Ahora (Madrid), 15 de junio de 1935
El más hondo sondaje que se haya hecho en España de la envidia hispánica —o ibérica—, virtud tanto como vicio y resorte de tantas hazañas, buenas y malas, lo hizo nuestro gran Quevedo en su Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo: invidia, ingratitud, soberbia, avaricia. Y al hablar de la primera peste —en orden de tiempo y de valor— que es la envidia, empieza así: “Escribo de las cuatro pestes del mundo, no como médico, sino como enfermo que las ha padecido. Temo (en esto, por lo menos, acierto) que antes me temerán por el contagio, que me estimarán por la doctrina.” ¡Soberbio exordio y confesión soberbia!
Mete luego su lanceta en el tumor de esa peste luzbeliana —la tan mentada soberbia de Luzbel fue, como todas las soberbias, envidia— y dice aquello de: “El hombre, o ha de ser invidioso o invidiado, y los más son invidiados y invidiosos, y al que no fuera invidioso, cuando no tenga otra cosa que le invidien, le invidiarán el no serlo. Quien no quiere ser invidiado no quiere ser hombre, y quien es invidioso no merece serlo.” ¿Y qué hombre lo merece?, digo yo. “Los que más se quejan porque los invidian son los que siempre están haciendo porque los invidien”, añade. Y luego: “Muchos hombres hay invidiados de otros, y muchos que invidian a otros, y muchos más que se invidian a sí mismos. Parece esta invidia nuevamente hallada y es la más antigua.” Lo sabían San Pablo y Séneca, dos de los maestros de Quevedo.
Dejo para otra ocasión el zahondar en esta abismática doctrina quevediana, que explica la llamada decadencia española de su tiempo —primera mitad del siglo XVII— con sus altezas y bajezas —virtud y vicio—, y explica a la vez la desgana, el desapego y el anonadamiento de ascetas y místicos, desde el fray Luis, que quería vivir —¿vivir eso?— ni envidiado ni envidioso, hasta el quietismo, después, de Molinos. Y por ahora voy a recoger una alusión que me dirigió mi Gregorio Marañón en su contestación al discurso que ante la Academia Española leyó Baroja el 12 de mayo de este año.
En su discurso empezó Marañón por ensañarse con ese “pequeño monstruo —son sus palabras—, anónimo y temible, que es el hombre del café”. Quiere distinguirlo del hombre de la calle o de la plazuela. Parece ser el hombre de corrillo, de cotarro o de tertulia. Habla luego Marañón de mi prurito, no de contradicción, sino de contrapelo, que tanto ha contribuido a mantener despierta la conciencia nacional, pero que a veces la enturbia (quizá para que luego se aclare más), y dice que he dado el espaldarazo de mi elogio a este hombre del café. “Es difícil saber la razón”, añade. ¿Difícil? El mismo Marañón es quien la da al decir que se me deben a mí “las páginas más profundas sobre la pasión del resentimiento, morbo insinuante y letal de la vida española”. ¡Letal y... vital! Y agrega que tanto Baroja como yo sabemos bien que “el hombre del café es, entre otras cosas, manantial inagotable de resentimiento”. Y el resentimiento —digo yo—, manantial inagotable de rebeldía, y la rebeldía manantial inagotable de la más alta conciencia espiritual. “El hombre de la calle hace la historia —añade—, y el del café, fundamentalmente antihistórico, la envenena.” ¿Qué es esto? Y la historia, como el progreso, como la civilización, ¿no son acaso veneno? Aquí de la doctrina del pecado original, “¡feliz culpa!”, que canta la Iglesia Romana.
Mi elogio del hombre del café arranca de que este hombre, el descontentadizo, el resentido —de sí mismo antes que nada—, es el envidioso consciente de su envidia y de su envidiosidad —que no son precisamente lo mismo—; es el hombre en lucha consigo mismo; es el hombre que se sintieron San Pablo, San Agustín, Calvino, Pascal y tantos otros genios de la íntima contradicción humana. La razón por la que he afirmado que el hombre del café es el que forja nuestra cultura —así como suena—, nuestro cultivo de lo hondamente humano —¡qué bien lo sabía Nietzsche!—, es que ese hombre siente su propia miseria y que ésta hace su grandeza. La razón es que, como Quevedo, escribo de esa peste del mundo, no como médico, sino como enfermo. Y voy más allá, y es afirmar que médico que escriba de esa o de otra peste no más que como tal, y no como enfermo, no nos dirá sobre ella nada de provecho. Marañón conoce mi novela quirúrgica Abel Sánchez, y puedo asegurarle que ensayé en mí mismo la pluma-lanceta con que la escribí. Y dejo el disertar si hay una envidia, una soberbia, una lujuria, una gula, una pereza, una avaricia... fisiológicas y otras patológicas. ¿No es patológica también la fisiología en cuanto entra en ésta la conciencia? ¿No es la vida misma una enfermedad acaso? El haberlo reconocido así hizo la grandeza de la llamada decadencia española, de aquel nuestro osar demasiado, que dijo Nietzsche, también luzbeliano, también cainita. ¡Qué envidia más trágica y más grandiosa le tuvo al Cristo! Y se tuvo a sí mismo.
¡Ay, amigo Marañón!; ante esta vida enferma, ante esta enfermedad que es nuestra vida, hay quien se entrega febrilmente a la tarea de entibar y estribar y a la vez estibar su decadente esperanza —esperanza desesperada— en otra vida pura, y la fiebre le llega de los huesos del alma —que los de ésta (pues tiene huesos) sufren calenturas y hasta con ellas se queman—, y a ellos la calentura les llega del tuétano, que es más que entraña y donde está esa peste vital. ¿Pesimismo? Bien, ¿y qué? Porque aquello de “hay que...”, “no hay que...” Ya volveremos, y a través de Quevedo, a esto. Mas antes de volver a ello tengo que decir que en el mismo discurso que aquí comento se refiere Marañón a juicios de Cajal en uno de sus libros, “el desdichadamente titulado Charlas de Café”, dice. ¿Desdichadamente? ¿Y por qué? Pero si son eso: ¡charlas de café! ¡Si Cajal llevó siempre dentro de sí a un hombre de café, al que no logró, afortunadamente, ahogar la investigación histológica! “Tuvo las mismas amarguras que sus contemporáneos —dice Marañón— y abominó como ellos de toda la historia pasada, hecha de optimismos inconscientes.” ¿Y no será acaso inconsciente todo optimismo?
En resolución, que hay que hacer lo de Quevedo: escribir de la envidia como enfermo que la padece, sin importársele a uno que antes le teman por el contagio que le estimen por la doctrina. Y mirarse uno en el espejo de los demás, y cuando se crea envidiado escarbarse la propia conciencia. Y compadecerse de sí mismo y a sí mismo envidiarse.
¡Qué tragedia la de nuestro Quevedo!
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