó esa música. ¿Velo o duermo?” Murióse a poco más de sus veinticinco años.

Y yo aquí, en este mi actual lugar y estado de remanso y retiro, oigo no a ruiseñor, pero sí a esta reguera serrana de la calle, que me dice de la eternidad de la historia religiosamente popular con aquellas inmortales palabras de nuestro poeta castellano, el de que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar...” Como este regato. ¿Es una visión? ¿Velo o duermo? Porque ¡tener, Dios mío, que volver a la corriente y a la rompiente y a tener que salvar alguna otra presa de molino...! Y esto, ¡a la edad de uno...! Del uno mismo habitual..., que es el hombre de cada día... ¡Deporte también!

miércoles, 21 de marzo de 2018

Algo y algos

Ahora (Madrid), 21 de agosto de 1935

Cuando me he puesto a enhebrar mis notas tomadas al azar del viento de la vida cotidiana que pasa, para urdir esta fantasía —y ello es mi vida—, me he dicho: “¿La titularé Algo o Algos?” Algo recordará a ciertos lectores aquel libro del poeta catalán, en castellano, Bartrina, que tanto impresionó antaño y que se ha reeditado hace poco. Pero al que esto os cuenta le recuerda el recuerdo de un recuerdo perdido y hallado por su maestro de primeras letras. Hace ya unos sesenta y cinco años. El antepasado personal del que os cuenta esto, lectores, el que habitaba y se hacía en el cuerpo que hoy le sostiene y nutre; el niño que, según el dicho de Wordsworth, es el padre del hombre —y abuelo del anciano—, era un muchachito reservado y taciturno. Hablaba muy poco distraído en ir soñando lo que pasaba. No tenía nada que decir; todo que oír. Y un día su maestro —me lo contó él mismo, bastantes años después, cuando yo (el yo nacido de aquel niño) era ya más que algo— le dijo para romperle la callada en que se envolvía: “¡Pero, Miguel, di algo!” Y aquel Miguel respondió: “¡Algo!” y volvió a callarse. Y en este “algo” del otro y el mismo que fui hace sesenta y cinco años me he puesto a pensar al ponerme a enhebrar mis notas de ahora.

¿La titularé Algos? Y al punto —es inevitable— se me ha venido a la memoria de literato español aquel pasaje del capítulo XXIX de la segunda parte del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha donde se cuenta la famosa aventura del barco encantado. Es cuando Sancho para notar si es que habían pasado la línea equinoccial, al pasar la cual se les mueren los piojos a los que van en el navío, se pasa la mano por un muslo, siguiendo el consejo de Don Quijote, por si los encuentra. Y al decirle a su amo que no la habían pasado: “¿Pues qué? —preguntó Don Quijote—, ¿has topado algo?” “¡Y aun algos!”, respondió Sancho. Y el cervantista profesional señor Rodríguez Marín dice en nota que como esta locución sanchezca se ha hecho proverbial “no haría nada de más la Academia Española dándole cabida en su Diccionario”. Del mismo señor Rodríguez Marín depende, me parece. Por mi parte, que entre.

Presumo que algún lector melindroso, de los que llaman eructo al regüeldo, torcerá el hocico al leer esto de piojo aparejado con algo sin reparar en lo que es la vida de cada día. Y aquí vuelve a asaltarme otro recuerdo de esos que no nos trae la lógica, sino la bendita imaginación, y es aquello que dicen que decía de su Portugal el rey don Carlos de Braganza, el sacrificado, y era: “isto é uma piolheira!”, o sea: “¡esto es una piojera!” ¡ Y qué pueblo vivo, y anhelante, y sufriente!, ¿no? ¡Una piojera! ¡Y cómo verbenea! No la masa compacta, la terrible masa uniformada y encuadrada, que avanza —o retrocede— hacia no sabe qué destino (ni quién la conduce), sino la gusanera, la verbenera, en ebullición espiritual.

¡Quién pudiera, Dios mío, en vez de concentrarse en una de esas visiones más que históricas, sociológicas, de un pueblo cualquiera perderse en la contemplación de una nebulosa que sea el tejido de un sinfín de biografías, claro está que individuales! Hay seres humanos —personas— que parece han pasado por la vida en vano, como en inconsciente entrenamiento para la muerte, y sin embargo, han ido entrando en el espíritu de un prójimo —acaso de ellos desconocido— y allí han amadrigado y prendido otra vida e inmortalizádose. Y ahí al morirse no han muerto. A uno que me decía: “Mi alma es un camposanto en que duermen cuantos quise y se me murieron”, le respondí: “La mía, un vivero en que viven y reviven todos ellos.” De todas las voces de vida que lanzó José María Gabriel y Galán, el poeta mi amigo —de mi vivero—, la más entrañada, aquella en que al cantar la muerte de su padre dijo lo de vivir, “porque mis muertos no mueran”. El culto a los muertos es el más íntimo culto a la vida...

