Ahora (Madrid), 27 de septiembre de 1935
Al inaugurarse en Madrid el Congreso de Entomología se me subieron a la memoria muchos de mis mejores y más puros recuerdos de niñez y muchas de mis más íntimas enseñanzas de mis patriarcales observaciones de los niños. En relación con los insectos. Como en la animalidad los insectos, son en la humanidad los niños, los más recientes y más frescos y a la vez los más antiguos y más asentados. Más antiguos aquéllos —los insectos— acaso que los monstruos paleontológicos; más antiguos éstos —los niños— que los salvajes prehistóricos y cavernarios. Y así es que por los insectos, a los que puede manejar y jugar con ellos, es como el niño mejor se adentra, intuitivamente, en el espíritu de la naturaleza del reino animal. ;Qué descubrimientos y qué sencillos asombros! “¡Tan chiquito y sabe ya tanto!”, me decía de un bichito un niño. ¡Y lo que su imaginación les debe! Si el que se ha llamado el Homero de los insectos, Enrique Fabre, llegó a tan viejo, con tan fresca, infantil y antigua vejez, se debió, sin duda, a su trato familiar con los insectos. Y entre nosotros, en España, ahí está la fresca y a la vez antigua vejez del benemérito don Ignacio Bolívar.
¡Qué bien estaría que se escribiese —para niños y mayores— algo de folklore entomológico infantil, de leyendas de insectos, de su mitología! Juguetes fueron de nosotros, niños, los grillos, los llamados en mi Bilbao “cochorros” (esto es, cochinillos), en Santander “jorges”, en Asturias “bacallarines”; el “melolontha” de que habló Aristófanes y al que, por mi parte, he dedicado más de una mención; la vaquita o coquito de Dios —“... ¡cuéntame los dedos y vete con Dios!”—, la que llamábamos “solitaña” —“¡soli solitaña, vete a la montaña; dile al pastor que traiga buen sol para hoy y pa mañana y pa toda la semana!”—, la luciérnaga, el caballito del diablo (en vascuence, “asador del infierno”), de un pobre diablo (y asador de un pobre infierno); el por mote científico “mantis religiosa” (en tierra de Ávila, santa-teresa) y tantos más con su cancioncilla o jaculatoria a las veces.
Hay uno que personalmente me intrigó desde niño y que hace poco contemplaba en el canalillo del agua del Lozoya, al pie de la Residencia de Estudiantes. Es el llamado zapatero, tejedor y escribano. El Diccionario oficial, en “escribano del agua”, le llama araña, cuando es insecto, pues tiene tres pares de patitas y no cuatro. Y, por otra parte, al registrar su mote científico—“girino”— le toma por renacuajo, que es cría de rana, un vertebrado. ¿Qué tendrá este misterioso animalito que el íntimo poeta flamenco Guido Gezelle —capellán de un cementerio donde cultivaba flores— le dedicó un precioso poemita? Y en flamenco se le llama también escribano. (O escribiente.) Gezelle le cantó con la misma alma con que cantó aquella misteriosa visión de una puesta de sol en el horizonte de una laguna, donde dos discos solares, uno bajando del azul del cielo y otro subiendo del azul del agua se asumen y funden uno en otro. ¡Escribano! ¿Y qué escribe en el agua? “Triste cosa —pensaba yo contemplándole— arar en la mar; pero... ¿escribir en el agua?” Y recordaba cuando Jesús dijo a sus discípulos: “¡Soy yo; no temáis!” (Juan, VI, 19.) Fue que se asustaron al verle marchar sobre el agua, como el escribano y tejedor de ésta. Él, Jesús, si paseó (“peripatounta” dice el texto) por sobre el agua, no escribió en ella, sino una vez en tierra; mas ¿no escribieron en agua los escribanos que de Él escribieron?
Todo esto es mitología, poesía entomológica; pero la ciencia se interesa más por la economía, por los insectos útiles o perjudiciales al hombre y a sus frutos, por las plagas del campo, por la apicultura, la sericultura y demás culturas entomológicas. Y por los insectos sociales. Sobre todo las abejas, las hormigas con sus diversos fajos y esos horribles térmites —en el Diccionario oficial no figuran—, especie de “nazis” de la entomocracia. ¡La colmena, el hormiguero, la termitera! ¡Cómo los admiran muchos! Por mi parte, me atraen más los pobres insectos señeros, solitarios, individualistas si queréis. Y que si se nos presentan a las veces en muchedumbre, no es formando masas. Tales las moscas, las tan aborrecidas y calumniadas moscas.
También las moscas fueron juguete de mi niñez y lo fueron —y seguirán siéndolo— de los niños. ¡Qué sorprendente efecto el de ver pasearse a una pajarita de papel —de fumar y de un solo pliegue— sobre una mesa, llevada por una mosca, sujetas sus alitas —con cera— a las patitas del artefacto! (Hace falta destreza.) Cada vez que recuerdo aquella fábula que empieza: “A un panal de rica miel dos mil moscas (¡son demasiadas!) acudieron y, por golosas, murieron presas de patas en él...”, me represento la tragedia de los pobres animalitos anarquistas o libertarios. Como alguna otra vez me he detenido a contemplar esos mosqueros que son una botella especial con agua y una trampa, por la que entrando las moscas caen en el agua y allí se ahogan. ¡Y verlas subiéndose las unas sobre las otras y hundiéndolas más al querer sostenerse sobre ellas, para hundirse, a su vez, por falta de sostén! ¡Qué espejo de sociedad humana! De sociedad humana individualista —se me dirá.
Hubo, por otra parte, tiempo, siendo yo un mocito, en que —como creo que dicen que hacía Spinoza— crié en una caja una araña dándole moscas y haciéndole inútil su tela. Y pude observar con qué parca ración se satisfacía la araña. No así el vencejo ni el camaleón. Del que dicen que se mantiene de aire. No cabe fiarse de los que se dice que viven del aire.
Mas... ¿a qué seguir? ¡Qué de cosas podría decir a mis lectores si recogiese todos mis recuerdos infantiles de la historia, y la leyenda, y la fábula, y la mitología de los insectos! De los articulados, como también se les llama. ¡Qué de artículos podrían inspirarme los articulados esos! Pero hay otros articulados —mejor, desarticulados— humanos que interesan más a nuestros lectores. Y, sin embargo, yo les digo a éstos que no hay articulado humano que nos ofrezca más puras enseñanzas que un grillo, un “cochorro”, un coquito de Dios —¡qué tierna ocurrencia la de consagrarle al Creador!—, un caballito del diablo, un ciervo volante, un... ¡Y qué espejos para los hombres! Supe una vez de Bagaría que se había dedicado a dibujar —del natural, ¡claro!— insectos. Lo había yo adivinado al ver las profundas caracterizaciones humorísticas que lograba al caricaturizar a los hombres con formas de ortópteros, coleópteros, himenópteros… Y chupópteros. Toda una psicología entomológica humana.
Y que aquellos de mis lectores que, a su vez, escriban para el público se paren a la orilla de algún remanso, a la sombra de un sauce o de un aliso, a contemplar la obra del escribano del agua. ¿Habré estado yo escribiendo este artículo en ella?
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