Ahora (Madrid), 9 de agosto de 1935
El día 14 de julio lo pasé en El Escorial de Felipe II, de Herrera y del P. Fr. José de Sigüenza, los tres maestros del monasterio de San Lorenzo el Real. En ese día desfiló tropa francesa ante el Arco de la Estrella, en París, y pronunció su mejor discurso en Baracaldo Azaña, el que de mozo había vaciado su espíritu en el jardín de los frailes escurialenses.El Arco de la Estrella es puerta al campo, al camino abierto; puerta ni de entrada ni de salida, agujero en el espacio libre. ¿No es el alma nuestra, moderna y civil algo así? Que vive hacia un adentro que es un afuera, atravesándose a sí propia. El templo escurialense, por contra, es un espacio apresado en sombra, empedrado o, más bien, empedernido. ¿Vagará por él acaso el espíritu desencarnado del que fue Felipe II? Nada en ese templo de ahorrar, a lo gótico arquitectónico, piedra, materia. El espacio del recinto sagrado pesa sostenido no en columnas esbeltas, sino en una como torres cuadradas. Y todo en cuadro, encuadrado.
Recordé el monasterio, de jerónimos también, de Belén, en Lisboa. Y cómo el P. Sigüenza, en su maciza prosa herreriana y filipina, al revolverse contra el manuelino, el barroco portugués, preceptuaba la clásica doctrina del nuevo —entonces— estilo de Estado imperial. Escribiendo de Belén decía que “como la arquitectura moderna está siempre adornada de follajes y de figuras y molduras y mil visajes impertinentes, y la materia era tan fuerte, labrábase mal y costaría infinito tiempo y dinero; lo que agora está hecho muestra bien lo que digo. Tiene esta fachada del mediodía mucho de esto, ansí en la iglesia como en el antecoro y dormitorio, que es todo mármol y lleno de florones, morteretes, resaltos, canes, pirámides y otros mil moharrachos que no sé como se llaman ni el que los hazía tampoco.” ¡Grave pecado contra el espíritu del arte hacer algo que no se sabe cómo se llame! Y luego, el buen jerónimo herreriano y filipino, que sosegaba su espíritu entre los enormes pilares escurialenses, cuenta cómo en Belén se sustenta la sola nave de la fábrica “sobre unos pilares muy flacos y delgados, puestos por gentileza más que por necesidad; cosa que a cualquier hombre de buen juicio en esto ha de ofender en viéndolo.” Y lo razona así: “Fiose el arquitecto en la fortaleza de las paredes, que avían de ser poderosas a sufrir y sustentar el peso y fuerça de la bóbeda. Y quiso espantar a los que entrassen viendo como en el ayre una máquina tan grande; locura e indiscreción en buena arquitectura, porque el edificio es para asegurarme, y no que viva en él con miedo de si se me viene encima.”
¡Honda doctrina de arte, de política y de religión! Pensaba yo en ella cuando en la Biblioteca, después de contemplar el retrato del P. Sigüenza, su bibliotecario, me paré ante el de Felipe II, que parece estar susurrando su favorito “¡Sosegaos!” cuando alguno se estremecía de desasosiego a la vista de su pálido, enigmático rostro serpentino. (¡Desasosiego! ¡Qué palabra! ¡Esas tres eses susurrantes, siseantes, que parecen resbalar en culebreo de respuesta a la callada de Dios cuando pasa —dice la Escritura— con un susurro, con un siseo!)
Subí a la carretera que llaman la Horizontal, en la falda de la montaña, que hace de bastidor rocoso que separa al monasterio del fondo celeste. Mientras, desde allí, desde la Horizontal, se destaca el monasterio sobre la vertiente terrosa y ondulada, que va a perderse en el lejano horizonte de la llanada, en que se funden suelo, cielo y nubes. La piedra clara del monasterio, como la tez serpentina del Prudente —la serpiente símbolo evangélico de la prudencia—, toma al sol de Castill tonos de meollo, de tuétano, de roca. Los siglos no la han amorenado, ensombrecido; parece arrancada de ayer. Como si el monasterio, al sacar al sol y al aire seculares —y seglares— las entrañas de la madre sierra, al desentrañar España, dijese: “¡Sosegaos!” Monumento —esto es, amonestación— del Estado imperial, cuadrado y encuadrado a la romana. A la romana del Sacro Romano Imperio.
Y esas piedras, esos sillares, se sacaron de los berruecos o barruecos de la sierra, de sus rocas berroqueñas. ¿Tendrá algo que decir barrueco con barroco? Porque el paisaje rocoso, berroqueño, de esas soledades serranas tienen mucho de barroco. Y esto se ha dicho ya, y muy bien por cierto. Del barroquismo —mejor sería llamarle barroquería— de esa naturaleza de las soledades serranas de Castilla sacó el genio que podríamos llamar escurialense esos sillares cuadrados que al aire espejan al sol, festoneados por verdura de arrayán —murta monástica—, y en el recinto sagrado del templo aprisionan y encuadran la sombra del espacio.
Allí, en aquella tumba —que no otra cosa es— agonizó Felipe II “en una sentina hedionda, sepultado en vida”, nos dice el P. Sigüenza, que asistió a su agonía. Quien en su prosa herreriana y filipina, cuadrada en sus párrafos —sillares— a la romana, acaba así su relato: “Durmió en el Señor el gran Felipe Segundo, hijo del Emperador Carlos Quinto, en la misma casa y templo de San Lorenço, que avía edificado, y casi encima de su misma sepultura, a las cinco de la mañana, quando el alva rompía por el Oriente, trayendo el Sol la luz del Domingo, día de luz y del Señor de la luz; y estando cantando la missa de alva los niños del Seminario, la postrera que se dixo por su vida y la primera de su muerte, a treze de Setiembre, en las octavas de la Natividad de Nuestra Señora, Vigilia de la Exaltación de la Cruz, el año MDXCVIII.”
Allí, agotado a sus setenta y dos años, se enroscó en el Crucifijo a morir el Prudente, mientras los niños de coro cantaban en la sombra del templo monástico al sol naciente. Al que no se ponía aún en los dominios españoles, mas que empezaba ya la puesta austríaca. Y allí queda, en el mismo monasterio, en un cuadro, testimonio pictórico de las regias comuniones de conjuro para deshechizar a la escurraja dinástica, al pobre imbécil Carlos II. Sucedió otra dinastía, la borbónica, y aun la frescura monacal escurialense refrescó ardores de María Luisa. Y la última visita regia…
Cuando me arranqué de aquella contemplación volví a Madrid a enterarme del desfile militar francés ante el Arco de la Estrella y de los ecos del discurso del que había vaciado el espíritu de su mocedad junto al jardín de los frailes de El Escorial. Y hoy me parece que todo ello, lo de hace más de tres siglos y lo de no hace más que tres semanas, se pierde en el eterno pasado histórico.
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