Ahora (Madrid), 16 de julio de 1935
El sábado 8 de este mes de junio asistimos en el claustro manuelino de los Jerónimos de Lisboa a la reconstitución arqueológica de un torneo portugués del siglo XV, fiesta para los ojos y la fantasía. Como espectáculo teatral fue espléndido. Allí representados rey, reina, obispo, caballeros, damas. ¿Para qué describirlo? Torneo y juego de cañas y habilidades a la jineta. Y luego, el jueves, 13, desfiló toda aquella tropa teatral por las calles de Lisboa, para recreo del pueblo, y días después parece que se repitió el torneo para los sindicatos nacionales. Todo ello me recordaba a nuestro Don Quijote y a los duques que le festejaban y se festejaban con él. Y como en aquellos días me diera el profesor de la Universidad de Lisboa J. M. de Queiroz Velloso su sólido y bien documentado libro sobre el rey don Sebastián (D. Sebatião, 1554-1578), me vino al punto a las mientes la leyenda, entre quijotesca y mesiánica, de aquel pobre mozo: un enfermo y, en rigor, un suicida. Que suicidó a su reino.
En setiembre de 1910, henchido de visiones portuguesas, compuse un soneto, titulado “Portugal”, que figura en mi Rosario de sonetos líricos, que ha sido traducido al portugués, y que en castellano dice así: “Del Atlántico mar en las orillas, / desgreñada y descalza, una matrona / se sienta al pie de sierra que corona / triste pinar. Apoya en las rodillas / los codos, y en las manos, las mejillas / y clava ansiosos ojos de leona / en la puesta del sol; el mar entona / su trágico cantar de maravillas. / Dice de luengas tierras y de azares, / mientras ella, sus pies en las espumas / bañando, sueña en el fatal Imperio / que se le hundió en los tenebrosos mares / y mira cómo entre agoreras brumas / se alza don Sebastián, rey del misterio”. ¿Misterio? El de la leyenda nacional —más, acaso, que popular— que brotó después de su muerte y de apoderarse de Portugal Felipe II de España, tío de don Sebastián; mas no misterio histórico. La historia documentada, tal como nos la expone últimamente el profesor Queiroz Velloso, apenas cela misterio. Aunque, ¿no es acaso un misterio de providencia el sino de aquel mozo, primo de nuestro príncipe don Carlos, presa de morbosos empujes y ensueños de castidad y de vanagloria quijotescas?
¡Qué familia! Sus abuelos paternos, don Juan III y doña Catalina de Austria, hermana de Carlos V, el de Yuste; maternos, éste mismo, el emperador, y su mujer; su padre, diabético y enfermizo, que murió a sus dieciséis años y medio, y su madre, que, ya viuda, le dio a luz al pobre Deseado, a sus dieciocho años. Así vino al mundo don Sebastián. Regente del reino primero su madre, hermana de Felipe II; luego, el cardenal don Enrique; su madre, doña Juana, se va a Madrid, junto a su hermano el rey de España, y queda el pobre niño, un anormal, al cuidado de su abuela doña Catalina de Austria. ¡Y qué educación! Edúcanle jesuitas, sobre todo el padre Luis Gonçalves. El pobre mozo padecía ya desde sus doce años de purgación o gonorrea, lo que le hacía misógino y hasta misántropo. De “ingenio agudo y confuso”, al decir de un diplomático, hay quien habla de sus ausencias, obnubilaciones y crepúsculos de epiléptico; su estilo de escribir, enrevesado y sibilino; accesos de furor, monstruosos ensueños de hazañas individuales. “¡Yo sé quién soy!”, parecía decir, como Don Quijote. Se deleitaba en peligros, en fortalecer su cuerpo, acaso impotente para la procreación; vanidoso y altanero. Hizo en Alcobaça abrir las sepulturas de sus antecesores don Alfonso II y don Alfonso III y sus mujeres, las reinas. Alabó a Alfonso III por haber terminado la conquista del Algarve; mas al otro le tuvo a mal, por mujeriego. No pudo abrirse la de don Pedro, a quien condenó con duras palabras por sus amores con doña Inés. Otra vez hizo abrir, en Batalla, la tumba de don Juan II; contempló el cadáver y tomó su espada. “Este fue el mejor oficial que hubo en nuestro oficio”, dijo, y manda al duque de Aveiro que bese la mano del cadáver, su bisabuelo, “¡Mi rey!”, exclamó. Y así, huyendo de mujeres, contemplando cadáveres, soñando conquistas individuales, por su brazo y su esfuerzo personales, para dar qué decir.
Por razones de Estado, se prestaba, de mala gana, a proyectos matrimoniales; mas siempre sin ánimo de casarse. Su tío, Felipe II, por su parte, no le reputaba apto para ello. El hipo del pobre enfermo, su idea fija, era el ir a lograr eterna fama de esforzado caballero a Marruecos, y no precisamente por servir a la fe de la cristiandad. Al último todo era medirse, brazo a brazo, con Ab de Almélique, antes que éste, muy enfermo ya, muriese. Y fue preparando la fatídica expedición, echando mano de todos los recursos y hombres, hasta de herejes luteranos. Su preocupación era el ¿qué dirán?, el puntillo de honra. O el que diría el duque de Alba si él, don Sebastián, se retiraba de su empresa. En las tan sonadas conferencias de Guadalupe entre el rey de Portugal y su tío el de España —asistido éste por el duque de Alba— no lograron hacerle a aquel mozo del destino desistir de su locura. Y así se fue a un verdadero suicidio —y suicidio de su reino— en Alcazarquebir. ¡Desastre pavoroso! El bueno de Ab de Almélique, que allí murió de enfermo, quiso ahorrárselo; mas fue en vano. El que primero llamaron el Deseado y luego el Encubierto cumplía un sino trágico. Y muerto en la refriega, no lejos de Larache, y allí enterrado, y trasladado luego su cadáver a Lisboa, a la iglesia de Santa María de Belem, donde le esperaba su tío Felipe II, dos años más tarde rey también de Portugal, empezó, sin embargo, a germinar la leyenda de que no había muerto y de que habría de volver a Portugal. Un Mesías. Y un Don Quijote. Leyenda quijotesco-mesiánica.
¿Misterio? Uno, patológico, bien aclarado: el del pobre mozo de carne y hueso, heredero de taras familiares, soñador de una vida que se sentía no poder dar, de una resurrección de la carne y soñador de una inmortalidad de la fama. Y otro, el del símbolo que representaba: el de una categoría histórica, el de la encarnación del reino de Portugal.
Han corrido los siglos —más de tres y medio—: el tradicionalismo nacional portugués se ha nutrido, en gran parte, con la leyenda del Encubierto, y el tradicionalismo nacional castellano, con la de su tío, el rey llamado el Prudente, Felipe II; y si hoy estos dos tradicionalismos —nacionalismos— celebraran un concilio en Guadalupe, ¿qué se dirían de una nueva cruzada a ganar fama eterna? ¿Qué de una conquista de la morisma africana? En tanto, los cortejos teatrales entretienen a los pueblos. Y se habla, por una parte y por otra, de renovación de leyendas, más bien arqueológicas. ¿Pero sentirán las hoy dos Repúblicas del extremo occidental de Europa su común misión histórica como la sintieron los dos reinos que ganaron las Indias orientales y las occidentales?
Y ahora, a deciros algo de las relaciones culturales entre ambos pueblos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario