Ahora (Madrid), 27 de agosto de 1935
Trazo, lector, con sosiego y holgura estas líneas en un lugar de mi Castilla rayana a Extremadura, de esos terminales de ir, quedarse y volver y no de ir, pasarse y seguir. En uno de esos que son como remansos de espacio, de tiempo y de pensamiento, que convidan a ver más que a discurrir. Bien que, ¿hay acaso visión que no empuje al discurso? “¡Va hecha una visión!” —una estantigua o un adefesio—, dicen las mujeres de la otra que va fuera de moda de tiempo, de espacio o de gusto. Las mujeres de este lugar que digo —ya apenas si no las ancianas— van hechas visiones, con atavío tradicional que acabará por ir a museo etnográfico —de trajes regionales— como el de sus hombres, hace tiempo en desuso, que se nos conserva en una pintura de Goya.
De estos lugares —aldeas, villas y aun ciudades-terminales quedan todavía bastantes en nuestra España, llena de nudosos rincones y recodos geográficos. O en un cabo de costa o en una falda de montaña serrana. Mas el rodar de la Historia va gastando su extrañeza entrañada. Los modernos medios de transporte y comunicación les descomulgan de la tradición castiza. La vida de industria y comercio afluye a los que, junto a líneas férreas por lo común, ofrecen conveniencias mayores al tránsito y al tráfico. Este mismo lugar en que estoy escribiendo ha perdido en treinta años cerca del 40 por 100 de su población. Caído ya el sol —en verano—, comerciantes e industriales en retiro de su negocio al lugar nativo pasean sus recuerdos por entre castaños a que, cuando niños ellos, vieron frondosos y que ahora, en agonía, tienden algunas ramas secas, sin follaje, al cielo de la tarde.
He subido por las empinadas y enchinarradas calles a su iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —hoy su fiesta— a ver la salida de misa. Y luego, desde mi breve retiro veraniego, he contemplado el valle. A mis pies; una huerta, detrás la roja “testudo” de los tejados de las casas del lugar, todavía sin chimeneas las más, que así lo pedía el oficio de la industria local de embutidos. Y allende, cerrando el horizonte, el entablamento de unos cerros rocosos y pelados. Todo a una luz quieto, de remanso también y de visión.
¿Y eso que llamamos cuestión social? Ni apenas. Jornaleros menestrales que hacen a oficios pasajeros; ya siegan heno, ya siembran patatas, ya reparan viviendas. No cabe decir que haya masa de “casa de pueblo”, por ser pueblo casi sin masa. Lo que a estos lugares, de verdaderas comunidades —poblaciones— les distinguía y distingue aún de las masas humanas, colectividades—agrupaciones—, era la vida interfamiliar, social. El lugar era una casa —no una masa— con sus trabajos y sus fiestas. Sobre todo con los bautizos, las bodas y los funerales, fiestas también de vecindad, y las tres raíces cardinales del culto religioso popular: cristianar, casar y enterrar. Y ahora, en camino estos actos de hacerse religiosa y no eclesiásticamente civiles, laicos, es que la civilización que incubó la Iglesia pasa a ser obra de la Nación, del Estado. Nacimiento, casamiento y enterramiento se desamortizan. Honda mudanza que en el pensamiento y el sentimiento populares —laicos o civiles— trae el sentir y pensar que son actos de culto civil nacional los registros del nacer, el casarse y el morir. Día llegará acaso en que al “cristianar” se le llame “españolar”. Y por algo la tradición eclesiástica ha resistido esos tres registros. Mientras tanto allí abajo, en el fondo, velado por verdura, del valle, se oye a la locomotora de vapor que enlaza Castilla con Extremadura, y oigo aquí, tal un canto secular, el susurro del agua de la reguera que pasa, calle abajo, desde él alto de la sierra. Agua que va, así canalizada, al Tajo, y de éste, a la mar.
Al venir a estos días de remanso serrano me he traído no libro alguno en español, sino en inglés. He pensado que para español me bastaría con el diario provincial, que nos trae las noticias de las reuniones ministeriales, de los mítines políticos, del crimen de cada día y de los demás deportes. Y así, me he traído los poemas de Keats para, al brizo del susurro del agua de la reguera de la calle, oír mental y cordialmente el gorjeo del inmortal poeta, que hace ciento dieciséis años, en el brevísimo vuelo de su vida, lanzó al cielo su oda al ruiseñor. El que pedía beber de la Hipocrene y dejar, sin ser visto, el mundo y desvanecerse con el ruiseñor en el sombroso bosque. El que sentía que, en la ciudad, pensar es estar lleno de cuidados. El que cantaba que más que nunca le parecía cosa rica el morir, el cesar a media noche sin pena, mientras el pájaro exhalaba en torno su alma en arrobo. El que acababa su oda con: “¿Fue una visión o un sueño de despierto? Huyó esa música. ¿Velo o duermo?” Murióse a poco más de sus veinticinco años.
Y yo aquí, en este mi actual lugar y estado de remanso y retiro, oigo no a ruiseñor, pero sí a esta reguera serrana de la calle, que me dice de la eternidad de la historia religiosamente popular con aquellas inmortales palabras de nuestro poeta castellano, el de que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar...” Como este regato. ¿Es una visión? ¿Velo o duermo? Porque ¡tener, Dios mío, que volver a la corriente y a la rompiente y a tener que salvar alguna otra presa de molino...! Y esto, ¡a la edad de uno...! Del uno mismo habitual..., que es el hombre de cada día... ¡Deporte también!
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