Ahora (Madrid), 28 de junio de 1935
Otra vez vuelvo a recibir otra carta consultante de otro lector lector desconocido y otra vez sobre puntos no de sentimiento, no de ideales o doctrinas —políticos, científicos, filosóficos o religiosos—, sino de lenguaje. Mas ¿por qué extrañarme? No se trata —en este nuevo caso al menos— de ninguno que va para pedante (que equivale a pedagogo, hasta tradicionalmente), sino de uno a quien, en el fondo, le preocupa algo más hondo que la propiedad y corrección del lenguaje. Si es que puede, en última instancia, haber algo más hondo que ello. Mi nuevo consultante se preocupa del sentimiento del lenguaje, que es el sentimiento del pensamiento. Siente el valor de las palabras, su valor emotivo; no ya su significado sólo, sino su sentido. Siente que no sólo pensamos, sino que sentimos con palabras y por palabras. El juicio que me pide es un juicio de valor.
Cuatro preguntas cardinales cabe hacer sobre un suceso o sobre una persona, y son: “¿Qué es?”, “¿Dónde está?”, “¿Qué hace?”, “¿Qué vale?”. Ser, estar, hacer y valer. Y ser, en rigor, no es sino llamarse. Al preguntar de algo o de alguien qué es lo que es, lo que preguntamos es cómo se le llama, cómo se le clasifica, bajo qué nombre se le puede conocer. ¿Será menester acaso volver a repetir aquellas sentencias del Génesis bíblico de cuando Jahvé (Jehová) llamó cielo al firmamento y tierra a la seca y luego llevó Adán, el primer hombre dotado de lenguaje, de poder creador o divino, los animales todos para que viera cómo les había de llamar?; y todo lo que llamó Adán de alma viviente, ¿ese es su nombre? Incluso el nombre de Dios mismo, el nombre que se pide en el Padrenuestro que sea santificado. Sé de alguien que al preguntarle quién era respondió: “Me llaman Pedro”. Y, sin darse cuenta de ello, vino a decir: “No soy, sino me hacen Pedro”.
La otra pregunta: “¿dónde está”, nos pasa del ser al estar, de la esencia a la existencia, del pensamiento al espacio. Y viene la de “¡qué hace?” Y aquí aquello de que le preguntaron a uno: “¿Qué hace usted?”, y respondió: “¡Pensar!” Y luego: “¿Y qué piensa usted?” Y él: “¡Hacer!” Y el preguntante se dijo: “¡Así se le va la vida: en pensar hacer...!” Mas no sabía que pensando hacer hacía el preguntado pensamiento para los demás, porque no se lo guardaba, sino que lo repartía. Y es que los otros ni acertaban a pensar lo que hacían ni a hacer lo que pensaban. Y lo que uno hace y piensa es lo que vale. Y de aquí la cuarta pregunta: “¿qué vale?” Pregunta imprescindible para cualquier conceptuación práctica e histórica.
¿Qué es una palabra?, ¿dónde está registrada?, ¿qué hace? —o lo que es igual: ¿qué efectos produce?—, y, por último, ¿qué vale? Y en el valer —valor, valía y validez— se encierran y a la vez se encumbran el ser, el estar y el hacer de la palabra.
Bueno; pues vengamos a la consulta concreta, que, en sí, es bien baladí si no fuera porque se trata de un juicio de validez sentimental. Algo así como cuando algún ingenuo regionalista —casi todos los regionalistas se pasan de ingenuos— pregunta si el lenguaje diferencial de su región es idioma o es dialecto, figurándose que esto de dialecto implica un juicio peyorativo o atribución de inferioridad. El caso es que mi nuevo consultante me pregunta si al llamarle a algo “secundario” se quiere dar a entender que tiene “un carácter de inferioridad manifiesta, de cosa poco importante, de cosa gris e indefinida, de aparte, de poco, de casi nada”. Son sus palabras, que copio. Y en seguida se habrá dado cuenta el lector más desprevenido de que mi consultante estaba pensando en la enseñanza secundaria y en la primaria. He conocido más de un catedrático de la llamada Segunda enseñanza —tan ingenuo como cualquier regionalista que lo sea— que se molesta de que a lo que él enseña se le llame ¡enseñanza secundaria!
