Ahora (Madrid), 24 de julio de 1935
Le voy a hablar, amigo mío, de cosa la más de veras seria e intima y esencial: de religión, no de política ni de moral. Y le voy a hablar de ello a propósito de la proyectada reforma constitucional y de lo de restablecimiento del orden público y de la autoridad y del encauce de la educación y de la enseñanza públicas. Lo de la despensa y la escuela. Y la Guardia civil y el maestro. Y si España ha dejado o no de ser católica o si lo era y lo es y cómo y qué quiere decir esto de catolicismo. Popular, o sea laico, se entiende, y no meramente clerical. No trato de un catolicismo político, para asegurar, mediante el temor a las penas del infierno y el deseo de visión beatífica —inimaginable para el pueblo—, el orden civil y social de la vida terrena; no de una religión en defensa de la propiedad y de la familia terrenales, ¡no!, sino de la que sirve a consolar al hombre, al individuo humano, de haber nacido, de la que se cifra en el tuétano de la fe cristiana popular —dentro de sus huesos dogmáticos, que no le cabe roer al pueblo— y se expresa en aquellas palabras del Credo que dicen : “Creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.” O en el latín cantado en la misa: “Resurrectionem mortuorum et vitam venturi séculi.” Y fuera lo de penas y castigos, que es policía o moral si se quiere, mas no propiamente religión. Que eso de las penas y castigos, del infierno y el cielo al servicio del Decálogo, de los Mandamientos de la ley de Dios —y aun los de la Iglesia— tiene que ver tan poco con la íntima y verdadera fe cristiana como tienen poco que ver la democracia y la cuestión social con el meollo del cristianismo.
Usted sabe, amigo mío, que en mi libro sobre El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos sostengo con qué profunda penetración de la esencia del catolicismo popular el Papa Pío X, aquel párroco véneto, procedente del pueblo, condenó y anatematizó en su Encíclica Pascendi dominici gregis (8, IV, 1907) el llamado modernismo, herejía de intelectuales criticistas, kantianos en rigor, que hurgaba en la más irracional e inimaginable de las esperanzas del pobre pueblo cristiano. La fe es, según San Pablo, la sustancia de lo que se espera. Y el Papa Pío X adoptó por emblema el ancla, símbolo de esperanza. Luego, en mi otro libro sobre La agonía del cristianismo volví al tema cardinal y radical, concluyendo con aquello de: “Cristo nuestro. Cristo nuestro, ¿por qué nos has abandonado?” Y nada de democracia, ni de autoridad, ni de orden social, ni de policía, es decir, de moral. Y, por último, en mi San Manuel Bueno, mártir —el tercero de la trilogía—, cuando le propusieron a este santo párroco que fundase un Sindicato católico agrario respondió: “No; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo, que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos ni a predicar a éstos que se sometan a aquéllos.” Y acaba: “Opio..., opio… Opio, sí. Démosle opio y que duerma y que sueñe.” Mas él, el pobre santo párroco, ni lograba dormir ni soñar.
Quiero creer que el Papa Pío X, a quien se trata de canonizar, creyó —o creyó que creía, y es igual— libre de la íntima tortura de mi San Manuel Bueno; pero ¡cuán parecidos los siento! Pío X, primer Papa salido de la clase baja después de Sixto V, muerto en 1590 —los veintinueve intermedios fueron o nobles o burgueses—, ha logrado una popularidad que ni Pío IX, el del Syllabus, el anatematizador del liberalismo, que es cosa política; ni León XIII, “más académico que humanista” —así acabo de leer en un excelente estudio—, el de la tan cimbeleada Encíclica Rerum novarum sobre la cuestión dicha social, con la mandanga aquella del justo salario, cuya justicia no se nos dice cómo se establece. Y es que la economía política no toca a la religión ni el Cristo vino a resolver la lucha de clases.
Se trata de canonizar a Pío X, al humilde párroco véneto, de origen popular, que abolió el veto de los Estados profanos en los Cónclaves, que obligó al clero francés a rechazar las Asociaciones culturales, aunque hubiere ello de llevarle a la miseria —que no fue así— y que quiso proteger al pueblo, al pobre pueblo no teólogo, al de carboneros de fe implícita, de que le arrancasen su esperanza en otra vida ultraterrena y aunque esto le sea enteramente inimaginable. Es decir, inconcebible. ¿No ve usted, amigo mío, cuan cerca estaba la religión del futuro San Pío X, de la religión de mi imaginado y sentido San Manuel Bueno? Y en cuanto al personaje histórico, por contraposición al literario y ficticio —aunque todo es uno—, ¿quién sabe el último secreto pensamiento del santo párroco pontifical, el que acaso ni él mismo osase descubrírselo a sí propio? ¿No clamó el Cristo en la Cruz: “¡Dios mío. Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Y perdóneme esta insinuación, amigo mío… Pero ¿es que no habrá más de un santo canonizado que hubiera muerto en desánimo de esperanza, en desesperanza —ya que no desesperación— resignado? ¿En oír la callada de Dios?
Lo que quiero decirle con todo esto, mi buen amigo demócrata cristiano, es que el pobre pueblo niño católico, si se apresta a hacer santificar al Papa Sarto y no al Papa Mastai Ferretti ni al Papa Pecci, es por haber aquél cuidado de guardar la esperanza irrazonable e inimaginable en otra vida de allende ésta y no de escudar con anatemas contra el liberalismo y el socialismo el orden civil, policíaco más que político, y moral de esta vida de aquende y transitoria. Pobre pueblo sencillo, sin más que un magín infantil —y senil— para figurarse una siesta sinfín de sueños de nacimiento de Belén, al son de zampoñas y zambombas, en un cielo de romería perpetua y sin cesar renaciente. O esto o el vacío. Hay, pues, que calafatearle y alquitranarle la mente contra rompientes y remolinos de aguas profundas y tenebrosas, a que no se le metan por entre las hojas del corazón. O dejarle el otro engaño: el de la sociedad futura, que no ha de alcanzar. Y que se alimenta y ceba de resentimientos. Y ¿no tendrá acaso alguna relación con esto lo de Pío XI, de haber hecho consagrar, en 1926, obispos chinos cuando en China cundía ya el bolchevismo? Almas asiáticas, búdicas, que sueñan hacia atrás, hacia la eternidad que pasó, en sociedad fija y culto a los antepasados, a los muertos. San Pío X adoptó por su emblema un ancla en la mar, y encima, en el cielo, una estrella. Una estrella anclada en el cielo y un ancla estrellada en la mar. Y el horizonte marino ilusorio, donde el camino de olas se vuelve camino de estrellas. Y sin puertos a la vista.
Y ahora bien : ¿sigue siendo católico nuestro pueblo occidental?; ¿lo fue alguna vez? Conforme a lo que por catolicismo queramos entender. Y, desde luego, en cuanto a nuestro cristianismo popular e infantil, laico y pagano, así que se le mete en política y en moral deja de ser ceñida y redondamente religioso. Porque eso no es religión. Aunque los políticos de cada partido se llamen entre sí correligionarios. No pasan de colegionarios. Y ya sabrá usted a quien llama legión el Evangelio del Cristo.
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