Ahora (Madrid), 4 de octubre de 1935
¡Qué tarde dominical y canicular de fin de julio aquélla! Había logrado escaparme de Madrid, del Madrid universitario y parlamentario y ateneístico y, sobre todo, del estrépito ensordecedor de su Gran Vía, que infestaba el hotelito de mi estancia. Horribles ruidos de autos y camiones y a las veces —lo que es peor— de radios con altavoz para porteras. Y ¡ahá! A trabajar. Ya en mi vivienda de más de veinte años de vida y de muerte, en recatado rincón de la ciudad querida, casi en un suburbio de ella, entre conventos, al caer de la tarde. Aquí, el corralito, jardincillo enjaulado entre casas, pequeña manigua con dos acacias —la una brotó de una raíz aflorada de la otra—, una higuera que tiende sus hojas sobre el tejadillo de una carbonera y un albérchigo cuyos frutos cabe coger desde una galería doméstica. Y al otro lado, al norte de la casa, mi celda de trabajo y de descanso, en que los recuerdos se me derriten en ensueños.
¡A trabajar! A soltar el abejorro san juanero —“cochorro” en mi infantil bilbaíno— de la imaginación recreadora; a buscar expresiones. ¿De qué? ¡Ello saldrá! Un ansia de expresión, de expresarse uno, de exprimirse, de soltar la dulzura de la soledad. ¡Buscar expresiones! ¡Qué honda esa frase cariñosa cuando se le dice a quien va a ver a un ausente querido: “¡Dele muchas expresiones de mi parte!” A buscar, pues, lector querido, expresiones que darte.
A trabajar en la tarea de buscar expresiones y a solazarse en el trabajo, que hace vivir y da de vivir. No era en el barullo madrileño ni tras asuntos políticos y de eso que llaman actualidad. No eso, sino, estilográfica en mano, sobre la cama de mi celda, tras lo eterno de cada momento, tras la cotidianidad de la eternidad pasajera. ¿Asuntos? ¡Uf! Aun me pesaban en la memoria el hastío y el enojo que me causó cierto artículo de fondo —sin fondo— político, que se ocupaba (¡ocupación era!) en la democracia —"burgocracia" le llamaba— y cuyo tono sonaba a serrín comprimido. Ansiaba esquivar semejantes asuntos. De molesta asunción. Y sacudirme salpicaduras del charco público central para recibir rocío de recuerdos de ensueño. ¡A soñar, pues! Y a darle al ánimo desenvoltura.
Tras de mi celda, dos corralitos suburbanos, con sus parras, sus arbolitos —ropa blanca tendida a secarse al sol— y gallinas picoteando en sus empedrados, la separan de un pobre edificio de solo piso bajo, donde está instalado un salón de baile popular. Su nombre: “La gruta del amor”. En él, convertido en colegio electoral, votamos las elecciones que derribaron la monarquía. Cae la tarde sofocante de canícula y empieza el alivio de la puesta. La música de la gramola del baile parece la queja arrastrada de un animal herido que se desangra. A ella se mezclan las lentas y espaciadas cimbaladas de un convento de monjas recoletas, chillidos de vencejos que zigzaguean por el aire, zumbidos de un moscón que se me ha metido en la celda y el rumor vital de mi sangre soñadora en el pabellón de la oreja. Todo ello, una orquesta que acompaña a mis ensueños. ¡El címbalo conventual! ¡Quién sabe si a alguna monjita, al sentir en la soledad recogida de su celda la música de la gramola mundana, no le danzarán en el corazón adormecido infantiles recuerdos lejanos de bailes al aire libre en el prado del ejido de la aldea!
La gente moza se divertía, mientras yo, a los sones del bailable, del címbalo conventual, de los chillidos alados, del mosconeo y de mi propia sangre, ordenaba mis notas —las de mi música íntima— sin orden, ni concierto, ni método. ¡A la porra el método, que harta porra es él! ¡A seguir el ritmo de la música de la gruta del amor! Al son callado, pitagórico, de la música de las esferas bailan los astros. Y a su baile se le llama revolución.
¡“La gruta del amor”! Gruta es cripta —palabras hermanas— y es frescura. Pero ¿frescura allí y en semejante tarde? ¿Y en baile agarrado? (Y, entre paréntesis, ¡hay que oír las necedades que de la coeducación dicen los mentecatos pedagogos tradicionalistas de ambos sexos!) ¡Lo que sofoca el agarro y el meneo! Entra alguna mocita clara y fresca como agua manadera y se sale tibia y turbia como de bañera. Pero así se preparan generaciones de electores venideros. En el baile, obrerillos, estudiantillos, horteras, costurerillas, mecanógrafas, criadas de servicio... Hay de estas charritas o serranitas que al chapuzarse en el ámbito urbano de la ciudad se pegan anzuelos de pelo en las sienes, junto a cejas supernumerarias —dejando aquel servicio, ¡claro!—, o acaso se calzan... medios. ¿Medios? Sí; medios calcetines, como las medias provienen de medias calzas. Y acaso allí, con el agarro y el meneo, se incuba uno de esos crímenes llamados pasionales —no sociales— de cada día. O un suicidio. “¡Allí empezó mi desgracia!”, decía, refiriéndose a una gruta de éstas del amor, uno que purgaba en un calabozo un mareo de baile. Lo que no quiere decir, ¡claro!, que yo me apoyase, para estas suposiciones, en nada que supiera de esta mi vecina gruta, de que nada concreto sé, sino el haber votado en ella candidatos republicanos. Después de haber andado de candongueo electoral. Y no por grutas de amor.
Y luego —pensaba yo en mi celda—, esos de la gruta, del agarro y del meneo levantan el puño diestro y se enardecen por otro baile. O hay que verlos en el cine, en ciertas películas, mejiendo la lubricidad al revolucionarismo… Mas ¡es la vida! La vida que se nos va y se nos viene como los sones de la gramola de danza, del címbalo conventual, de los chillidos de los vencejos, del mosconeo de los moscones y de la sangre propia, que nos susurra el vaivén de la vida entrañada. ¿A qué afanarse más?
¡Qué tarde dominical y canicular aquella del 21 de julio de este año! Quede aquí su nota.
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