Ahora (Madrid), 23 de octubre de 1935
Hace unos años, con motivo de eso de la Fiesta de la Raza —recién inventada entonces, la fiesta y hasta la raza—, se celebró una sesión en el paraninfo de esta Universidad de Salamanca y en ella habló el que esto escribe. Entre el público se contaba un buen número de militares y unos cuantos frailes dominicos —de la Orden a que perteneció fray Bartolomé de las Casas—, varios de ellos peruanos y con facha de mestizos. Al hablar yo expuse lo que después he repetido muchas veces, y es que lo de raza, en sentido cultural, histórico y humano, no es una categoría zoológica —como en las castas y variedades de animales, incluso los hombres—, sino espiritual, y que se distingue por una comunidad de cultura histórica que se cifra, sobre todo, en la lengua. Y así, la raza española —hispanoamericana si se quiere— es la que piensa y, por lo tanto, siente en cualquiera de las lenguas españolas. O ibéricas, si se prefiere. (Una de ellas, la que se habla en Portugal y en el Brasil.) Y ya en este tono hube de contar entre los heraldos históricos de nuestra raza al indio occidental mejicano —zapoteca puro, sin sangre europea— Benito Juárez, libertador y refundador de su heroica patria, que gobernó “en castellano” —como ha dicho su último biógrafo—, y al indio oriental, filipino, José Rizal —sin sangre europea—, asesinado en Manila por la monarquía española, que murió despidiéndose de su Filipinas en un magnífico canto… en castellano. Y es que ni Juárez pensaba en zapoteca ni Rizal en tagalo. Y nunca olvidaré el efecto que a los ingenuos oficiales de ejército que me oían y me oyeron leer la magnífica despedida de Rizal —escrita estando en capilla— les hizo ella. Les tenían engañados. Les habían hecho creer que el heroico Rizal no fue más que lo que llamaban un filibustero y un odiador de España. Lo que hoy llamarían un anti-español. Y por su parte, los novicios dominicos peruanos me agradecieron lo que dije de Juárez y a propósito de él.
Ahora se vuelve a querer dar esplendor a esa Fiesta de la Raza; pero se barrunta por dentro de ello y en una parte de los que lo promueven —no en todos, ¡claro!— un cierto sentimiento extraño e impuro. Ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso concepto de los arios —que no es más que un mito del más salvaje resentimiento—, con su secuela de anti-semitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el colmo del despropósito que hasta entre nosotros, aquí, en España, empieza a deslizarse que son anti-españoles los judíos. Y se extiende este grotesco anatema a los... masones. (Debo declarar que no sé lo que son los masones —no he llegado a eso en mis estudios de mitología—; pero estoy seguro que no saben más que yo respecto a ellos todos esos pazguatos que los execran y condenan, a pesar de aquel divertido intrigante que fue Leon Taxil, que tanto les tomó el pelo a los jesuitas. Lo que, por otra parte, es cosa fácil.)
Ya lo de nuestra raza —si se quiere con mayúscula: Nuestra Raza— empieza a no ser ni una categoría zoológica ni una categoría humana cultural, sino una categoría —en el más bajo y más triste sentido— política. Ya no se trata de limpieza de sangre ni de limpieza de conciencia, sino de una cierta ortodoxia y no solamente religiosa. Después de haberse enunciado la insensatez de que no puede ser buen español el que no sea católico, apostólico, romano, se va agravando el despropósito. ¿Y van a corregirse los insensatos? ¡Ya, y a! ¿Que aquel iberoamericanismo era lírico? ¿De lira de juegos florales? ¿Y éste que asoma? Este puede ser de zanfonía —peor: de zampona—, de romería arrabalera, en que se lucen aquellos a quienes los de rompe y rasga los tienen por “castizos”. ¡Los de “Santiago y cierra España”! No se sabe si para que no puedan entrar los de fuera o para que no puedan salir los de dentro. (Y de esto, otra vez.)
Se anunciaba que para la celebración de la mentada fiesta en La Rábida iban a concurrir allá —en concentración— muchachos de la Juventud de Acción Popular; pero se ha aguado ello por no poder concurrir el jefe. El jefe para quien piden todo el poder los que, sin duda, se sienten impotentes por sí mismos, y de quien declaran que siempre tiene razón los que, sin duda, se sienten, por sí mismos, irracionales. Y acaso ese fracaso de semejante romería nos ha librado —y en estas circunstancias— de alguna alusión al Peñón de Gibraltar— no muy lejano de La Rábida— y a otra raza a que suponen —¡cuitados!— la más hostil a la que llaman suya.
Este impuro y bárbaro sentido de raza que empieza a infiltrarse en el otro, en el cultural, histórico y humano, es el que trata de definir un patriotismo ortodoxo frente al heterodoxo. Es el del españolismo contrapuesto a la españolidad. Lo que lleva a la más perniciosa forma de guerra civil. A la guerra civil incivil. A la de aquella barbarie del “¡vivan las cadenas!”, del suplicio de Riego, en los más tenebrosos años de Fernando VII — el “pico” vino después— cuando se execraba del “mal llamado bienio” progresista.
Y así puede resultar —si Dios no lo remedia— que eso de la raza, del sentimiento de comunidad histórica, que podía llevarnos a la convivencia más perfecta posible, puede, si ese racismo ortodoxo que apunta se extiende, estorbar la convivencia. Hasta la imperfecta y de resignada tolerancia. No hace mucho le oí a uno de esos racistas de nuevo cuño decir, hablando de la llamada comunidad iberoamericana, que podemos sentimos hermanos espirituales de los venezolanos bajo Juan Vicente Gómez, pero no de los mejicanos de hoy. Y este mismo sujeto que eso decía, al oírme exaltar a Benito Juárez, se echó a decir que no cabe sostener que hubiesen sido héroes del mismo espíritu hispánico Benito Juárez y, por ejemplo, Gabriel García Moreno, el criollo ecuatoriano. “¡El indio Juárez —me dijo— en el fondo era... protestante!” Y pronunció esto de “protestante” como pudo haberlo hecho de judío, masón o marxista. Por de contado que el tal patriota racista ni sabe lo que es judaísmo, ni masonería, ni marxismo. Es de los de “eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante...”, de los que piden todo el poder y toda la razón para el jefe por encontrarse sin uno ni otra. Ni quiero desperdiciar la ocasión de contar lo que le oí a un subordinado que fue del cardenal Segura, y es que le oyó decir que los dos más peligrosos y solapados enemigos de la auténtica España éramos Luis de Zulueta y yo, por lo que tenemos, según él, de sospechosos de... ¡protestantismo! ¡Grave peligrosidad! Sin duda, se creía —no “creía”, pues creerse no es creer— que la Reforma es la auténtica anti-España. Que así se creen y lo dicen las cotorras del cotarro.
En resumidas cuentas, ved por qué yo, que creo haber hecho por mi raza —espiritual— y por su lengua más que el que más de esos racistas de última hora, me siento obligado a escatimar mi participación en fiestas que empiezan a perder su sencilla pureza originaria. Me quedo con raza y sin fiesta mientras no se depuren las cosas a ellas atañederas.