Ahora (Madrid), 17 de mayo de 1935
Nada, nada; no cabrá aguante para el martillo de agua —topetazos en vacío— de la oratoria política pre-electoral, cuya brega irá a reanudarse. Su táctica, la de siempre, la tradicional —jamás anticuada—: la de querer cada partido hacer creer que tiene una fuerza de que carece, manera —lo creen así por lo menos— de llegar a tenerla. Que las batallas se ganan más con los boletines que con los cañones. Y haciendo juegos estadísticos cuantitativos. Como si los votos se contaran y no se pesaran. Todo lo cual, aunque es consabido, se aparenta ignorar por los partidarios. Y luego viene lo del salto en las tinieblas. Peor en el vacío. Y más peor la marcha en el vacío, la de los del martillo de agua, con que empapizan de vaciedades a sus huestes unos y otros. Sin que el amor a España les ponga acial en los labios pecadores. Que no es el suyo el modo de hacer lo que se suele llamar opinión pública. Quisicosa, por lo demás, no poco intrincada y confusa.
Se habla con frecuencia en el guirigay mitinesco de ese camelo del espíritu republicano del 14 de abril de 1931. ¿Espíritu? ¿Alma? El que esto os dice acabó, hace ya cerca de veinticinco años, un soneto con este endecasílabo: “y es el fin de la vida hacerse un alma” . Que un hombre —y como él, un pueblo— empieza a vivir sin ella, sin conciencia, y a las veces acaba por cobrarla. En cuanto al cuerpo —en lo social, llamado corporación—, la República, la del 14 de abril, la apodada auténtica, empezó, como el impuesto en Roma, por no existir, según la expresión de un ingenuo profesor coimbrano de Hacienda pública. Lo mismo la del 11 de febrero de 1873, traída por los monárquicos sin monarca de Amadeo de Saboya, los que prepararon la restauración de Alfonso XII, según veremos comentando el último instructivo libro del conde de Romanones. Que no la trajeron republicanos, sino que la echaron luego a pique en Cartagena. Y es que junto a eso que dan ahora en llamar republicanos auténticos —esenciales o sustanciales— ha habido siempre los interinos, provisionales o probones. (Este último es un término taurino, que, como acabo de aprenderlo —y no en ningún tratado jesuítico de psicología del toro de lidia—, quiero lucirlo. Toro probón es el incierto, el que prueba y tantea antes de acometer.) Los otros, los de toda la vida, los nacidos ya con su conciencia republicanizada, son dogmáticos y disciplinados, o sea inconcientes. Nada les carga más que lo que llaman indisciplina. O paradoja. La heterodoxia, la herejía, el libre examen individual, la conciencia en fin. La que resiste y rechaza los topetazos del martillo de agua mitinesco.
Y luego viene la Constitución, la del 9 de diciembre de 1931, que a los auténticos, ortodoxos, dogmáticos, esenciales y sustanciales se lea antoja intocable. Y es, sin embargo, en realidad, histórica —no sociológica— una Constitución como cualquier otra: hipotética. O supuesta. (Y aquí otro paréntesis, y es que, cumpliendo mi oficio, digo que “tético” es puesto; antitético, contrapuesto; sintético, compuesto; e hipotético, supuesto.) Y todo lo supuesto, interino y provisional. ¿Juegos de palabras? ¿Enredos lingüísticos? Más los de los auténticos. Con la agravante de que ellos no tienen conciencia del juego —y aun...— y yo, sí. Cuitados que llegan a creerse lo que dicen, aunque no digan lo que creen. Si creen algo. Pían por convencerse, a lo mejor, de su programa y se revuelven contra los que nos salimos de sus hormas o no queremos meternos en ellas.
Sin conocimiento de la urdimbre de la historia política nacional, los hilos que vienen desde siglos, las razas del tejido público, se ponen con su martillo de agua, a modo de lanzadera, a querer tramar la tela, a tejerla y destejerla. Lo mismo los de izquierda y trasizquierda que los de derecha y trasderecha. monárquicos, republicanos, comunistas, fajistas, todos los dogmáticos, o séase auténticos. Daría risa si no diera lástima el aire de convicción —¿real?—con que hablan de cambio de espíritu público, de reacción en uno u otro sentido. Y eso que operan con lanzadera de viejo telar a mano y no con “selfatina” —que así se la llama en las fábricas— de nuevo telar mecánico. Pero trajinan sin tiento. Y por lo que hace a los sedicentes tradicionalistas, a los que se las echan de los solos auténticos patriotas cuando nos aturden los oídos con sentencias de traspasados hacedores de la Patria, pensamos que verga de toro muerto no padrea y que a vergajazos —ni aun orales— nada vivo se engendra.
Cuando al preguntárseme si estoy en el centro o en alguno de los extremos del diámetro —así conciben la línea estática política—, les digo que no estoy, sino me muevo en la circunferencia que ciñe al centro y a los extremos —les hago gracia de representarles el caso en volumen o esfera y no en plano o circulo—, se me vienen con que no me entienden o con que eso no es sino oportunismo. Modo de salirse ellos del paso sin decir cosa ni de esencia ni de sustancia verdaderas y echar mano de talismanes y amuletos. ¡Claro!, ellos ni se contradicen ni pueden contradecirse, ya que nada se dicen. Y así, por no sentir el juego dialéctico y fecundo de las contradicciones, raíz y sostén de la conciencia viva, esta nuestra guerra civil, resorte de adelanto, deja de ser civilizada para hacerse bárbara. Choque de dogmas contrarios que no se compenetran. Pues ¿qué es eso —dicen— de que el adversario no se defina auténticamente o no condene o acate sin rodeos este o el otro dogma político o este o el otro suceso?
¡Ay, Dios de mi España!, ya que, por ley natural, no me quedan muchos años de ella, de mi tierra; mas aunque me doblaras la vida no lograría hacer entrar este sentido dialéctico —histórico— de la historia, este juego fecundo de las contradicciones, en esas almas de cántaro. Con el vacío por conciencia. Aunque marchan por él, temen saltar en él, por encima de sus propias sombras.
Sigan, pues —¿qué le vamos a hacer?— con su lanzadera de martillo de agua, arreciando martillazos en el vacío del espíritu público político. Enfurtiendo su jerga —estaría acaso mejor jergón— constitucional, esencial, sustancial y auténtica. Que ya escampará al cabo. Y con que se quede el campo a la buena de Dios y oliendo a tierra...
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