Ahora (Madrid), 21 de agosto de 1935
Cuando me he puesto a enhebrar mis notas tomadas al azar del viento de la vida cotidiana que pasa, para urdir esta fantasía —y ello es mi vida—, me he dicho: “¿La titularé Algo o Algos?” Algo recordará a ciertos lectores aquel libro del poeta catalán, en castellano, Bartrina, que tanto impresionó antaño y que se ha reeditado hace poco. Pero al que esto os cuenta le recuerda el recuerdo de un recuerdo perdido y hallado por su maestro de primeras letras. Hace ya unos sesenta y cinco años. El antepasado personal del que os cuenta esto, lectores, el que habitaba y se hacía en el cuerpo que hoy le sostiene y nutre; el niño que, según el dicho de Wordsworth, es el padre del hombre —y abuelo del anciano—, era un muchachito reservado y taciturno. Hablaba muy poco distraído en ir soñando lo que pasaba. No tenía nada que decir; todo que oír. Y un día su maestro —me lo contó él mismo, bastantes años después, cuando yo (el yo nacido de aquel niño) era ya más que algo— le dijo para romperle la callada en que se envolvía: “¡Pero, Miguel, di algo!” Y aquel Miguel respondió: “¡Algo!” y volvió a callarse. Y en este “algo” del otro y el mismo que fui hace sesenta y cinco años me he puesto a pensar al ponerme a enhebrar mis notas de ahora.
¿La titularé Algos? Y al punto —es inevitable— se me ha venido a la memoria de literato español aquel pasaje del capítulo XXIX de la segunda parte del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha donde se cuenta la famosa aventura del barco encantado. Es cuando Sancho para notar si es que habían pasado la línea equinoccial, al pasar la cual se les mueren los piojos a los que van en el navío, se pasa la mano por un muslo, siguiendo el consejo de Don Quijote, por si los encuentra. Y al decirle a su amo que no la habían pasado: “¿Pues qué? —preguntó Don Quijote—, ¿has topado algo?” “¡Y aun algos!”, respondió Sancho. Y el cervantista profesional señor Rodríguez Marín dice en nota que como esta locución sanchezca se ha hecho proverbial “no haría nada de más la Academia Española dándole cabida en su Diccionario”. Del mismo señor Rodríguez Marín depende, me parece. Por mi parte, que entre.
Presumo que algún lector melindroso, de los que llaman eructo al regüeldo, torcerá el hocico al leer esto de piojo aparejado con algo sin reparar en lo que es la vida de cada día. Y aquí vuelve a asaltarme otro recuerdo de esos que no nos trae la lógica, sino la bendita imaginación, y es aquello que dicen que decía de su Portugal el rey don Carlos de Braganza, el sacrificado, y era: “isto é uma piolheira!”, o sea: “¡esto es una piojera!” ¡ Y qué pueblo vivo, y anhelante, y sufriente!, ¿no? ¡Una piojera! ¡Y cómo verbenea! No la masa compacta, la terrible masa uniformada y encuadrada, que avanza —o retrocede— hacia no sabe qué destino (ni quién la conduce), sino la gusanera, la verbenera, en ebullición espiritual.
¡Quién pudiera, Dios mío, en vez de concentrarse en una de esas visiones más que históricas, sociológicas, de un pueblo cualquiera perderse en la contemplación de una nebulosa que sea el tejido de un sinfín de biografías, claro está que individuales! Hay seres humanos —personas— que parece han pasado por la vida en vano, como en inconsciente entrenamiento para la muerte, y sin embargo, han ido entrando en el espíritu de un prójimo —acaso de ellos desconocido— y allí han amadrigado y prendido otra vida e inmortalizádose. Y ahí al morirse no han muerto. A uno que me decía: “Mi alma es un camposanto en que duermen cuantos quise y se me murieron”, le respondí: “La mía, un vivero en que viven y reviven todos ellos.” De todas las voces de vida que lanzó José María Gabriel y Galán, el poeta mi amigo —de mi vivero—, la más entrañada, aquella en que al cantar la muerte de su padre dijo lo de vivir, “porque mis muertos no mueran”. El culto a los muertos es el más íntimo culto a la vida...
(Mientras esto escribo tomándolo de mis notas, oigo fuera, en la calma de la tarde —después de una tormenta— las notas sueltas, desgranadas, de una flauta en que parece estar ensayándose algún solitario soñador. Y las notas —casi sin hilo— del flautista, parecen gemir. ¿O por qué desatinada ocurrencia se me figura como si estuviese ese hombre jugando a las tabas con las de sus antepasados? Y de pronto como si un chasquido de una de ellas lo fuese de un olvidado recuerdo que se me escabulle de la memoria...) (¡Se está ahíto de ellos!)
¡Y leer luego —u oírlos, que es peor— uno de esos discursos políticos, sociológicos, a las masas, a las turbas despersonalizadas, con los insistentes lugares comunes de semejantes actos! Y a lo peor uno de éstos provoca lo que se llama un levantamiento —suele ser hundimiento— seguido de un crimen colectivo. No lo que se llama pasional, que es individual; de estos de que a diario se nos sirve el relato. Y el tejido de estos relatos de crímenes psicológicos, no sociológicos, de pobres piojos humanos que verbenean en el pueblo, nos da comprensión de la vida humana comunal, mucho más honda que el relato de una revuelta popular. ¿Qué le va a decir a una de esas muchedumbres despersonalizadas, a uno de esos públicos cubicables un orador de masas, él, que no lleve dentro el vivero de sur muertos inmortales? ¿Creéis que un jugador de ajedrez les dice algo a los peones, alfiles, caballos y torres —acaso rey o reina— de su tablero? Aunque sería inútil, pues esas piezas de madera —¡piezas al fin!— no oyen.
Una tragedia de masa... No; en la verdadera tragedia todos los que en ella toman parte son protagonistas. Y no cabe masa de protagonistas, que individuo equivale a persona. Y un pueblo, no una masa, se fragua, no se amasa, de personas y no de meros individuos, no de Fabios cualesquiera.
Y... ¡ay!, aquel mi niño de hace sesenta y cinco años, que cuando su maestro —¡santo varón!— le decía: “¡Di algo, Miguel!”, le respondía: “¡Algo!” Han corrido los años, pasádose vidas, propias y ajenas, por él, y sigue buscando algo que tener que decir. No a muchedumbres despersonalizadas, sino a personas, sino a vosotros, lectores de estos comentarios tejidos con hebras de vidas de mi vivero.
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