(Mientras esto escribo tomándolo de mis notas, oigo fuera, en la calma de la tarde —después de una tormenta— las notas sueltas, desgranadas, de una flauta en que parece estar ensayándose algún solitario soñador. Y las notas —casi sin hilo— del flautista, parecen gemir. ¿O por qué desatinada ocurrencia se me figura como si estuviese ese hombre jugando a las tabas con las de sus antepasados? Y de pronto como si un chasquido de una de ellas lo fuese de un olvidado recuerdo que se me escabulle de la memoria...) (¡Se está ahíto de ellos!)

¡Y leer luego —u oírlos, que es peor— uno de esos discursos políticos, sociológicos, a las masas, a las turbas despersonalizadas, con los insistentes lugares comunes de semejantes actos! Y a lo peor uno de éstos provoca lo que se llama un levantamiento —suele ser hundimiento— seguido de un crimen colectivo. No lo que se llama pasional, que es individual; de estos de que a diario se nos sirve el relato. Y el tejido de estos relatos de crímenes psicológicos, no sociológicos, de pobres piojos humanos que verbenean en el pueblo, nos da comprensión de la vida humana comunal, mucho más honda que el relato de una revuelta popular. ¿Qué le va a decir a una de esas muchedumbres despersonalizadas, a uno de esos públicos cubicables un orador de masas, él, que no lleve dentro el vivero de sur muertos inmortales? ¿Creéis que un jugador de ajedrez les dice algo a los peones, alfiles, caballos y torres —acaso rey o reina— de su tablero? Aunque sería inútil, pues esas piezas de madera —¡piezas al fin!— no oyen.

Una tragedia de masa... No; en la verdadera tragedia todos los que en ella toman parte son protagonistas. Y no cabe masa de protagonistas, que individuo equivale a persona. Y un pueblo, no una masa, se fragua, no se amasa, de personas y no de meros individuos, no de Fabios cualesquiera.

Y... ¡ay!, aquel mi niño de hace sesenta y cinco años, que cuando su maestro —¡santo varón!— le decía: “¡Di algo, Miguel!”, le respondía: “¡Algo!” Han corrido los años, pasádose vidas, propias y ajenas, por él, y sigue buscando algo que tener que decir. No a muchedumbres despersonalizadas, sino a personas, sino a vosotros, lectores de estos comentarios tejidos con hebras de vidas de mi vivero.

martes, 20 de marzo de 2018

El alma naturalmente cristiana de los revolucionarios de Asturias

Ahora (Madrid), 14 de agosto de 1935

Habíaseme invitado para el domingo 4 de este mes de agosto a ir a Gijón a presidir cierta fiesta de su Ateneo Obrero, donde ya antaño actué, y tres días antes se clausuró, por orden gubernativa, ese centro y quedó sin objeto la invitación. En cuanto a la orden de clausura, sólo tengo que decir, de paso, que me parece una de tantas puerilidades autoritativas para hacer creer a los pazguatos y cuitados que hay peligros cuyo secreto conoce la Policía, para alarmar enarbolando cocos o espantajos. Mas, por otra parte, semejante orden me libró de tener que afrontarme con otra puerilidad, y es la de que se me saludase acaso levantando puños cerrados por encima de cabezas más cerradas aún. Me hastían cada vez más esos ademanes deportivos y litúrgicos de uno y de otro sentido y del de más allá. Y no digo de ideología porque no alcanzo a verla ni en los unos ni en los otros. Y, además —pues que yo no iba a hacer lo que se llama un acto político ni a ponerme de un lado ni de otro—, ¿a qué vendrían esas manifestaciones?

¿Qué me proponía yo decir allí, en aquel Ateneo, donde ya antaño hube hablado? Pues precisamente decir algo acerca de religión, tema que, en rigor, rehuyen los de ambos bandos en contienda. Y lo rehuyen más los que se amparan en lo que llaman religión para sus propagandas. De lo que algo dije aquí mismo en aquel mi comentario que dediqué a San Pío X. Ahora me ofrecía tema de nuevo comentario la tan notable como característica circular que Justo, obispo de Oviedo, dirigió a los fieles de su diócesis el 14 de junio de este mismo año. Merece atenta consideración.

Empieza el doctor don Justo Echeguren —paisano mío— quejándose de que “una gran mayoría de los obreros y trabajadores de esta nuestra amadísima diócesis —dice— se han apartado y van apartando de los suyos, de la Iglesia nuestra madre y de la práctica de la religión santa”. No dice —nótese bien— de la fe, del credo. Añade: “... esos mismos obreros y trabajadores fueron en tiempos nada lejanos, aquí como en tantas otras partes, de los mejores hijos de la Iglesia, de los más adictos y amantes de ella y de su clero”. No dice que de los más creyentes en su credo religioso. “Hoy —agrega— ven en el catolicismo y en sus sacerdotes enemigos que querrían destruir.” Y el credo religioso —¡el religioso!— sigue sin aparecer.

