Ahora (Madrid), 15 de mayo de 1935
He vuelto a París, al cabo de diez años, a recordar mi estancia allí de más de un año, cuando mi destierro voluntario durante la dictadura primo-riverana, a la que perseguí mucho más y más sañudamente que ella a mí, que, en rigor, no me persiguió. He vuelto, representando, con otros compañeros, a España, a la inauguración del Colegio Español de la Ciudad Universitaria de París, que tuvo efecto el día 10 de este abril. Y a procurar estrechar y encauzar más las relaciones culturales entre Francia y España, tarea en que nos ayuda nuestro embajador allí, don Juan Fr. de Cárdenas, uno de los españoles que más y mejor sirven y honran a nuestra Patria, Excelentísimo en el sentido literal, ya que del otro se abusa.
¡Las cosas que han pasado y las que han quedado aquí y allí en estos diez años! Preocupación ahora la de la próxima posible guerra, a la que parece estársela provocando con el miedo al miedo. Los pobres pueblos, presos de fatídica crisis moral, sufriendo de nacionalismo —terrible enfermedad mental (o mejor, demental) colectiva—, diríase arrastrados por aquel trágico poder que Schopenhauer llamó el genio de la especie y que si una vez empuja a ésta a procrearse, otra la empuja a cercenarse y aun a suicidarse. Ya Leopardi, más hondo que Schopenhauer, cantó la hermandad del Amor y de la Muerte. Que si una gata siente no poder criar, de siete crías que parió, sino tres, se come las otras cuatro. Y así el linaje humano.
Iba a revivir mi París de 1925. Y llegué a él cuando apenas se hablaba sino de guerra y de paz armada. Eran los días de la Conferencia de Stresa, en la Isola Bella, isla de decoración de ópera en el sereno y apacible lago Mayor, isla que había yo visitado en 1917, en plena guerra mundial, en compañía, entre otros, de Azaña. En París ahora se hablaba de guerra; más, en el fondo, como aquí en Madrid, de revolución, de nuestra supuesta revolución. Dos fantasmas tal vez al que nuestro instinto teatral —¿y no también malthusiano?— se complace en evocar. La envidia que un pueblo, como un hombre, se tiene a sí mismo, honda doctrina —para loa mentecatos, paradoja— que descubrió nuestro gran Quevedo y que hube de comentar en mi conferencia del Colegio Español de París.
En los trece meses que de 1924 a 25 me quedé en París, antes de recogerme a Hendaya, había tres lugares en que iba a refugiarme para gustar de una especie de dulce soledad provinciana. Eran la isla de San Luis, sosiego en medio del Sena; la plaza de loa Vosgos, sin barahúnda de vehículos, plaza para nietos y abuelos, en que murió el gran abuelo Víctor Hugo —yo no lo era aún entonces—, y el Palais Royal, con su estatua de Víctor Hugo desnudo —la han quitado ya de allí—, donde había anidado la Gran Revolución, la de 1789, y tronó Camilo. No acertaba a figurarme tal cosa en aquella tan espaciosa plaza— ¡y real!—, donde todo habla de tradición, de conservación y de continuidad. Rehuyo distraerme aquí, y ahora, en disertar de revolución conservadora y de conservaduría revolucionaria y de cómo revolución y conservación —o reacción— son el lado cóncavo y el convexo de una misma superficie histórica. ¿Lados? En geometría pura como en política pura, las superficies, como las líneas, no tienen lados. Son infinitivas. Y acaso infinitas.
Cuando mi destierro voluntario solía ir de vez en cuando a almorzar a un encantador cafetín de un rincón del Palais RoyaL Me llevó primero allá mi querido amigo Ramón Prieto Bances, nuestro ministro de Instrucción Pública. Y ahora —unos días no más hace— volví a ampararme en el café de Chartres o Grand Véfour, según reza su rótulo, aunque lo de grande no le pega ni le peta. No ha cambiado, creeríase que desde su fundación. Recordábame —¡tierna añoranza!— el Suizo Viejo de mi Bilbao, en una rinconada de los soportales de esa plaza Nueva, de donde se me echaron a volar tantos rosados ensueños de mi niñez y mi mocedad. ¡Maternal Bilbao de mi hombría naciente!
¡Qué sosiego y qué intimidad la del Véfour! Un café en París provincia, sin parejas de amantes amartelados, por lo menos en mis visitas. Una pareja, sí, pero de amados maduros —acaso matrimonio—, jugando al “jaquet”. Y otros tranquilos parroquianos, al mismo juego casero y al ajedrez. Y ni gatos, ni perros, ni “ camelots du roí”, ni jóvenes nacionalistas armando barullo u ostentando corbatas nacionales. Ni ciudadanos medios con sombrero hongo y “serviette” al brazo. Tardaron en presentarme la cuenta —la “ adición”—, no sé si por retenerme o porque adivinaban mi ninguna prisa. Allí se vive al paso. Creí reconocer en uno de los sosegados parroquianos a mi don Sandalio el ajedrecista, de que he contado —“nivolescamente”— la vida en mi San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más. Contemplando a aquellos hombres, que, a diferencia de los de otros lugares parisienses, no me espiaban ni parecían darse cuenta de mí, dolido de ciertas miradas cuando iba por bulevares, calles y plazuelas de escudriñador de caras, contemplándolos me dije: “Estos son lo secular, lo inconmovible de Francia, de la Francia francesa, provinciana, aldeana, terruñera; éstos, los arrugados, los árboles del bosque humano que fue druídico.” Mas luego al cruzar, de vuelta a España, la tierna, mollar y verde llanada de la “dulce” Francia y contemplar sus arboledas las vi empenachadas de muérdago, del “gui” druídico. Y me dije que aquellos hombres de Francia francesa, los del café de Chartres, de París, eran el muérdago, verde y recio, prendido a los árboles arraigados en el patrio suelo secular.
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