Mi consultante supone que si secundario tuvo un sentido de inferioridad “de un tiempo a esta parte —y aquí vuelvo a copiar sus palabras— no sé por qué razones emulativas ni por qué pegajoso sentimiento se viene escribiendo el vocablo “secundario-ria” en tono ilustre y prócer, hasta el punto de llamarse a la Segunda enseñanza —que no es segunda para abajo, sino que es segunda para arriba— enseñanza secundaria”. Y la verdad, aunque no entiendo bien —ideológicamente— eso de "segunda para abajo" y de “segunda para arriba”, siento bien el sentimiento que ha dictado esas palabras... sentimentales. Que resulta más claro en este otro párrafo de la carta que comento: “A tenor de este vicio, y de acuerdo con esta costumbre, va a llegar día en que nos creamos que la Primera enseñanza es más importante que la segunda, que la secundaria”. ¿Está claro el sentimiento... facultativo? Y aquí lo de “para abajo” y “para arriba”.
Y acaba la carta con estas líneas, bastante confusas: “No es nada más que para saber si el bachillerato, después de su inestabilidad archiministerial, tiene menos importancia que la enseñanza de párvulos”. ¡Tate! —me dije—, y me vino a la memoria todo lo que he sentido —y hasta sufrido— al observar la ojeriza mutua con que, con tristemente sobrada frecuencia —aunque esto va cambiando—, se miran los profesores de bachillerato y los de Primera enseñanza. Y el valor despectivo que en francés tiene el decir de uno que es primario. Verdad que entre nosotros no suele tener mejor valor el decir de alguien que es un bachiller.
Estoy harto de oír a los profesores de enseñanza superior —así la llaman, sin que sepamos en qué consiste su superioridad— quejarse de lo mal preparados que pasan los alumnos de los Institutos a las Universidades y quejarse a los profesores de enseñanza secundaria —siga la jerga oficial— de lo mal preparados que van los niños desde la escuela al Instituto. Y a todos ellos, de la falta de continuidad y de gradación. Y he pensado que acaso convendría hacer que un profesor de enseñanza superior, de lógica fundamental, verbigracia —pues hay lógica sin fundamento—, o de matemáticas sublimes —las hay humildes, —de alta cultura, vamos al decir, fuese— o bajase, si se quiere— a una escuela de párvulos a enseñar a éstos a leer, escribir y contar. Y, sobre todo, a hablar. Y a aprender de ellos, de los párvulos, la estimativa sentimental de valores cuando preguntan: “¿Quien puede más: el león o el tigre?, ¿quién es mayor?, ¿quién es menor?, ¿quién sabe más?” Y esto de “¿quién sabe más” me recuerda lo de un niño a quien, como le oyera yo decir de otro: “Ese Juanito ¡es más tonto!; casi nunca se sabe la lección!”, y le dijese: “Puede no saberse las lecciones y ser listo”, me replicó: “Pues si no las sabe, ¿en qué se conoce que es listo?” Y ello, a su vez, me trae a la memoria lo que he oído contar del Guerra, el agudo torero, que como un badulaque le dijese, mostrándole a Menéndez y Pelayo en Santander: “Mira, Rafael, ése el hombre más sabio de España”, replicó el gran matador de reses: “¿Y de qué sabe ese tío?” Discreta sentencia, que le pareció una patochada al badulaque. O aquello otro del mismo torero a quien diciéndole de uno que era geólogo, acotó sentenciosamente: “¡La verdad es que hay hombres para todo!” Los hay para la enseñanza primaria y para la secundaria, y para la terciaria, y para la cuartenaria —investigativa— y ¿para qué no? O lo de Bernard Shaw: “El que sabe algo, lo hace, y el que no lo sabe, lo enseña”. Hacer, saber o llamar, estar, valer... La verdad es que somos para todo…
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