En seguida viene un largo párrafo, notabilísimo por singular nobleza y elevación y por el contraste con los juicios que la revolución del proletariado de Asturias ha merecido a otros católicos —éstos, de catolicismo político o más bien policíaco, y algunos de ellos, obispos de levita y ministros, aunque no del Señor—. Dice así: “Es también cierto que en el fondo del alma de esos obreros —hoy tristemente alejados de la Iglesia— es fácil observar, como testimonio del alma naturalmente cristiana de clase, numerosas y muy excelsas virtudes fundamentalmente cristianas: la abnegación, que les conduce a intensas privaciones en defensa de lo que consideran su ideal; la obediencia y disciplina a que viven sometidos, sin reparar en los más grandes sacrificios; la solidaridad con que se unen a sus compañeros de trabajo; la fraternidad con que echan sobre sí pesadas atenciones, incluso la edificante recogida, en el pobre y ya bien poblado hogar, de niños huérfanos; la justicia, en defensa de la cual, o de la que tal creen, exponen esforzadamente sus vidas; las virtudes familiares que se practican en tantos hogares obreros.”

Relea el lector ese párrafo —lo merece— y fíjese en lo del alma “naturalmente” —no dice “sobrenaturalmente”— cristiana de clase, en lo de exponer esforzadamente sus vidas por lo que creen justicia y en lo de las virtudes familiares y observe que para nada se habla de credo, de doctrina teológica. Y luego el señor obispo, después de ese acto de comprensión caritativa e inteligente, dice que “los hijos del trabajo han huido, en gran parte, de la Iglesia”, y cita la Encíclica Quadragessimo anno, en que el Papa Pío XI se queja de que a los obreros se les ha hecho creer que la Iglesia y los que se dicen adictos a ella favorecen a los ricos, desprecian a los obreros y no tienen cuidado ninguno de ellos y “que por eso tuvieron que pasar a las filas de los socialistas y alistarse en ellas para poder mirar por sí”. Mas perdonen aquí el Papa y el obispo, pero el pasarse a las filas de los socialistas tiene poco que ver con haber perdido la fe cristiana en la otra vida y en los misterios de fe que se explican en el catecismo. Aquí está la clave.

Termina la circular del obispo de Oviedo constituyendo una Comisión Social Diocesana para propagar la doctrina social del Evangelio y de la Iglesia y divulgar las doctrinas católico-sociales y que, ya en el redil de la Iglesia, los obreros sean “felices con la máxima felicidad que es dado al hombre gozar mientras peregrina por este valle de lágrimas hacia la patria eterna del cielo”. De esa Comisión Social Diocesana forman parte, entre otros, un canónigo, un dominico —¡y diputado!—, un jesuita y un catedrático, sociólogos los cuatro y demócratas cristianos, al decir. Hombres de partido tomado.

Pero, señor obispo, aunque se les llegase a convencer a esos obreros de “alma naturalmente cristiana de clase” —y con razones contantes y sonantes— de que la Iglesia y su clero favorecen todas sus aspiraciones de clase y hasta el comunismo integral, ¿habrá quien crea que por esto sólo iban a creer en los misterios de la fe eclesiástica y en la patria eterna del cielo? Podrían matricularse en la parroquia o alistarse en cofradías o en uno de esos llamados Sindicatos católicos, pero ¿comulgar en la fe religiosa de una Iglesia que afirma que no cabe salvación del alma fuera de ella? Las doctrinas católico-sociales que pueda divulgar esa Comisión sociológica las conocen los obreros, esos de “alma naturalmente cristiana de clase”; pero para entrar en el redil de la Iglesia hay que acatar una porción de misterios teológicos, ya que el creer en ellos y en “la patria eterna del cielo” dice ser indispensable para ganarla. Y aquí está el nudo, señor obispo. Que ni lo suelta ni lo corta ninguno de los sociólogos en comisión y menos el jesuita —P. Vitorino Feliz— de la Compañía de aquel padre Astete, S. J., que dejó escrito lo de: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” No a cuestiones sociológicas, sino teológicas, religiosas. Que si los obreros se apartan de la Iglesia es por no apetecer esa salvación que dice no caber fuera de ella. Y para otra no la necesitan. Y ¿quién les abre ese apetito? Este es el caso, señor obispo. Y, una vez abierto ese apetito de esa salvación, ya verán si lo satisfacen fuera de la Iglesia o dentro de ella. O si no lo satisfacen...

