Ahora (Madrid), 11 de septiembre de 1935
Había que libertarse del confinamiento en la celda doméstica, del respirar lecturas y comentarios expirados —lo que envenena la inspiración—, purgarse de noticias de Prensa y de chácharas de café o de casino. Y para ello ir a respirar aire libre, de campo o de pueblo sencillo e iletrado. Esparcirse, desparramarse en uno o en otro. O mejor en ambos.
Era domingo y me fui a mezclarme con ei pueblo menestral y dominguero. Y a falta de campo más campesino, más rural, a la Alamedilla, muy modesto parquecito de esta ciudad, entre carreteras y una vía férrea. Lo más antiguo de él, unos viejos y venerables negrillos, entre los que, cuando llegué yo acá —hace más de cuarenta años— mostraban un banco de piedra al que llamaban “del rector”. Luego arboleda reciente, algunos arriates de flores, estanquillos “grutescos” —con adornos de fingidos trozos de grutas— y en que se han ahogado unos cuantos pececillos municipales.
Allí me encontré en medio de un público dominguero: soldados, de aldeas los más; criadas de servicio —menegildas y no maritornes—, parejas de obreros, proletarios de verdad; es decir, con prole —dos o tres niños— y niños por allí, corriendo entre las filas de los adultos —tan niños como ellos— o acudiendo a los puestos de helados y golosinas. Una atmósfera, un ámbito de contento. Aquéllo sí que era juventud, y juventud popular. Sin juramentos, ni ademanes ni uniformes, ni maniobras, ni manejos, ni manoteos. A lo más, en algún rincón, a hurtadillas, algún manoseo más o menos rijoso y cachondo ¡Pero es esto tan juvenil, y tan popular, y tan natural y tan humano! Al fondo, hacia el río, la catedral se dibujaba —se esmaltaba más bien— sobre encendidas nubes de ocaso, cual gigantescos pétalos de una gran rosa celestial que se deshojaba. La media luna se marcaba ya, hoz celeste para segar ensueños. Todo ello, inspirador de frescura si no lo chafara una horrible gramola con sus aullidos de remedo humano. ¡Cuánto mejor los viejos organillos, ya arrinconados! Mas aún así me remonté y me refresqué. ¡Vaya un lavado de la porquería de la actual historia política!
Y ahora se me llega —¡es inevitable!— el interruptor y me pregunta: “Y bien, ¿qué sacaste de todo eso? ¿Qué me traes?” Pues... no saqué nada, sino que metí. Metí allí mi alma a que se restaurase de cavilaciones sociológicas y pedagógicas. (Sociología y pedagogía, dos cocos.) Y no te traigo, interruptor, más que esto: que te libres tú de ellas. Pues era aquello de la Alamedilla un paisaje y paisanaje —los dos de consuno, ya que un país es la comunión entre ellos dos— humanos y naturales. Que ni discuten ni replican, si no se están. Y se bastan y nos bastan. Es como cuando uno se va a oír hablar a la gente y no para corregirle el habla ni aprenderla ni registrarla, mas para recrearse en ella y olvidar otras. Y mecerse en recuerdos de niñez y de mocedad. Como cuando hace cincuenta y cinco años me iba en las afueras de Madrid a ver los bailes populares de mis paisanos.
Y vuelve el interruptor, que está a lo suyo, a su tema, y añade: “¿Pero cuál es tu posición ante eso?” Pues… que no me pongo, sino que me dejo estar. Ni razono lo que no es ni razonado ni razonable. ¿Para qué? Además, allí me perdí para hallarme. Porque no estaba solo, sino más acompañado que nunca. ¿Solo? Solo se está ante un público de conferencias, que le mira a uno y no le escucha, antes solo a sí se “define”. (¡Peste!) ¡Aquí sí que solo y perdido en la soledad! ¿Mas allí? Todo aquel pedazo de pueblo me parecía proyección de mi alma. “El mundo es mi representación”, decía Schopenhauer. Y yo sentía allí —sin comprenderlo ni razonarlo— que aquel pedazo de mi mundo español era mi representación y parto de mi íntima voluntad. (Y sigo con Schopenhauer.) ¿Realidad? ¿Ilusión? ¡Psé! Palabras ociosas. Como Reforma y Contra-Reforma; tradición y progreso; revolución y reacción; cultura y barbarie… Y lo peor que con ello están enturbiando la más pura y clara fuente de consuelo humano: la poesía; con esas hórridas investigaciones de la historia de las ideas poéticas. Enturbiando la respiración popular.
Porque aquellos hombres y mujeres ¿qué pensarían de esas cosas en que nos ocupamos los desocupados de las suyas ? Estoy seguro de que los más de ellos no cuentan entre los que creen, como unos brutos, en otra vida, ni entre esos otros, que como otros brutos, dejan de creer en ella o la reniegan. Así como ni en la sociedad futura. Para la amartelada pareja obrera que se miraba en sus tres hijitos, la sociedad, no ya futura, sino eterna, eran ellos. Sí que han oído de otra vida y de otra sociedad, pero como los niños que viven la hora que pasa y se alimentan espiritualmente de cuentos, sin pararse en pedantescas y antiestéticas ociosidades de si reflejan o no —y cómo— las costumbres de tal tiempo y lugar, ni de si tienen o no base de realidad histórica documentable. Mejor idealidad indocumentada como la del cuento de nunca acabar o de la buena buena pipa. Por desgracia a las veces le llegan al pueblo rebotes de esas ociosidades. ¡Y ay del pobre niño que lloraba al enterarse de que el cuento no había sucedido como se lo contaron! ¡Y más ay de aquel otro pobre niño —¡terrible tragedia!— que a sus seis años lloraba porque se aburría!
Salí convencido de que mi pueblo —el que es mi representación y ¡claro! yo la suya— pone su refrendo —referéndum dan en llamarle los sociólogos— en este mi sentimiento de España. Y respiré aire de cielo de siglos. Y fuime, reconfortado y respirada —e inspirado por lo tanto— a acostarme, a mi celda doméstica, la de mis rumias solitarias para quedarme durmiente y no dormido. Durmiente (participio activo) es el que duerme su sueño —el sueño es vida—, y dormido (participio pasivo) el que no duerme, si no se duerme, y no sueña. Y por lo tanto no se sueña ni se vive a sí mismo. Los durmientes —y no dormidos— soñamos cuentos de nunca acabar, de la buena buena pipa; ni menos de concluir y sacar de ellos consecuencias de enseñanza pública. Dejamos a los dormidos que analicen los cuentos y su desarrollo secular y les saquen... ¿qué? Ellos lo dirán al fijar y definir su posición frente al destino. El mío es este. El del poeta, crear cuentos, ensueños, y no definir doctrinas. Y hasta al exponer doctrinas, crear ensueños, cuentos, con base real o sin ella.
Y al llegar aquí me interrumpe, no el consabido interruptor, sino una maldita gramola de un salón de baile vecino a mi celda doméstica.
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