Ahora (Madrid), 30 de agosto de 1935
¿Un hombre en conversación consigo mismo, esto es: en desdoblamiento, es un hombre uno? ¿Pero el que es un hombre solo es hombre? ¡Pasar la noche desvelado, en aguardo de oír sonar las horas en el reloj de la iglesia, en sentir resbalar inútil el tiempo vacío! Hace poco me decía mi nieto: “Yo sé para qué sirven las mariposas; para meterles un alfiler por la barriga y clavarlas en un cartón, unas junto a otras.” Para eso sirven las horas, pero cuando hay alfileres y cartón para ellas. Y si no, a conversar uno con el otro mismo... ¿Es esto diálogo? No, según me dice un lector objetante y criticante. El diálogo pertenece a la dramática, según ese lector, y también a la épica, pero no a la lírica. Y lo mío, lo de este desordenado comentador aquí, es de puro desorden lírico. Y menos mal que no me trae a cuento a Píndaro.
¿Me habla, en efecto, de mi desorden lírico, y me acusa… de qué? De poeta, condición poco seria y a propósito para ocuparse, siquiera de vez en cuando, en política. “Usted no es más que un poeta”, me dice. ¡Gracias! Y gracias a Dios... Pero veamos en qué sentido. Porque aquí, en esta tierra de charrería —lo he contado ya otras veces—, poeta quería decir “calendariero”, el que hace o compone juicios meteorológicos del año para los calendarios, en verso, según era uso. Por lo cual, como presentara yo antaño en una alquería de la tierra a un mocito cortesano que iba para poeta —quiero decir versificador—, el mayoral le pregunta: “Y diga, ¿qué tal otoñada tendremos? ¿Lloverá en septiembre?” Y como también se suelen hacer calendarios políticos —que así es como los llaman—, hay entrevisteros de esos de lápiz y cuartillas en mano que tomándonle por “poeta” se me acercan a preguntarme si creo que habrá elecciones por noviembre y si las harán los radicales o los cedistas y si... Todas las demás preguntas de cajón. Del cajón de las vaciedades. (Aunque, dicho sea de paso y entre paréntesis, el cajón de aquella frase nada tiene que ver con el cajón de caja.)
Pero, lector objetante, ¿qué quiere usted? ¿Que le espete yo aquí todos esos sobados lugares comunes —y excusados— político-sociológicos? ¿Quiere usted que cultive esa literatura pseudo-política, que está inundando a nuestro público de ramplonería y de chabacanería? ¿Toda esa bazofia de olla podrida y de garbanzos turrados? Que no es lo peor lo que dicen, sino el modo de decirlo. ¿Quiere usted que me ponga yo aquí a estructurar sugerencias auténticas ? No merece mi pena de hacerlo. Ya habrá penados que lo hagan; y bien penosamente por cierto.
Me acusa mi objetante de que cuido más del modo de decir que de lo que digo. Pues ¡anda, y está bueno! ¡Como que el modo es el qué! Ni me hartaré de repetir que todo el progreso civil de nuestro pueblo estriba en cobrar un lenguaje político ceñido y con sentido. En que se deje de manejar y babosear esos términos hueros, como los de izquierdista, derechista y otros por el estilo. Aunque..., ¿estilo? Eso no es estilo. Y menos el que han dado en llamar nuevo, ése del fajismo —disfrazado a las veces—. El de los de mollera fajada, quiero decir. Fajada para que no dé en parir y aborte; para que no quede encinta —esto es, desfajada—. Que el fajismo tira a esterilizar las mentes. Y resultan esos fajistas sujetos de dogmas —doctrinas y creencias— inmuebles, bienes raíces de mentes esquilmadas. ¡Y qué bienes! Cachivaches desportillados, no ya inmuebles. Ahora, cuando el fajo —en italiano, “fascio” —es un trampolín... Aunque sea de madera podrida. Pues conozco fajista de ésos —aunque de otro modo se llame— que pretende dividir a los españoles en inteligentes y no inteligentes. O, como él dice, los de “talento integral” y los otros. Y ellos, ¡claro!, son los del talento integral, integralistas. Juran por el jefe, el “duce” o el “führer”. Agachar la cabeza ante el cual es muestra de libertad interior, distinta de la pecadora libertad del liberalismo; muestra de libre sumisión, de disciplina.
El susodicho objetante, apestado de toda la tontería del estilo nuevo, me acusa, además, de mi desorden expositivo. Barrunto que el mocete anduvo en seminario donde le enseñaron a ordenar el latín de las oraciones de aquellos pobres paganos desordenados para poder traducirlos. ¡Condenado hipérbaton! Que es —ya se sabe— una especie de figura retórica de las que nos enseñaban en tercero, en Retórica y Poética. En el cuarto “dábamos” Psicología, Lógica y Ética. Y llegaba lo serio: ¡la Lógica! Después —ya no en mi tiempo de bachillerato se metió lo del Derecho usual, un paso a la política. Que permite darse pisto en las conversaciones y controversias de la mesa redonda de las casas de huéspedes, en que se discute los artículos de fondo —políticos, ¡natural!— del periódico. Artículos doctrinales. Y a la vez, prácticos, de calendario, pues, en ellos se suele dar las razones por las que no cabe suponer que pueda haber elecciones en lo que vaya de año, póngase por caso.
¡Ay, lector objetante, qué lástima que mi fiel veneración a nuestra buena lengua madre me impida, por no romper su castidad —que es casticidad— maternal, meterme de rondón en esa literatura que usted en mí echa de menos! Aunque sospecho que cree que lo hago por cuquería, por no comprometer mi posición.
Y ahora, ¿cuándo todos esos mozos de partido —de juventudes de partido— se dejarán de dejarse empapizar con esos bodrios de literatura supuesta política? ¿Cuándo se pondrán a cobrar conciencia y sentido de la lengua en que tienen que pensar, si es que quieren pensar por sí? ¿Cuándo dejaremos de oír o de leer todas esas vaciedades, algunas de las cuales —las más inofensivas, por lo común— no suele dejar pasar la censura oficial por estar tan vacía ella de sentido como los que las barbotan o garrapatean? ¿Cuándo pasará esta racha de monerías? Porque no es lo mismo el hombre que el mono, que le remeda. ¡Ah, no!
Y ahora, a mi poesía otra vez.
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