lunes, 19 de marzo de 2018

Meditación escurialense

Ahora (Madrid), 9 de agosto de 1935

El día 14 de julio lo pasé en El Escorial de Felipe II, de Herrera y del P. Fr. José de Sigüenza, los tres maestros del monasterio de San Lorenzo el Real. En ese día desfiló tropa francesa ante el Arco de la Estrella, en París, y pronunció su mejor discurso en Baracaldo Azaña, el que de mozo había vaciado su espíritu en el jardín de los frailes escurialenses.El Arco de la Estrella es puerta al campo, al camino abierto; puerta ni de entrada ni de salida, agujero en el espacio libre. ¿No es el alma nuestra, moderna y civil algo así? Que vive hacia un adentro que es un afuera, atravesándose a sí propia. El templo escurialense, por contra, es un espacio apresado en sombra, empedrado o, más bien, empedernido. ¿Vagará por él acaso el espíritu desencarnado del que fue Felipe II? Nada en ese templo de ahorrar, a lo gótico arquitectónico, piedra, materia. El espacio del recinto sagrado pesa sostenido no en columnas esbeltas, sino en una como torres cuadradas. Y todo en cuadro, encuadrado.

Recordé el monasterio, de jerónimos también, de Belén, en Lisboa. Y cómo el P. Sigüenza, en su maciza prosa herreriana y filipina, al revolverse contra el manuelino, el barroco portugués, preceptuaba la clásica doctrina del nuevo —entonces— estilo de Estado imperial. Escribiendo de Belén decía que “como la arquitectura moderna está siempre adornada de follajes y de figuras y molduras y mil visajes impertinentes, y la materia era tan fuerte, labrábase mal y costaría infinito tiempo y dinero; lo que agora está hecho muestra bien lo que digo. Tiene esta fachada del mediodía mucho de esto, ansí en la iglesia como en el antecoro y dormitorio, que es todo mármol y lleno de florones, morteretes, resaltos, canes, pirámides y otros mil moharrachos que no sé como se llaman ni el que los hazía tampoco.” ¡Grave pecado contra el espíritu del arte hacer algo que no se sabe cómo se llame! Y luego, el buen jerónimo herreriano y filipino, que sosegaba su espíritu entre los enormes pilares escurialenses, cuenta cómo en Belén se sustenta la sola nave de la fábrica “sobre unos pilares muy flacos y delgados, puestos por gentileza más que por necesidad; cosa que a cualquier hombre de buen juicio en esto ha de ofender en viéndolo.” Y lo razona así: “Fiose el arquitecto en la fortaleza de las paredes, que avían de ser poderosas a sufrir y sustentar el peso y fuerça de la bóbeda. Y quiso espantar a los que entrassen viendo como en el ayre una máquina tan grande; locura e indiscreción  en buena arquitectura, porque el edificio es para asegurarme, y no que viva en él con miedo de si se me viene encima.”

¡Honda doctrina de arte, de política y de religión! Pensaba yo en ella cuando en la Biblioteca, después de contemplar el retrato del P. Sigüenza, su bibliotecario, me paré ante el de Felipe II, que parece estar susurrando su favorito “¡Sosegaos!” cuando alguno se estremecía de desasosiego a la vista de su pálido, enigmático rostro serpentino. (¡Desasosiego! ¡Qué palabra! ¡Esas tres eses susurrantes, siseantes, que parecen resbalar en culebreo de respuesta a la callada de Dios cuando pasa —dice la Escritura— con un susurro, con un siseo!)

Subí a la carretera que llaman la Horizontal, en la falda de la montaña, que hace de bastidor rocoso que separa al monasterio del fondo celeste. Mientras, desde allí, desde la Horizontal, se destaca el monasterio sobre la vertiente terrosa y ondulada, que va a perderse en el lejano horizonte de la llanada, en que se funden suelo, cielo y nubes. La piedra clara del monasterio, como la tez serpentina del Prudente —la serpiente símbolo evangélico de la prudencia—, toma al sol de Castill tonos de meollo, de tuétano, de roca. Los siglos no la han amorenado, ensombrecido; parece arrancada de ayer. Como si el monasterio, al sacar al sol y al aire seculares —y seglares— las entrañas de la madre sierra, al desentrañar España, dijese: “¡Sosegaos!” Monumento —esto es, amonestación— del Estado imperial, cuadrado y encuadrado a la romana. A la romana del Sacro Romano Imperio.

Y esas piedras, esos sillares, se sacaron de los berruecos o barruecos de la sierra, de sus rocas berroqueñas. ¿Tendrá algo que decir barrueco con barroco? Porque el paisaje rocoso, berroqueño, de esas soledades serranas tienen mucho de barroco. Y esto se ha dicho ya, y muy bien por cierto. Del barroquismo —mejor sería llamarle barroquería— de esa naturaleza de las soledades serranas de Castilla sacó el genio que podríamos llamar escurialense esos sillares cuadrados que al aire espejan al sol, festoneados por verdura de arrayán —murta monástica—, y en el recinto sagrado del templo aprisionan y encuadran la sombra del espacio.

