Caras y Caretas (Buenos Aires), 29 de junio de 1935
Ya estoy otra vez aquí, lectores de Caras y Caretas. Yo más que mis ideas o lo que sean. Y pues que tantos cuitados han dado en acusarme de egolatría, sin saber qué es ego ni qué es latría, tengo que decir lo que decía mi paisano Antonio de Trueba, Antón el de los Cantares, cuando le acusaban —¡acusar es!— de hablar mucho de sí mismo y era esto: “Soy el hombre que tengo más a mano para ejemplo de mis casos”. Y así me pasa a mí —que conocí y traté en mi mocedad a Trueba— y esto aunque crea que aquel consejo délfico, ya enmohecido, de “conócete a ti mismo” no sea muy seguro y mucho mejor darse a estudiar a los demás y mirarse en ellos como en espejo.
Ya estoy de nuevo aquí y como no debo engañar a nadie, lectores míos, me cumple declarar que no vengo como informador y menos de eso que se llama reportero. Sin que desdeñe el reportaje ¡que va...! Es un género —llamémosle así— tan noble y tan artístico como el de la novela, el drama o la poesía. Un suceso es una pequeña tragedia a las veces. Pero... Pero cuando el reportaje ha de ser ilustrado —eso que llaman ilustrarlo— entonces yo me echaría a temblar antes de dedicarme a él. Las novelas con ilustraciones gráficas me disgustan tanto como las caricaturas con leyendas que nada tienen que ver con ellas. Estoy por lo que llaman en música romanzas sin palabras. La letra casi siempre estropea el canto. ¿Y lo de escribir para aprovechar unas ilustraciones previas como hizo el pobre don José Zorrilla —y por pobre— en sus Cantos del trovador? Me sería tan difícil eso como escribir un drama o comedia para ser llevados luego a la pantalla. Tal es mi respeto reverencial, mi culto a la independencia de la palabra, de la santa palabra. No puedo con los que no van al teatro a oír. Cuando no van a no oír.
Verdad es que esto sucede no pocas veces hasta en los lectores de artículos como éste. No en mis lectores, por supuesto, en los que yo me he ido haciendo mientras ellos me hacían. Y es que vienen no a oírlos, aunque los lean con los ojos, cuando no a no enterarse de lo leído y gozarse en ello sino a poder hablar de ello en la tertulia del casino o en la plazuela. ¡Los casos que me ocurren con esos que se me vienen diciendo que siguen mi producción literaria! No hace mucho uno que me aseguraba conocer mi obra toda, agregaba: “Lo que no sabía es que ha hecho usted también poesías”. Y yo a él: “No, señor, he hecho también todo lo demás”. Y así, con eso de leer por encima no más que mis artículos volanderos y ni aun eso, sino citas y críticas que de mí se hacen, han venido forjándome una leyenda que empieza a ahogarme, a ahogar este yo, supuesto egolátrico, que con tanto cariño he cultivado para que pueda servir de espejo a mis prójimos.
Tiempos estos de enquisas —eso que llaman encuestas— y de entrevistas —(a) interviews— y de interrogatorios necios… No hace mucho uno de esos mentecatos me dirigió una especie de circular en que se nos preguntaba a unos cuantos escritores: “¿Cuál es la mujer que usted más admira?” No le contesté ¡es claro! pues de haberlo hecho habría sido con otra pregunta nada cortés. O me habría cabido otro recurso y era responder a lo que no me preguntaba. Pues a pregunta sin respuesta decente posible, sólo cabe respuesta sin pregunta. Y como así soy, el que no me quiera así que me deje.
Hay otra clase de lectores, éstos ya dignos de respeto —aunque algunas veces de lástima respetuosa— que leen para ir recogiendo vocablos, giros, expresiones y maneras de decir, lectores que llamaríamos pedagógicos. Su número es legión. Y desde hace algún tiempo recibo con frecuencia consultas lingüísticas o gramaticales —aunque no es lo mismo lo uno que lo otro— de esos lectores, consultas de una candorosidad encantadora. Leen para aprender a escribir. Y no digo que para aprender a hablar. Quieren proveerse de un calendario de bolsillo.
“¿Calendario?” —dirá mi lector, el mío. Vaya el caso. Que fue que había en mi natal Bilbao un tabaquero famoso por sus trabucamientos de palabras, y como una vez dijese, refiriéndose a un reloj de torre. “Desde que a ese reloj le han puesto amósfera nueva anda mal”, y le contestaron: “Pero, Juanito, no se dice amósfera, sino esfera”. Replicó: “Bueno, bueno, para hablar con vosotros hay que llevar el calendario en el bolsillo”. Y así hay gente que lleva su calendario —vocabulario— de bolsillo. O le tiene de pared. Como otro con quien yo viajaba y me fue mostrando un cuadernillo en que iba apuntando las palabras que oía en Francia y al decirle yo que le sería más cómodo comprar un diccionario francés-español, me objetó: “No, es que éstas son palabras francesas auténticas, oídas por mí”. Y así hay quienes apuntan las palabras que me oyen o las que leen en mis escritos. Y más ahora que saben que se me ha hecho de la Academia —antes Real— Española de la Lengua Castellana, la de “Limpia, fija y da esplendor”.
¡La Academia! Cada vez que se me hacía notar que alguna palabra que yo empleaba —casi siempre recogida del habla popular y tal vez forjada, por analogía, por mí— no estaba en el Diccionario de la dicha Academia, el que pasa por oficial, replicaba yo: “¡Ya la pondrán!” Que el modo de que se registre algo es que este algo empiece por existir. Aunque según el profesor aquel de Coimbra las cosas empiezan por no existir. Lo que es hegelianismo puro. Mas no se crea que yo vaya a meterme en la Academia para ir metiendo en su Diccionario las palabras que haya recogido de boca del pueblo y las que forjadas por mí hayan sido acatadas por él, no. Y eso que tal cosa sería lo debido. ¡Hay tan falsa idea de lo clásico en confusión con lo académico! ¡Lo que les chocó una vez en clase a mis discípulos que les dijese que López Silva, el del habla de los barrios bajos madrileños —el que vivió ahí, en la Argentina, luego— era un escritor clásico y que recordaba a Teócrito! Y no otros en quienes van a buscar vocablos los predicadores gerundianos.
¿Llegaré a ser clásico? No lo sé, pero sí debo declarar “con la modestia que me caracteriza” —esta preciosa frase la he tomado modestamente del gran Sarmiento— que cuando se me dice: “¡ Cuánto ha progresado usted, don Miguel, en lenguaje y estilo!”, contesto: “No, es que usted ha aprendido ya mi habla y si no pruebe a leer aquellos mis escritos que le parecieron antaño oscuros, y lo verá”. Lo que hay es que mi público, el mío, el que he acabado por hacérmelo —¡mi trabajo me ha costado!— ha aprendido mi habla. Que para servirle me la he hecho.
Aquí estoy, pues, de nuevo, lectores míos argentinos, mi antiguo público de Caras y Caretas, el que yo desde estas columnas me hice ahí. ¿Soy el mismo ? Creo que sí. Pues sigo el consejo de Píndaro: “Hazte el que eres”. Aquí estoy yo. Lo demás irá saliendo.
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