La Razón (Buenos Aires), 8 de agosto de 1935
Acabo de leer en el benemeritísimo Repertorio Americano un estudio sobre “La bella realidad de la María de Jorge Isaacs”, que firma Cornelio Hispano. Verdadera “Biblia de los quince años”. No los tenía yo cuando me enamoré de mi primera y última novia, de la hoy madre de mis ocho hijos, y no los tenía cuando ella se me ausentó, y pasamos cinco o seis años sin vernos, correspondiéndonos por carta. A los quince años de estas relaciones nos casamos. Mi hijo mayor, siguiendo mis huellas, se enamoró casi niño, casó, y a los ocho años de casado, y cuando su María, mi otra hija —mujer es Concha— iba a hacerme abuelo, se nos murió. Había sido en casa de estos mis hijos, en Palencia, en 1923, cuando, teniendo ya 59 años, leí por primera vez la María, de Isaacs, en un ejemplar que mi hijo había regalado a su María cuando eran novios. Si lo hubiera leído a mis quince años, no me habría calado tan hondo. En rigor, yo no he tenido mocedad, sino niñez. Voy pasando de mi primera ancianidad a mi segunda infancia. Y así siento la eternidad del amor. Eternidad no como envolvente de pasado, presente y porvenir, sino como siempre presente abismático. Y... ahora un desahogo lírico:
Amor viejo no envejece / siempre niño, sobre edad / nació entero, así parece: / su vida es eternidad. / Es ciego, mas su ceguera / ve en tinieblas más allá / y sin deslumbrarse espera / que el alma le llevará. / Amor viejo es niño eterno. / Flor de flores, lealtad, / no se agosta, que es de invierno / Diciembre, Natividad.
Y sigo ahora. Es que a mi amor niño viejo no le sopló la muerte. La muerte de un sueño encarnado no me trajo la juventud como a Isaacs, que escribía su poema cuando yo nacía, en 1864. Es decir, sigo naciendo. Y nací también, como otras veces, cuando en casa de mi María, la de mi hijo, leí esa que usted llama “Biblia de los quince años”. La sorbí como Efrain el agua fresca y clara de las manos de su María.
¡Biblia! En efecto aquello es bíblico, eterno. Si el “Cantar de los Cantares” se cantó en hebreo, la primera lengua de los judíos, la María se cantó en lengua española, su segunda lengua recriada en el paraíso colombiano. Colombia ha dado a Isaacs, como Venezuela a Bolívar, los dos más grandes románticos de América —y cuánto mayores fuera de ella— y ambos lanzados a su carrera quijotesca de conquistadores por la muerte de un sueño de amor encarnado: Bolívar su “huidera” mujer, la hija del marqués del Toro; Isaacs su prima Eloísa. Y esto hay que recordarlo cuando llegan unos mocitos, algunos de los cuales jamás fueron niños, que hablan despectivamente del romanticismo sin saber lo que fue. Repito que si hubiere leído la María a mis quince años, en 1879, cuando romantizaba, no me habría calado como me caló a mis cincuenta y nueve. Hay libros —¿libros?— eternos que no se deben leer de joven. Tenía yo cerca de 50 cuando leía el Robinson y el Gulliver, y gracias a ello los penetré. Y es que a mis cincuenta mi niño era no menos niño, pero más consciente de su niñez y más comprensivo que en mi infancia. Y así con La María. Y después que la María de mi hijo ha muerto espero volver a leer la de Isaacs. ¿Con qué ánimo? Hay otras cosas· tristes en su estudio de que no quiero decir nada... ¿para qué?
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