Allí, en aquella tumba —que no otra cosa es— agonizó Felipe II “en una sentina hedionda, sepultado en vida”, nos dice el P. Sigüenza, que asistió a su agonía. Quien en su prosa herreriana y filipina, cuadrada en sus párrafos —sillares— a la romana, acaba así su relato: “Durmió en el Señor el gran Felipe Segundo, hijo del Emperador Carlos Quinto, en la misma casa y templo de San Lorenço, que avía edificado, y casi encima de su misma sepultura, a las cinco de la mañana, quando el alva rompía por el Oriente, trayendo el Sol la luz del Domingo, día de luz y del Señor de la luz; y estando cantando la missa de alva los niños del Seminario, la postrera que se dixo por su vida y la primera de su muerte, a treze de Setiembre, en las octavas de la Natividad de Nuestra Señora, Vigilia de la Exaltación de la Cruz, el año MDXCVIII.”

Allí, agotado a sus setenta y dos años, se enroscó en el Crucifijo a morir el Prudente, mientras los niños de coro cantaban en la sombra del templo monástico al sol naciente. Al que no se ponía aún en los dominios españoles, mas que empezaba ya la puesta austríaca. Y allí queda, en el mismo monasterio, en un cuadro, testimonio pictórico de las regias comuniones de conjuro para deshechizar a la escurraja dinástica, al pobre imbécil Carlos II. Sucedió otra dinastía, la borbónica, y aun la frescura monacal escurialense refrescó ardores de María Luisa. Y la última visita regia…

Cuando me arranqué de aquella contemplación volví a Madrid a enterarme del desfile militar francés ante el Arco de la Estrella y de los ecos del discurso del que había vaciado el espíritu de su mocedad junto al jardín de los frailes de El Escorial. Y hoy me parece que todo ello, lo de hace más de tres siglos y lo de no hace más que tres semanas, se pierde en el eterno pasado histórico.

domingo, 18 de marzo de 2018

Elogio de “María”

La Razón (Buenos Aires), 8 de agosto de 1935

Acabo de leer en el benemeritísimo Repertorio Americano un estudio sobre “La bella realidad de la María de Jorge Isaacs”, que firma Cornelio Hispano. Verdadera “Biblia de los quince años”. No los tenía yo cuando me enamoré de mi primera y última novia, de la hoy madre de mis ocho hijos, y no los tenía cuando ella se me ausentó, y pasamos cinco o seis años sin vernos, correspondiéndonos por carta. A los quince años de estas relaciones nos casamos. Mi hijo mayor, siguiendo mis huellas, se enamoró casi niño, casó, y a los ocho años de casado, y cuando su María, mi otra hija —mujer es Concha— iba a hacerme abuelo, se nos murió. Había sido en casa de estos mis hijos, en Palencia, en 1923, cuando, teniendo ya 59 años, leí por primera vez la María, de Isaacs, en un ejemplar que mi hijo había regalado a su María cuando eran novios. Si lo hubiera leído a mis quince años, no me habría calado tan hondo. En rigor, yo no he tenido mocedad, sino niñez. Voy pasando de mi primera ancianidad a mi segunda infancia. Y así siento la eternidad del amor. Eternidad no como envolvente de pasado, presente y porvenir, sino como siempre presente abismático. Y... ahora un desahogo lírico:

Amor viejo no envejece / siempre niño, sobre edad / nació entero, así parece: / su vida es eternidad. / Es ciego, mas su ceguera / ve en tinieblas más allá / y sin deslumbrarse espera / que el alma le llevará. / Amor viejo es niño eterno. / Flor de flores, lealtad, / no se agosta, que es de invierno / Diciembre, Natividad.

Y sigo ahora. Es que a mi amor niño viejo no le sopló la muerte. La muerte de un sueño encarnado no me trajo la juventud como a Isaacs, que escribía su poema cuando yo nacía, en 1864. Es decir, sigo naciendo. Y nací también, como otras veces, cuando en casa de mi María, la de mi hijo, leí esa que usted llama “Biblia de los quince años”. La sorbí como Efrain el agua fresca y clara de las manos de su María.

¡Biblia! En efecto aquello es bíblico, eterno. Si el “Cantar de los Cantares” se cantó en hebreo, la primera lengua de los judíos, la María se cantó en lengua española, su segunda lengua recriada en el paraíso colombiano. Colombia ha dado a Isaacs, como Venezuela a Bolívar, los dos más grandes románticos de América —y cuánto mayores fuera de ella— y ambos lanzados a su carrera quijotesca de conquistadores por la muerte de un sueño de amor encarnado: Bolívar su “huidera” mujer, la hija del marqués del Toro; Isaacs su prima Eloísa. Y esto hay que recordarlo cuando llegan unos mocitos, algunos de los cuales jamás fueron niños, que hablan despectivamente del romanticismo sin saber lo que fue. Repito que si hubiere leído la María a mis quince años, en 1879, cuando romantizaba, no me habría calado como me caló a mis cincuenta y nueve. Hay libros —¿libros?— eternos que no se deben leer de joven. Tenía yo cerca de 50 cuando leía el Robinson y el Gulliver, y gracias a ello los penetré. Y es que a mis cincuenta mi niño era no menos niño, pero más consciente de su niñez y más comprensivo que en mi infancia. Y así con La María. Y después que la María de mi hijo ha muerto espero volver a leer la de Isaacs. ¿Con qué ánimo? Hay otras cosas· tristes en su estudio de que no quiero decir nada... ¿para qué?

