Ahora (Madrid), 16 de octubre de 1935
Últimamente, a fin de poner coto a la demasiada concurrencia de bachilleres aspirantes a carreras académicas, se dispuso exigirles un examen de ingreso a ellas. Examen de las materias mismas de la llamada segunda enseñanza o de lo que se dice cultura general. El primer efecto de esa exigencia fue una baja enorme en el número de tales aspirantes. Y otro efecto ha sido la triste experiencia del lamentable estado de incultura de una gran parte, de la mayoría en casos, de esos aspirantes. Y ello, por otra parte, nos ha traído a considerar que lo que piden al pedir libertad de enseñanza esos “padres de familia” —azuzados por otros padres sin ella y sin hijos (al menos, legales)— es la libertad de no enseñar. Para lo que se achaca la peligrosidad de ciertas enseñanzas.
Nos apena a los que hemos tenido ocasión de examinar a esta muchachada estudiantil del cine, del deporte y del puño o de la palma alzados, nos apena su ignorancia invencible. Invencible por querida. Apenas saben nada —y de lo más elemental, que es lo fundamental—, y no lo saben porque no quieren saberlo, porque carecen de curiosidad. Lo de menos es que hayan olvidado —si es que alguna vez las supieron— aquellas ligeras nociones que hubieron de estudiar o en horribles librillos de texto o en más horribles apuntes, pues ese olvido podría ser hasta meritorio. Lo peor es que no hayan leído lo que leen otros muchachos que no aspiran a título académico. Que uno de esos chicos no sepa lo que le enseñaron en la cátedra de Preceptiva literaria, puede pasar; lo que no puede pasar es que no conozca lo más esencial de la literatura castellana y ni siquiera haya leído a los autores modernos más en boga. Hace pocos días se le preguntaba a una aspirante de ésos —era una muchacha— que dijera algo sobre Galdós, y cuando se disponía a recitar no se sabe qué juicio empapizado, como uno de los examinadores le preguntase “¿Pero usted ha leído algo de Galdós?”, la pobre muchacha respondió como sorprendida: “¿Yooo...?” Y si se nos dijese que Galdós acaso figure para ella entre los autores prohibidos, replicaremos que sí puede pasar el que se prohíba leer estos o los otros libros; lo que no debe pasar es que se enseñe que esos libros dicen lo que no dicen. Y esto pasa.
En junio último pasado, aunque ya jubilado, me encargué de examinar a unos alumnos de una cátedra de... ¡”Introducción a la Filosofía”! Una verdadera mandanga, pues no hay modo de saber en qué la introducción a la filosofía se diferencia de la filosofía misma. Prescindí de unos ciertos apuntes que se habían empapizado y empecé a preguntarles nociones generales de ciencias y letras: cómo se halla el área de un triángulo, la ley de la caída de los graves, qué es una hipérbola y qué una parábola, cuál es la función del hígado, qué fue la Reforma... y otras nociones tan elementales. El resultado fue desastroso.
¿Qué ha podido traer esta lástima? ¿Cómo ha podido nuestra “juventud” —subrayo la palabra— actual llegar a tal estado? Otra cosa era en mis tiempos de estudiante de Instituto, hace ya cerca de sesenta años. Por lo menos, en mi Bilbao, que salía de su sitio y bombardeo. ¿Cómo se ha llegado a esta inapetencia de saber? Es más, ¿a ese horror a él?
Y ahora, por un eslaboneo de consideraciones de que quiero hacer gracia al lector, he venido a recordar aquella típica doctrina jesuítica del tercer grado de obediencia que expuso magistralmente Íñigo de Loyola en su célebre carta a los padres y hermanos de Portugal. Ese tercer grado que es la obediencia de juicio, o sea creer que es lo verdadero lo que el superior así define. Es decir, que no basta pedir todo el poder para el jefe, sino también toda la razón y la inteligencia. Colmo de la abnegación y de la irresponsabilidad. Lo que vuelve a traerme a las mientes —y digo “vuelve” porque es uno de mis estribillos— aquello del Catecismo de la doctrina cristiana del P. Astete, jesuita, cuando dice: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Es la fe implícita o del carbonero. ¡Y la de jóvenes carboneros que se nos están metiendo en política! Y a carbonear con obediencia de tercer grado.
Me explico que haya doctrinas de cuyo conocimiento quieran preservar los padres sin hijos a los hijos de padres carboneros; pero cuiden de no enseñarles refutaciones. Las refutaciones son peligrosísimas. Lo sé por propia experiencia. Fue una cierta desdichada refutación de Hegel —tras elogiarle mucho— por parte del cardenal González, O. Р., lo que más me puso en camino de estudiar a Hegel y de enterarme, entre otras cosas, de que el pobre cardenal no le había podido entender. Era natural. Y otra vez, al leer en un libro de un neoescolástico italiano —creo que era Prisco—, al frente de un capítulo, “Del absurdo fenomenismo de Hume”, me dije: “¡Tate! ¿Le llama así, de antemano, absurdo? Hay que enterarse bien de ese absurdo.” Y de esta me acordé años más tarde, cuando leí en La Biblia en España, de Borrow —precioso libro traducido al español preciosamente por Azaña— aquello de los canónigos cordobeses que se extrañaban de que el criado griego de Borrow profesara una religión tan absurda como la griega, y al decirles el griego que renunciaría a ella cuando le mostrasen su absurdo le contestaron que no la conocían y sólo sabían que era absurda.
Examinaba yo aquí en Salamanca hace más de cuarenta años a unos alumnos del colegio de Deusto de Metafísica —así se la llamaba—, cuando uno de ellos dijo: “Dice Spencer...”, y siguió hasta que le interrumpí: “¿Pero dónde ha dicho eso Spencer?”, y él, sin inmutarse: “Bueno, pues dice el pa' Fulánez que dice Spencer...” Y le dejé seguir. Y otra vez, como a uno de esos alumnos, en un examen de Derecho, le oyese nuestro compañero don Luis Maldonado —luego, rector— llamarle “filibustero” a don Antonio Maura y le interrumpiese con un “Pero ¿qué dice usted?”, el mozo replicó: “Filibustero, sí, filibustero; lo ha dicho el pa' Zutánez...” Y vaya otro sucedido. Una de mis dos hermanas, que murió no hace mucho en un convento de enseñanza, de monja, se instruyó en el colegio de Sagrado Corazón de Bilbao, y así llegó a mis manos un cierto librito de Historia en que había verdaderas atrocidades. No equivocaciones, ni errores, ni inexactitudes, sino mentiras, evidentes mentiras. Y que el autor del librito —para ignorantes o carboneros— sabía que lo eran. Calumnias concientes, es decir, que el autor de ellas tenía que saber que lo eran. ¡Y luego se quejarán de Pascal!
Y traigo todo esto a cuento porque creo que una parte de la culpa —no toda, ni acaso la mayor— de esa ignorancia invencible y querida de los mozos de deporte y cine y horror al saber la tienen los que están propugnando por una libertad de enseñanza que es libertad de no enseñar. Y ello basándose, entre otras cosas, en que hay que educar más que instruir.
Mas de esto de la diferencia entre educación —o formación del carácter— e instrucción hay que hablar más despacio.
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