Ahora (Madrid), 12 de julio de 1935
Un pueblo se somete a sacrificios y renuncia ante la autoridad —o, mejor, el Poder, que es otra cosa— a ciertas libertades para fraguar una historia que es una leyenda. “El pensamiento de Dios en la tierra de los hombres”, como dije una vez y lo ha repetido en un sermón, citándome, el canónigo de Lisboa Correia Pinto, miembro de la Asamblea Nacional portuguesa. Historia que no es tanto lo que hicieron los hombres que nos hicieron cuanto lo que soñaron haber hecho y haber de hacer. Cuando Queiroz Velloso me entregó su Don Sebastián, historia documentada, ensenta, en lo posible, de leyendas y mitos, le dije que lo que nos importa y le importa a Portugal es la vida de don Sebastián, desde que murió en Alcazarquebir, la biografía del mito, del Encubierto, como se le llamó. Y sigue Portugal soñando y engendrando mitos. Uno es Sidonio Paes. Otro...
En mi reciente recorrido por ese país mitológico visité las tumbas de sus principales héroes. Y de sus reyes. Volví a los Jerónimos, donde yacen los restos de Camoens —sus “probables huesos”, se dice—, de Vasco de Gama, de Herculano... y, junto al gran túmulo de éste, el ataúd en que mi Guerra Junqueiro aguarda mausoleo. Me recogí un momento junto a los despojos de mi amigo el poeta de Patria, debelador de leyendas. Con lo que las dio nueva vida.
Volví a Alcobaça, de que escribí antaño, monasterio fundado por Alfonso Enríquez en conmemoración de la toma a los moros de Santarem a mediados del siglo XII. Escueto y desnudo templo de cistercienses. Allí, las tumbas gemelas de don Pedro y de su Inés de Castro, que si sus estatuas de piedra se irguieran miraríanse cara a cara. Es la tragedia sosegada en piedra de siglos. Y luego, al monasterio de Santa María de la Victoria, llamado Batalla. La batalla fue la de Aljubarrota, ganada a los castellanos. Típico monumento del estilo manuelino, en que aparece ya aquel ornato gótico-hindú, bordados, puntillas y orfebrería en piedra. No el sobrio desnudo cisterciense de Alcobaça. Y allí, en una capilla, en el centro, la tumba de los huesos de don Juan I y de su mujer, doña Felipa de Lencastre, y en sepulcros laterales, sus hijos, don Femando, el infante santo, el príncipe Constante de nuestro Calderón, el de Tánger, muerto mártir en prisión de moros marroquíes; don Enrique el Navegante, el de Sagres, que inició los grandes descubrimientos; don Pedro, el que corrió las cuatro partidas del mundo; don Juan, don Duarte, luego rey. ¡Magnífico monumento en letra —más perenne acaso que la piedra— el que Oliveira Martins les erigió con su libro Os filhos d'el rey don João, obra que tanto admiraba nuestro don Marcelino! En esta obra, la leyenda viva, y en aquellos arcos de piedra, polvo y huesos. Y arqueología más que historia.
En Lisboa, en San Vicente de Fuera, visité el panteón de la dinastía de los Braganzas, arcas de piedra cuadradas, lisas, sin adornos, como muebles cubistas modernos. Allí, don Carlos y su hijo mayor, sacrificados en 1908, y el pobre don Manuel, muerto en destierro, y cuyos restos se trasladaron hace poco a su patria. En aquel triste recinto, que más parece un almacén de sepulcros que un panteón, parece irse posando una leyenda en formación.
Leyendas, todo leyendas. Y la leyenda del mar, sobre el que parece cernerse la cruz de Cristo, con sus cuatro T, casi como cuatro anclas, que la distinguen de una cruz gammada o svástica. (Para hacer de aquélla ésta habría que romperle cuatro ángulos.) Sobre el mar por el que fueron los buscadores de oro, de especias, de ensueños orientales, y en que hoy buscan pan que mate el hambre los pescadores humildes.
A éstos, a los pescadores humildes y sufridos, los vimos, y sin velo, en la playa de Nazaret, al pie de sus blancas casitas. Descalzos ellos, y sus mujeres, y sus niños, acariciando la arena con la carne de las plantas de sus pies, curtiéndose al sol, tirando de las redes de pesca. Aquel era el pueblo por debajo de leyendas. Comer, beber, abrigarse y vestirse pobremente, adornarse un poco —muy poco— acaso y... propagarse. Pueblo que, abrumado bajo cuidados elementales, no da espacio ni tiempo a que le hostiguen inquietudes esenciales. Nuestras libertades civiles serían para ellos un puro lujo superfluo. ¿Qué saben ellos del pomposo Estado nuevo? ¿Qué les importa que les muestren un mapa de Europa marcando en rojo sobre ésta las extensiones de Angola y Mozambique y con la leyenda de: “Portugal no es un país pequeño”? Para leyenda tienen la mar, sobre cuya frente azul han pasado los siglos sin dejar una arruga, que dijo lord Byron. Ni sobre las vidas de esos humildes pescadores han dejado traza las leyendas patrias. Por los caminos rurales cruzamos varias veces con parejas de bueyes de largos cuernos, que tiraban de una carreta con el cuello, no el testuz, y en el yugo que los unía, artísticas tallas de dibujo decorativo y como tomadas de cualquier portada románica anterior al manuelino. ¿Sentirán esos pobres pacientes bueyes algún alivio que les haga más ligero el yugo merced al adorno tradicional?
Vimos y oímos en nuestro recorrido, en Lisboa, en Braga, en Viana do Castelo, en Aveiro, coros populares de canto y baile, con típicos trajes comarcales, ricos de colorido y traza; coros con el cometido de mostrarnos la decretada alegría en el trabajo, el contento en el reparto de la pobreza; pero nada me habló más ni mejor que el no preparado concurso de los humildes pescadores de la playa de Nazaret. Donde alguno se nos acercó a pedirnos una “esmolinha” —una limosnita—, y como se la diéramos en calderilla española, nos dijo en castellano: “Muchas gracias.”
Mas ¿es que, a fin de cuentas, el pobre pueblo, que arrastra su vida bajo el sudario de la Historia, abrumado por sus cuitas elementales, animales, tiene otra misión providencial que no la de dejar que medre la leyenda hostigadora de inquietudes esenciales, espirituales? ¿Dejar que se haga el mito devorador de naciones? Quien lo sabe... El pueblo de cada nación sufre y trabaja, a fin de erigir legendaria tumba a su gloria. Ya dejó dicho Homero que “los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que los venideros tengan cantares”. A lo que se le llama hoy nacionalismo. Mas, después de todo, ¿para qué se vive? ¿Para qué?
Todo me ponía allí ante los ojos —se me antojaba—, leyenda quijotesca y mesiánica a la par, la del pobre rey loco don Sebastián, el Encubierto. Vamos a verlo.
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