sábado, 17 de marzo de 2018

Nueva vuelta a Portugal IV

Ahora (Madrid), 30 de julio de 1935

Desde que empecé a estudiar el portugués —la lengua— y, sobre todo, desde que empecé a viajar por Portugal me interesó, más que otra cosa, la dependencia cultural mutua de ambos pueblos, el castellano y el portugués. No sin hondo sentido escribió Oliveira Martins aquella su maravillosa Historia de la civilización ibérica. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por su parte, incluía en su Historia de la literatura española las literaturas catalana y galaicoportuguesa. ¿Y hay clásico castellano ni más clásico ni más castizo que aquel Francisco Manuel de Melo, soldado portugués al servicio del rey Felipe IV de España y de Portugal contra los catalanes levantados en guerra? Clásico en castellano y clásico en portugués. Y habría que recordar a Gil Vicente, a Camoens y al mismo P. Granada, O. P.

Un castellano puede recorrer Portugal hablando su lengua propia, seguro de que se le entenderá. La recíproca no es tan segura. El castellano entiende mal el portugués hablado —el escrito sí que lo entiende— debido a la fonética complicadísima. La singular sencillez de la fonética castellana, con sus escasos y bien recortados —de claroscuros y sin matiz apenas— sonidos, sobre todo desde el siglo XVI, hacen del romance castellano un lenguaje muy resistente y difícilmente deformable.

Cuando alguna vez se me ha dirigido algún portugués en francés le he dicho siempre: “Fale portuguez.” Me molestaba que entre nosotros se quiera introducir un tercer idioma de cambio. (Y no digo intercambio porque esto carece de sentido.) Hasta en lo escrito he propugnado que no hay por qué traducir del castellano al portugués y viceversa. El esfuerzo que a un castellano le cueste leer portugués es pequeñísimo y, además, se compensa con que en el portugués encontraremos rincones y recovecos de nuestro idioma que no los descubrimos directamente. Aprender portugués es un buen recurso para enriquecer nuestro castellano.

No es exacto que, como se dice, no nos conozcamos unos a otros. En Portugal se ha leído siempre castellano, y desde hace algún tiempo más. Hoy se venden allí obras alemanas de ciencia —medicina especialmente—, filosofía y técnica en traducciones castellanas, ya que no las hay francesas. Y aunque las haya. Pasaron los tiempos en que se leía a Cajal en traducción francesa. Sólo algún que otro pedante presume de conocer mejor el francés que el castellano.

Funciona en Lisboa un Instituto español que empieza a prestar valiosos servicios a la común civilización ibérica. Y se piensa establecer allí una buena librería española. Y falta está haciendo que aquí, en España, sea más accesible el libro portugués. Acaba de traducirse al castellano el San Pablo, de Teixeira de Pascoaes, de que dije desde estas mismas columnas, y ojalá que ello contribuya, más que a que se multipliquen traducciones, a que se apliquen los curiosos y los estudiosos a leer directamente literatura portuguesa.

Ahora, en cuanto a traducir portugués al castellano y, sobre todo, en cuanto a que los literatos, los críticos, los investigadores españoles, se ocupen en dar a conocer la producción literaria, filosófica y científica portuguesa, creo que es un deber nuestro. El más seguro camino para que el pensamiento portugués sea más y mejor conocido en el mundo es que lo presentemos nosotros. Los más de los extranjeros estudiosos de portugués que conozco han pasado a él por el castellano. Empezaron por interesarse en literatura castellana, y de ésta pasaron a la portuguesa. Y, por otra parte, los que han abordado ésta, la portuguesa, sin pasar por la nuestra, la han comprendido mal.

