martes, 20 de marzo de 2018

El alma naturalmente cristiana de los revolucionarios de Asturias

Ahora (Madrid), 14 de agosto de 1935

Habíaseme invitado para el domingo 4 de este mes de agosto a ir a Gijón a presidir cierta fiesta de su Ateneo Obrero, donde ya antaño actué, y tres días antes se clausuró, por orden gubernativa, ese centro y quedó sin objeto la invitación. En cuanto a la orden de clausura, sólo tengo que decir, de paso, que me parece una de tantas puerilidades autoritativas para hacer creer a los pazguatos y cuitados que hay peligros cuyo secreto conoce la Policía, para alarmar enarbolando cocos o espantajos. Mas, por otra parte, semejante orden me libró de tener que afrontarme con otra puerilidad, y es la de que se me saludase acaso levantando puños cerrados por encima de cabezas más cerradas aún. Me hastían cada vez más esos ademanes deportivos y litúrgicos de uno y de otro sentido y del de más allá. Y no digo de ideología porque no alcanzo a verla ni en los unos ni en los otros. Y, además —pues que yo no iba a hacer lo que se llama un acto político ni a ponerme de un lado ni de otro—, ¿a qué vendrían esas manifestaciones?

¿Qué me proponía yo decir allí, en aquel Ateneo, donde ya antaño hube hablado? Pues precisamente decir algo acerca de religión, tema que, en rigor, rehuyen los de ambos bandos en contienda. Y lo rehuyen más los que se amparan en lo que llaman religión para sus propagandas. De lo que algo dije aquí mismo en aquel mi comentario que dediqué a San Pío X. Ahora me ofrecía tema de nuevo comentario la tan notable como característica circular que Justo, obispo de Oviedo, dirigió a los fieles de su diócesis el 14 de junio de este mismo año. Merece atenta consideración.

Empieza el doctor don Justo Echeguren —paisano mío— quejándose de que “una gran mayoría de los obreros y trabajadores de esta nuestra amadísima diócesis —dice— se han apartado y van apartando de los suyos, de la Iglesia nuestra madre y de la práctica de la religión santa”. No dice —nótese bien— de la fe, del credo. Añade: “... esos mismos obreros y trabajadores fueron en tiempos nada lejanos, aquí como en tantas otras partes, de los mejores hijos de la Iglesia, de los más adictos y amantes de ella y de su clero”. No dice que de los más creyentes en su credo religioso. “Hoy —agrega— ven en el catolicismo y en sus sacerdotes enemigos que querrían destruir.” Y el credo religioso —¡el religioso!— sigue sin aparecer.

En seguida viene un largo párrafo, notabilísimo por singular nobleza y elevación y por el contraste con los juicios que la revolución del proletariado de Asturias ha merecido a otros católicos —éstos, de catolicismo político o más bien policíaco, y algunos de ellos, obispos de levita y ministros, aunque no del Señor—. Dice así: “Es también cierto que en el fondo del alma de esos obreros —hoy tristemente alejados de la Iglesia— es fácil observar, como testimonio del alma naturalmente cristiana de clase, numerosas y muy excelsas virtudes fundamentalmente cristianas: la abnegación, que les conduce a intensas privaciones en defensa de lo que consideran su ideal; la obediencia y disciplina a que viven sometidos, sin reparar en los más grandes sacrificios; la solidaridad con que se unen a sus compañeros de trabajo; la fraternidad con que echan sobre sí pesadas atenciones, incluso la edificante recogida, en el pobre y ya bien poblado hogar, de niños huérfanos; la justicia, en defensa de la cual, o de la que tal creen, exponen esforzadamente sus vidas; las virtudes familiares que se practican en tantos hogares obreros.”

Relea el lector ese párrafo —lo merece— y fíjese en lo del alma “naturalmente” —no dice “sobrenaturalmente”— cristiana de clase, en lo de exponer esforzadamente sus vidas por lo que creen justicia y en lo de las virtudes familiares y observe que para nada se habla de credo, de doctrina teológica. Y luego el señor obispo, después de ese acto de comprensión caritativa e inteligente, dice que “los hijos del trabajo han huido, en gran parte, de la Iglesia”, y cita la Encíclica Quadragessimo anno, en que el Papa Pío XI se queja de que a los obreros se les ha hecho creer que la Iglesia y los que se dicen adictos a ella favorecen a los ricos, desprecian a los obreros y no tienen cuidado ninguno de ellos y “que por eso tuvieron que pasar a las filas de los socialistas y alistarse en ellas para poder mirar por sí”. Mas perdonen aquí el Papa y el obispo, pero el pasarse a las filas de los socialistas tiene poco que ver con haber perdido la fe cristiana en la otra vida y en los misterios de fe que se explican en el catecismo. Aquí está la clave.

Termina la circular del obispo de Oviedo constituyendo una Comisión Social Diocesana para propagar la doctrina social del Evangelio y de la Iglesia y divulgar las doctrinas católico-sociales y que, ya en el redil de la Iglesia, los obreros sean “felices con la máxima felicidad que es dado al hombre gozar mientras peregrina por este valle de lágrimas hacia la patria eterna del cielo”. De esa Comisión Social Diocesana forman parte, entre otros, un canónigo, un dominico —¡y diputado!—, un jesuita y un catedrático, sociólogos los cuatro y demócratas cristianos, al decir. Hombres de partido tomado.

Pero, señor obispo, aunque se les llegase a convencer a esos obreros de “alma naturalmente cristiana de clase” —y con razones contantes y sonantes— de que la Iglesia y su clero favorecen todas sus aspiraciones de clase y hasta el comunismo integral, ¿habrá quien crea que por esto sólo iban a creer en los misterios de la fe eclesiástica y en la patria eterna del cielo? Podrían matricularse en la parroquia o alistarse en cofradías o en uno de esos llamados Sindicatos católicos, pero ¿comulgar en la fe religiosa de una Iglesia que afirma que no cabe salvación del alma fuera de ella? Las doctrinas católico-sociales que pueda divulgar esa Comisión sociológica las conocen los obreros, esos de “alma naturalmente cristiana de clase”; pero para entrar en el redil de la Iglesia hay que acatar una porción de misterios teológicos, ya que el creer en ellos y en “la patria eterna del cielo” dice ser indispensable para ganarla. Y aquí está el nudo, señor obispo. Que ni lo suelta ni lo corta ninguno de los sociólogos en comisión y menos el jesuita —P. Vitorino Feliz— de la Compañía de aquel padre Astete, S. J., que dejó escrito lo de: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” No a cuestiones sociológicas, sino teológicas, religiosas. Que si los obreros se apartan de la Iglesia es por no apetecer esa salvación que dice no caber fuera de ella. Y para otra no la necesitan. Y ¿quién les abre ese apetito? Este es el caso, señor obispo. Y, una vez abierto ese apetito de esa salvación, ya verán si lo satisfacen fuera de la Iglesia o dentro de ella. O si no lo satisfacen...

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