Ahora (Madrid), 22 de mayo de 1935
No hace mucho tiempo publiqué aquí mismo un artículo sobre la importancia de enseñar a leer en voz alta, con los oídos y no sólo con los ojos, a los jóvenes españoles. El artículo fue muy comentado —me consta— y se reprodujo en algunos periódicos americanos. Y hoy tengo que volver sobre uno de mis temas análogos favoritos, y es el de que la gente se oiga cuando habla, se entere de cómo suele decir las cosas, que con frecuencia no se da cuenta de ello. Y no para que se corrija, no, sino para que tenga conciencia —que es más que conocimiento— de su propia habla. Pues estoy harto de observar cómo a muchos les parece oscuro o enrevesado un giro que es el que espontáneamente emplean ellos mismos cuando no se violentan esforzándose por hablar lengua escrita. Y no me refiero principalmente al uso de ciertos vocablos o acepciones corrientes de ellos, sino a modos de construcción.
En cuanto a lo de vocablos y sentidos de ellos, sigo recibiendo consultas, las más de las cuales se refieren a usos regionales, comarcales o locales de un término cualquiera. Y tengo que repetirles siempre lo mismo, y es que cuando una expresión es aceptada en un lugar cualquiera es dialectal —esto es, conversacional— de su habla; es en ese lugar perfectamente sana. Vaya un ejemplo. Hace poco un joven de Santa Cruz de Almería me preguntaba si está bien dicho “hablar callando”, como, según él, se dice y es corriente en toda aquella provincia. Y fuera de ella, agrego yo. Para ese curioso joven la tal expresión es paradójica —¡ya salió aquello!—, pues supone que callar es lo contrario de hablar, es dejar de hablar —como el latín “tacere” y el francés “taire”—, cuando originariamente es bajar la voz. Un sentido análogo al que suele tomar, a las veces, el verbo “callar”. Se dice también, verbigracia: “Me lo dijo muy callandito”. (¡Estos tan expresivos diminutivos de gerundios!) Bajar la voz, callarla, es lo contrario de alzarla. Aunque luego haya sustituido callar a silenciar. Callandito es como, según la Escritura, nos llega Dios, y no tronando; como un susurro (“sibilus”, según la Vulgata). Y así se viene la muerte… “¡tan callando!”, dice la copla inmortal. No en silencio, no, sino susurrándonos al oído como soplo que se apaga. Y en cuanto a que la expresión “hablar callando” sea paradójica, ¡bueno!; ¿es que no es paradójico el lenguaje vivo o hablado todo? Si al habla popular, convencional, dialéctica, se le quitan las paradojas, las parábolas y los contrasentidos, ¿qué le queda de vivo? Casi todo lo demás es mera letra, que mata, y no espíritu, que vivifica.
Y no más ejemplos de ello, pues no era de vocabulario, de léxico, de lo que me proponía hablar ahora aquí, sino de lo que se llama sintaxis, de construcción, de ordenamiento vivo de palabras. De régimen, en fin. Que no deja de parecerse a lo que se llama régimen en política. Y hay el régimen popular del habla, su constitución —¡vaya otra!— no escrita, sino íntima y de costumbre. He oído de un alemán que escribió un tratado de Derecho político consuetudinario español no ateniéndose a lo legislado, sino a lo que se hace, pongamos por caso, en elecciones. Y conocí un teólogo luterano escandinavo que estaba recogiendo datos para escribir un catecismo de la doctrina cristiana popular española, no según los dogmas de la teología católica, sino según lo que el pueblo cree. Y algo así podría hacerse con la sintaxis —y desde luego con la estilística— castellana si en vez de sacarla de la lengua escrita, la convencional de las gramáticas —esclava de cierta lógica—, se la sacara de conversaciones de gentes de pueblo, tomadas a fonógrafo. No a taquigrafía, no, que engaña. Entonces mucha gente se daría cuenta de cómo se habla corrientemente, ya que parece que muchos no se oyen hablar. Y, sin embargo, se entienden perfectamente. Párrafos que en viéndolos escritos declaran muchos que son ambiguos, confusos o acaso ininteligibles, resultan claros cuando uno acierta a pronunciarlos y entonarlos al pelo.
Ello depende de una cierta lógica o racionalidad, generalmente abstracta, que ha venido a perturbar la expresión inmediata y espontánea del sentimiento. Y que da una sintaxis forense, escolástica o parlamentaria, una sintaxis de discurso. Cuando el pueblo conversa, pero rara vez discursea. Y conversa, por supuesto, en lengua hablada. Y hay que ver cuando se pone un hombre de pueblo a conversar por escrito, a escribir una carta, no teniendo presente a la persona a que se dirige, los apuros en que se ve y las violencias que le hace sufrir su habla natural. Escribe en estilo de memorialista y con esas lamentables fórmulas escriturarias o escribanescas. Que acaban por ahogar el pensamiento natural.
Son dos lenguajes. Y en uno de ellos, escrito, esos correctos escritores uniformados que escriben —no hablan— a paso de ganso. O a pluma de ganso, ya que no hablen por boca de ganso. Me recuerdan a esos pobres coleópteros que no tienen más que élitros; ésas que no son alas; pues con ellas no vuelan, a diferencia de otros coleópteros —tal como el abejorro, llamado en Bilbao “cochorro”, en Santander “jorge”, en Asturias “vacallarín”, etc.— que, levantando los élitros, despliegan las verdaderas alas, las de volar, y vuelan Con los élitros de la lengua gramatical escrita, correcta, lógica, con esa especie de coraza, difícil es volar.
Y ahora quisiera decir algo de aquel pedantesco Erasmo, el latinista —no sé por qué se cree esto sinónimo de humanista—, que no se sabe que dejara escrito nada en su lengua maternal holandesa, a diferencia de Lutero y de Calvino, que debajo de los élitros escolásticos o clasicistas llevaban las alas de sus lenguas nativas, ya que fueron recreadores de sus sendas hablas maternales, el uno en francés, el otro en alemán. Verdaderamente reformadores. Y el otro, el cazurro, cuco y roñoso Erasmo, jamás supo volar. Que no era muy hacedero sino en lengua vulgar. En “román paladino”, que dijo uno de los nuestros, romance de humanidad.
Mas como hay tanta tela cortada para todo esto, voy a dejarlo por hoy, prometiendo volver a ello al lector que no sólo no oye lo que lee, sino que no lo entiende por no oírlo. Pues sólo entiende el que oye y no el que sólo ve. Y hay que enseñar a la gente a oír para que aprenda (a) atender. De mis observaciones al respecto he sacado en limpio que generalmente pasan por muy claros y correctos los escritores que no dicen ni se dicen nada y que, por no decirse, no se contradicen nunca, los que le recitan mecánicamente al lector lo que éste lleva escrito —no hablado— en la mollera, el disco. ¡Y hay que ver los entendimientos de rata de biblioteca, mohosos, apolillados y amoscados por falta de oreo de calle y de campo!
Y se continuará por
Miguel de Unamuno.
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