Ahora vendría a cuento comentar aquí unas aseveraciones de mi amigo Osorio de Oliveira en su interesante libro Psicología de Portugal, donde sostiene que “las obras que viven por el estilo (y esto lo traduzco ahora aquí, en castellano, contra mi consejo) pueden ser bellas, mas son difíciles de traducir y no interesan a los que en la literatura buscan menos la riqueza de forma que la expresión límpida y cristalina de las ideas y de los sentimientos”. Pero ¿es que el estilo y la riqueza de forma no son los que hacen la expresión límpida y cristalina? Acusa a sus compatriotas de falta de sobriedad y de precisión en el pensamiento. Dice que el estilo retórico es un obstáculo a la divulgación del pensamiento portugués en el extranjero. Y luego sostiene que el otro obstáculo —y el mayor— es que los escritores portugueses atiendan a las cosas y casos de Portugal y hasta de una región portuguesa. De aquí —dice— la dificultad de que se universalice la obra de un Camilo Castelo Branco o de un Aquilino Ribeiro hoy. Un francés le dijo a Osorio de Oliveira: “Si Aquilino Ribeiro pudiese ser traducido, si no escribiese en un dialecto regional (del portugués, se entiende), sería considerado en Europa como el Gorki de Occidente.” Yo, por mi parte, estando en París, hace diez años, recomendé a los que por las cosas japonesas se interesaban las obras, en portugués, de Wenceslao de Moraes, superiores a las más celebradas de otros japonesistas, y en la tradición de aquel Fernán Méndez Pinto, el primero que en el siglo XVI dio a conocer el Japón.

Osorio de Oliveira incurre en el mismo error de Pío Baroja cuando suponía que una novela de asunto regional difícilmente puede universalizarse. Hasta de asunto ceñida y estrechamente local. La dificultad puede ser la lengua. Y de aquí la equivocación —por tal la tengo— de los que se ponen a escribir en una lengua sin acento local, en una lengua internacional —no universal— y para ser traducidos. O acaso en ese hórrido dialécto escrito —no hablado— del reportaje cosmopolita.

La verdad es que aquí, en España, se conoce a Eça de Queiroz —a quien se le ha traducido al castellano— más y mejor que al portuguesísimo Camilo Castelo Branco; pero, ¿de quién la culpa, si la hay? En cuanto a Aquilino Ribeiro, ¿quién le conoce aquí? Mas, por otra parte, no fío mucho en la duración de la boga de aquellos literatos —novelistas sobre todo— que escribieron en estilo —si eso es estilo— de reportaje cosmopolita y para ser traducidos… al francés. ¿Traducir? Mejor “mettre au point”. Y en cuanto a nosotros, a los ibéricos, ¿cuándo nos convenceremos de que si hemos de influir en la cultura universal, nosotros, de lengua castellana, galaico-portuguesa y catalana, no será poniéndonos a la escuela de un cosmopolitismo europeo que hace del estilo literario un álgebra sin jugo vital?

Y por ahora no más de esto. Aunque me queda por decir algo más del Portugal de hoy en relación con la España de hoy.

viernes, 16 de marzo de 2018

San Pío X

Ahora (Madrid), 24 de julio de 1935

Le voy a hablar, amigo mío, de cosa la más de veras seria e intima y esencial: de religión, no de política ni de moral. Y le voy a hablar de ello a propósito de la proyectada reforma constitucional y de lo de restablecimiento del orden público y de la autoridad y del encauce de la educación y de la enseñanza públicas. Lo de la despensa y la escuela. Y la Guardia civil y el maestro. Y si España ha dejado o no de ser católica o si lo era y lo es y cómo y qué quiere decir esto de catolicismo. Popular, o sea laico, se entiende, y no meramente clerical. No trato de un catolicismo político, para asegurar, mediante el temor a las penas del infierno y el deseo de visión beatífica —inimaginable para el pueblo—, el orden civil y social de la vida terrena; no de una religión en defensa de la propiedad y de la familia terrenales, ¡no!, sino de la que sirve a consolar al hombre, al individuo humano, de haber nacido, de la que se cifra en el tuétano de la fe cristiana popular —dentro de sus huesos dogmáticos, que no le cabe roer al pueblo— y se expresa en aquellas palabras del Credo que dicen : “Creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.” O en el latín cantado en la misa: “Resurrectionem mortuorum et vitam venturi séculi.” Y fuera lo de penas y castigos, que es policía o moral si se quiere, mas no propiamente religión. Que eso de las penas y castigos, del infierno y el cielo al servicio del Decálogo, de los Mandamientos de la ley de Dios —y aun los de la Iglesia— tiene que ver tan poco con la íntima y verdadera fe cristiana como tienen poco que ver la democracia y la cuestión social con el meollo del cristianismo.

Usted sabe, amigo mío, que en mi libro sobre El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos sostengo con qué profunda penetración de la esencia del catolicismo popular el Papa Pío X, aquel párroco véneto, procedente del pueblo, condenó y anatematizó en su Encíclica Pascendi dominici gregis (8, IV, 1907) el llamado modernismo, herejía de intelectuales criticistas, kantianos en rigor, que hurgaba en la más irracional e inimaginable de las esperanzas del pobre pueblo cristiano. La fe es, según San Pablo, la sustancia de lo que se espera. Y el Papa Pío X adoptó por emblema el ancla, símbolo de esperanza. Luego, en mi otro libro sobre La agonía del cristianismo volví al tema cardinal y radical, concluyendo con aquello de: “Cristo nuestro. Cristo nuestro, ¿por qué nos has abandonado?” Y nada de democracia, ni de autoridad, ni de orden social, ni de policía, es decir, de moral. Y, por último, en mi San Manuel Bueno, mártir —el tercero de la trilogía—, cuando le propusieron a este santo párroco que fundase un Sindicato católico agrario respondió: “No; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo, que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos ni a predicar a éstos que se sometan a aquéllos.” Y acaba: “Opio..., opio… Opio, sí. Démosle opio y que duerma y que sueñe.” Mas él, el pobre santo párroco, ni lograba dormir ni soñar.

