sábado, 24 de marzo de 2018

Salvajería

Ahora (Madrid), 4 de septiembre de 1935

Pobre muchacha, enclaustrada en un convento urbano —o de suburbio, peor—, por todo campo un corralejo, con un ciprés desde cuyo pie miraba al pedazo de cielo que recortaban sus cuatro tapias! Se moría de soledad —nostalgia— de su cielo natal, el de la llanada en que se hizo, desde niñez, su alma. Y para que ésta se le resucitase hubo que llevarla a su cielo natal, a su país, que era su cielo; a su paisaje, que era su celaje; a la tierra que ese cielo libre ciñe y envuelve en redondo. Al campo; al campo de cultivo, que es humano. Porque la cultura es campesina, aunque la civilización sea urbana. Y acaso conventual. Pero hay además la selva que ni es culta, ni es civil. La selva que algunos llaman virgen. Virgen de humanidad y de cultura; no surcada ni domesticada por el hombre; no roturada.

La selva es lo prehumano, lo prehistórico. En ella se cría el salvaje —“silvaticus”— el hombre de la selva, el compañero del mono. No el campesino, el aldeano, el hombre del campo y de la aldea. A lo más el cazador del bosque. En las estepas, en los páramos, en las pampas, en las sabanas, no se crían salvajes. Ni en los desiertos mismos. El beduino errante por el desierto ha de sentir que sobre éste se asienta el cielo todo, o como si su suelo de arena flotase en el cielo. Y suele ver en éste, en su horizonte terrenal y celestial a la par, por espejismo, oasis de refresco. En la selva, entre su maleza, se engendró el pánico, el terror al dios Pan, inmotivado, el que lleva a locos arrebatos.

Hay la llamada Selva Negra (“Schwartzwald”) y hubo la selva de Teutoburg donde los salvajes —que no bárbaros— guiados por Arminio destrozaron a los campesinos romanos de la legión de Quintilio Varo. Fue en el año noveno de nuestra era cristiana. Una lucha simbólica entre arios de campo, campesinos, y arios de selva, salvajes. Y al margen de ellos los judíos, el pueblo de pastores primero y mercaderes después, del que era el judío Jesús de Galilea.

Luego los salvajes, atravesando la Edad Media campesina y agrícola, se recogieron en ciudades. Y en la ciudad resurgió la selva. Porque la gran ciudad sobre todo, la urbe muchedumbrosa, la de las masas, con sus escondrijos, sus malezas urbanas, sus callejuelas, sus conventillos — así los llaman en Buenos Aires— suelen ser guaridas y madrigueras de salvajes. ¿Quién en una gran ciudad se para a ver la salida o la puesta del sol o de la luna? ¿Sobre los tejados? ¿Quién en ella levanta de noche, entre calles, la cabeza al cielo a mirar a las estrellas? Cuando se dice de una ciudad que es una gran aldea se la ensalza. Van en ella acaso las mujeres ciudadanas a buscar agua, con sus cántaros, a la fuente comunal de la plaza pública. Mientras la gran ciudad selvática cría o acoge en sus malezas callejeras a salvajes. Las malezas de la selva no son pañales, sino mortajas de la civilización.

Así como el gato doméstico, de alquería o de cortijo, campesino, cuando huye al monte, cuando se remonta, se hace montes o montaraz, cimarrón, salvaje, así el campesino, el aldeano, al remontar a la gran ciudad, dejando la azada o la mancera, suele hacerse, no pocas veces, cimarrón, salvaje. Sobre todo el arrabalero. Que hay en las grandes ciudades cuevas, covachas —y covachuelas— y hasta cavernas urbanas. En las ciudades hay más cavernícolas que en las aldeas del campo. Las aldeas del campo suelen arrojar de sí, como escurrajas, como el mar algas a las playas, su morralla selvática. Y cuando irrumpen en una ciudad hordas soliviantadas —con mayor o menor motivo— no suelen ser los más salvajes los de origen campesino, los que llevan en las manos callos del azadón, sino que suelen ser de los otros, de los de dentro. Las mayores salvajadas suelen cometerlas los salvajes indígenas, los naturales —no espirituales— de la ciudad, los nacidos y criados en ella o a ella remontados y hechos cimarrones. Resurgen en ellos los instintos selváticos del cazador, generalmente furtivo, y si no hay otra pieza que cazar se ponen a cazarse los unos a los otros. No es barbarie, no, sino que es salvajería. Algún sociólogo diría que es un caso de atavismo.

Y estos salvajes suelen dividirse en dos bandos. O en dos órdenes, llamando cada uno de ellos desorden al del otro... Y es lo más trágico cuando uno de los dos bandos de salvajes, invoca a la patria, que no es la tierra común de ambos, de todos ellos, la ceñida y envuelta por el cielo común, pues esos que así la invocan no son de los que van a ver salir el sol por el horizonte campestre ni de los que miran de noche a las estrellas. Les tira a bandearse así el hormiguillo de la salvajería. Y os hablan, los unos y los otros, de juventud, y de energía, y de eficacia. Y todo ello es salvajería; rehúsa a la cultura y a la civilización. Y con todo ello esclavos. Aunque a la esclavitud la llamen disciplina.

Y esta lucha de salvajes, a cazarse los unos a los otros, se trama hoy entre unas naciones contra otras y dentro de cada nación, en guerra civil. ¿Barbarie? No. Estrictamente los bárbaros, los extranjeros, son otra cosa. Terribles los salvajes, que atravesando la barbarie, sin probar su civilización —que la tiene— se van a la vida urbana. Y en ésta hacen acciones y reacciones, tan salvajes las unas como las otras. Hoz y martillo o haces y yugo, ¿qué más da?

“Estamos enfermos de civilización” —se dice alguna vez—. No; estamos enfermos de salvajismo. Aún nos oprime la selva —y el “lucus” de los romanos— y nos destrozan el ánimo el “pánico” —el terror a Pan— y vagan por nuestras ciudades faunos y sátiros y silvanos. Y toda clase de salvajes —salvajes de toda clase— que unos se dicen o se creen cristianos y los otros paganos. Y ni lo uno ni lo otro, que ni la selva —sea urbana— es verdadera iglesia ni es pago de campo. Y por otra parte ellos, esos salvajes de ambas clases, no son ni eclesiásticos —en su sentido recto— ni laicos o sea populares. La selva no inspira más que supersticiones y fetichismos. O sea hechicerías. Por sus fetiches o hechizos, por sus amuletos, por sus muecas, por sus ademanes rituales se les conoce a los salvajes. ¡Y cuántas de estas señales persisten a través de los bárbaros, hasta en los civilizados!

Y si algún lector me preguntase por el remedio he de decirle que no me pongo a curandero sino invito a cada cual a que se haga examen de conciencia. Que sólo así podremos curarnos. Y conseguir que los salvajes no se atrevan, por vergüenza, a salir de sus madrigueras. Y ese examen lo mejor es hacerlo en una noche clara, en el campo, y contemplando el cielo estrellado y la estrellada celeste.

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