Quiero creer que el Papa Pío X, a quien se trata de canonizar, creyó —o creyó que creía, y es igual— libre de la íntima tortura de mi San Manuel Bueno; pero ¡cuán parecidos los siento! Pío X, primer Papa salido de la clase baja después de Sixto V, muerto en 1590 —los veintinueve intermedios fueron o nobles o burgueses—, ha logrado una popularidad que ni Pío IX, el del Syllabus, el anatematizador del liberalismo, que es cosa política; ni León XIII, “más académico que humanista” —así acabo de leer en un excelente estudio—, el de la tan cimbeleada Encíclica Rerum novarum sobre la cuestión dicha social, con la mandanga aquella del justo salario, cuya justicia no se nos dice cómo se establece. Y es que la economía política no toca a la religión ni el Cristo vino a resolver la lucha de clases.

Se trata de canonizar a Pío X, al humilde párroco véneto, de origen popular, que abolió el veto de los Estados profanos en los Cónclaves, que obligó al clero francés a rechazar las Asociaciones culturales, aunque hubiere ello de llevarle a la miseria —que no fue así— y que quiso proteger al pueblo, al pobre pueblo no teólogo, al de carboneros de fe implícita, de que le arrancasen su esperanza en otra vida ultraterrena y aunque esto le sea enteramente inimaginable. Es decir, inconcebible. ¿No ve usted, amigo mío, cuan cerca estaba la religión del futuro San Pío X, de la religión de mi imaginado y sentido San Manuel Bueno? Y en cuanto al personaje histórico, por contraposición al literario y ficticio —aunque todo es uno—, ¿quién sabe el último secreto pensamiento del santo párroco pontifical, el que acaso ni él mismo osase descubrírselo a sí propio? ¿No clamó el Cristo en la Cruz: “¡Dios mío. Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Y perdóneme esta insinuación, amigo mío… Pero ¿es que no habrá más de un santo canonizado que hubiera muerto en desánimo de esperanza, en desesperanza —ya que no desesperación— resignado? ¿En oír la callada de Dios?

Lo que quiero decirle con todo esto, mi buen amigo demócrata cristiano, es que el pobre pueblo niño católico, si se apresta a hacer santificar al Papa Sarto y no al Papa Mastai Ferretti ni al Papa Pecci, es por haber aquél cuidado de guardar la esperanza irrazonable e inimaginable en otra vida de allende ésta y no de escudar con anatemas contra el liberalismo y el socialismo el orden civil, policíaco más que político, y moral de esta vida de aquende y transitoria. Pobre pueblo sencillo, sin más que un magín infantil —y senil— para figurarse una siesta sinfín de sueños de nacimiento de Belén, al son de zampoñas y zambombas, en un cielo de romería perpetua y sin cesar renaciente. O esto o el vacío. Hay, pues, que calafatearle y alquitranarle la mente contra rompientes y remolinos de aguas profundas y tenebrosas, a que no se le metan por entre las hojas del corazón. O dejarle el otro engaño: el de la sociedad futura, que no ha de alcanzar. Y que se alimenta y ceba de resentimientos. Y ¿no tendrá acaso alguna relación con esto lo de Pío XI, de haber hecho consagrar, en 1926, obispos chinos cuando en China cundía ya el bolchevismo? Almas asiáticas, búdicas, que sueñan hacia atrás, hacia la eternidad que pasó, en sociedad fija y culto a los antepasados, a los muertos. San Pío X adoptó por su emblema un ancla en la mar, y encima, en el cielo, una estrella. Una estrella anclada en el cielo y un ancla estrellada en la mar. Y el horizonte marino ilusorio, donde el camino de olas se vuelve camino de estrellas. Y sin puertos a la vista.

Y ahora bien : ¿sigue siendo católico nuestro pueblo occidental?; ¿lo fue alguna vez? Conforme a lo que por catolicismo queramos entender. Y, desde luego, en cuanto a nuestro cristianismo popular e infantil, laico y pagano, así que se le mete en política y en moral deja de ser ceñida y redondamente religioso. Porque eso no es religión. Aunque los políticos de cada partido se llamen entre sí correligionarios. No pasan de colegionarios. Y ya sabrá usted a quien llama legión el Evangelio del Cristo.